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martes, 30 de septiembre de 2014

Lokis - Cap. I

MANUSCRITO DEL PROFESOR WITTEMBACH

-Teodoro -dijo el profesor señor Wittembach, haga el favor de darme ese cuaderno con cubierta de pergamino, que está en el segundo anaquel, por encima del bufete; no, ése no, el pequeño en octavo. En él he reunido todas las notas de mi diario de 1866, al menos las que se refieren al conde Szémioth.
Calóse el profesor sus gafas, y en medio del más profundo silencio leyó lo que sigue:

LOKIS
y, como epígrafe, este proverbio lituano:

Miszka su Lokiu
Abu du tokiu (1).

Cuando apareció en Londres la primera traducción en lengua lituana de las Sagradas Escrituras, publiqué en la Gaceta Científica y Literaria, de Koenigsberg, un artículo en el que, después de rendir un justo tributo a los esfuerzos del docto intérprete y a las piadosas intenciones de la Sociedad Bíblica, creí, como deber mío, señalar algunos ligeros errores, y observar, de añadidura, que aquella versión solamente podía ser útil a algunas poblaciones lituanas. En efecto: el dialecto de que se ha hecho uso es casi ininteligible para los habitantes de los distritos donde se habla la lengua yomaítica, vulgarmente llamada ymud; esto es, en el palatinado de Samojicia, lengua acaso aun más parecida al sánscrito que al alto lituano. Esta observación, a pesar de las furibundas críticas que me atrajo de parte de un cierto profesor muy conocido en la Universidad de Dorpat, fué un rayo de luz para los honorables miembros del Consejo administrativo de la Sociedad Bíblica, que no dudó un instante en dirigirme el halagador ofrecimiento de dirigir y vigilar la redacción del Evangelio de San Mateo en samojicio. Estaba entonces muy ocupado en el estudio de las lenguas transuralianas para emprender un más extenso trabajo que hubiera comprendido los cuatro Evangelios. Aplazando, pues, mi casamiento con la señorita Gertrudis Weber, me dirigí a Kowno (Kaunas) con la intención de recoger todos los monumentos lingüísticos impresos o manuscritos en lengua ymud que pudiera procurarme, sin olvidar por supuesto, las poesías populares –dainos- y los relatos o leyendas -pasakos- que me proporcionarían materiales para un vocabulario yomaítico, trabajo que debía necesariamente preceder al de la traducción.
Me dieron una carta para el joven conde Miguel Szémioth, cuyo padre, por lo que se aseguraba, había poseído el famoso Catechismus Samogíticus del padre Lawicki, tan raro, que hasta su existencia fue discutida, especialmente por el profesor de Dorpat, a quien hace poco aludí. En la biblioteca del conde se hallaba, según los datos de que me hice, una vieja colección de daínos y algunas poesías, también en la antigua lengua prusiana. Habiéndole escrito al conde Szémioth para exponerle el objeto de mi visita, recibí de él una amabilísima invitación para pasar en su castillo de Medintiltas todo el tiempo que mis investigaciones exigieran. Terminaba su carta diciéndome, con una gran espontaneidad, que él se las daba de hablar el ymud casi tan bien como los lugareños, y que le agradaría mucho unir a los míos sus esfuerzos en una empresa que calificaba de grande e interesante. Como la de algunos de los más ricos propietarios de la Lituania, su religión era la evangélica, de la que tengo el honor de ser ministro. Me habían anticipado que el conde no estaba exento de una cierta rareza de carácter, y que era, por lo demás, muy hospitalario, amigo de las ciencias y las letras, y especialmente benévolo con los que las cultivan. Partí, pues, para Medintiltas.
En la escalinata del castillo me aguardaba el mayordomo del conde, que en seguida me condujo a la habitación que se me destinaba.
-El señor conde -me dijo- siente mucho no poder comer hoy con usted; pero se lo impide una fuerte jaqueca, enfermedad que padece, por desgracia. Si el señor profesor no desea que le sirvan en su cuarto, comerá con el doctor Froeber, médico de la señora condesa. Dentro de una hora se come, y no es necesario que se vista de etiqueta. Si el señor profesor desea algo, aquí tiene el timbre.
Y, haciendo un profundo saludo, se retiró.
La habitación era grande y bien amueblada, con espejos y dorados. Tenía vistas, de una parte, al jardín, o mejor, al parque del castillo, y de la otra, al patio principal. A pesar de que se me advirtió que no era preciso vestirse de etiqueta, me creí obligado a sacar el frac de la valija. Estaba en mangas de camisa, ocupado en desembalar mi modesto equipaje, cuando el ruido de un coche me atrajo a la ventana que daba al patio. Una gran carretela acababa de llegar. Venían en ella una dama vestida de negro, y un caballero y una mujer con típicos trajes lituanos, pero tan alta y robusta aquélla, que tentado estuve, en un principio, de tomarla por un hombre disfrazado. Descendió la primera; otras dos mujeres, de no menos robusta apariencia, aguardaban en la escalinata. El caballero inclinose hacia la señora enlutada, y, con gran sorpresa mía, desabrochó un largo cinturón de cuero que la aseguraba en el asiento del coche. Pude observar que esta dama tenía largos y blancos cabellos muy en desorden, y que sus ojos, abiertos de par en par, parecían inanimados: se la hubiera creído una figura de cera. Tras desatarla, su acompañante le dirigió la palabra, sombrero en mano, con gran respeto; pero ella pareció no darse cuenta de nada. Entonces el caballero, volviéndose hacia los criados, les hizo un ligero signo con la cabeza, tras el que las tres mujeres asieron a la enlutada, y a pesar de los esfuerzos de ésta para no moverse de la carretela, la llevaron y condujeron, como a una pluma, al interior del castillo. Eran testigos de aquella escena numerosos servidores de la casa, que parecían contemplar tal espectáculo como cosa frecuentísima.
