En el siglo dorado, en que los
hombres
En paz augusta, y en profunda calma
Gozaban con placer sus dulces días,
La señora verdad, sin otra zaga
Que la de su espejito misterioso,
De ceca en meca por la posta andaba.
Llevábale en la mano a todas horas,
De modo que cualquiera se miraba
En su sincera luna; y aunque en ella
Copiado al vivo su interior hallaba,
Nadie, al verse, llegaba a
sonrojarse.
¡Ay, qué tiempos aquellos, si
duraran!
Pero pasaron presto: y conociendo
Que entre los hombres la maldad se
hallaba,
La señora verdad, según se supo,
Tendió con gran silencio sus dos
alas,
Y sin decir te quedan ahí las llaves,
Fue a buscar en el cielo su morada,
Arrojando el espejo de coraje.
Se rompió; ya se ve, la cosa es clara;
Y los pedazos, todos esparcidos,
Se perdieron, que fue notable falta:
Sin embargo, filósofos y sabios
Han hecho diligencias tan extrañas,
Que encontraron algunos por ventura;
Pero tan pequeñitos por desgracia,
Que, según las historias, ni ellos
mismos
Se ven cual son en sí. ¡Quién lo
pensara!
Libro
3 – Fabula XXVII
1.089.5 Claris de florian, jean pierre - 032
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