El hombre que lo había dirigido, después de sacar su reloj, preguntó si se iba a comer inmediatamente.
-Dentro de un cuarto de hora, señor doctor -le dijeron.
No tuve que esforzarme mucho para adivinar que aquel hombre era el doctor Froeber, y la dama enlutada la condesa. Por la edad de ésta, deduje que sería la madre del conde Szémioth, y las precauciones con que fué acogida demostraban claramente que no estaba bien de la cabeza.
Momentos después penetró en mi cuarto el doctor.
-Como el señor conde está algo indispuesto -dijo, me veo obligado a presentarme por mí mismo. Soy el doctor Froeber y tengo mucho gusto en ponerme a sus órdenes, encantado de entablar conocimiento con un sabio cuyo mérito es conocido de todos los que leen la Gaceta Científica y Literaria, de Koenigsberg. ¿Le parece bien que nos sirvan la comida?
Respondí lo mejor que pude a tales cumplimientos, y le dije que si era hora de ponernos a la mesa, estaba pronto a seguirle.
Apenas llegados al comedor nos ofreció el maestresala, según uso del norte, una bandeja de plata con licores y algunos manjares fuertemente salpimentados, propios para excitar el apetito.
-Permitidme, señor profesor -dijo el doctor, que os recomiende, en calidad de médico, un vaso de este starka, verdadero aguardiente de cognac, con más de cuarenta años. Es el padre de los licores. Tomad una anchoa de Drontheim; nada hay más a propósito para abrir y preparar el tubo digestivo, uno de los órganos más importantes... Y, ahora, ¡a comer! ¿Por qué no hablamos en alemán? Usted es de Koenigsberg; yo de Memel, pero mis estudios los he seguido en Jena. Así hablaremos más libremente, y los criados, que tan sólo saben el polaco y el ruso, no nos entenderán.
Al principio comíamos en silencio; después de tornar la primera copa de vino de Madera, le pregunté al doctor si el conde padecía de ordinario aquella indisposición que nos privaba, en aquel momento, de su presencia.
-Sí y no -me repuso; depende de los sitios que frecuenta.
-¿Cómo es eso?
-Cuando va por el camino de Rosienie, por ejemplo, vuelve con jaqueca y de un humor endiablado.
-Pues yo he ido a Rosienie y no me ha ocurrido eso.
-Se debe, señor profesor -respondió riendo, a que no está usted enamorado.
Pensando en la señorita Gertrudis Weber, suspiré.
-¿Es, pues, en Rosienie -dije- donde vive la prometida el señor conde?
-Sí; en los alrededores. ¿Prometida?... no sé. Una coqueta descarada que le hará perder el seso, como le ha ocurrido a su madre.
-En efecto: creo que la señora condesa está... enferma.
-¡Loca, mi querido señor, loca! ¡Y más loco yo por haber venido aquí!
-Es seguro que los buenos cuidados de usted le harán recobrar la salud.
El doctor movió la cabeza, contemplando atentamente una copa de vino de Burdeos que tenía en la mano.
Aquí donde usted me ve, señor profesor, he sido cirujano del regimiento de Kaluga. En Sebastopol no hacíamos más que amputar brazos y piernas desde por la mañana hasta por la noche; no hay que decir la de bombas que, como moscas a las mataduras de un caballo, se nos venían encima; pero aunque entonces estaba mal alojado y mal comido, no me aburría como aquí, donde como y bebo de lo mejor, y donde vivo como un príncipe y se me paga como a un médico cortesano... Pero, ¿y la libertad, mi querido señor?... ¡Figúrese que con esta endiablada señora no se puede disponer de un momento!
-¿Hace mucho que la tiene a su cuidado?
-Menos de dos años; pero hace más de veintisiete que está loca, desde antes que naciera el conde: ¿No le han contado nada de esto en Rosienie ni en Kowno? Escuche entonces, pues se trata de un caso del que pienso ocuparme algún día en el Diario Médico de San Petersburgo. La señora condesa está loca de miedo...
-¿De miedo? ¿Cómo es eso posible?
-De un susto que pasó. La condesa pertenece a la familia de los Keystut. ¡Oh, en esta familia no se malcasa nadie! Nosotros descendemos de Gédymin. Tres días... o dos después de su casa-miento, que tuvo lugar en el castillo donde ahora comemos (a la salud de usted...), el conde, el padre del actual, se fué de caza. Las damas (lituanas, como sabrá, son amazonas, y así, la condesa lo fué también de caza. Retrasóse ella, o adelantóse a los monteros..., lo ignoro... Lo cierto es que, de repente, el conde ve llegar, a galope tendido, al pequeño cosaco de la condesa, muchachito de unos doce a catorce años.
«-¡Señor -dijo, un oso se lleva a la señora!»
-¿Dónde ha sido eso? -dijo el conde.
»-Por allí.
»Acuden todos al sitio que designa; pero no se ve a la condesa. De una parte, se ve a su caballo estrangulado; de otra, su pelliza hecha jirones. Se busca, se registra el bosque en todos sentidos. Por último, un montero exclama: «¡Aquí está el oso!» En efecto: el oso atraviesa un descampado con la condesa a rastras, indudablemente para devorarla con toda comodidad en alguna espesura, pues esos animales son glotones. Les gusta comer tranquilos. Casado dos días antes, el conde se siente caballeresco y quiere arrojarse sobre el oso con el cuchillo de caza en la mano; pero, mi querido señor, un oso de Lituania no se deja atravesar como un ciervo. Por fortuna, el portaarcabuz del conde, un perillán de siete suelas, ebrio aquel día, hasta el punto de no distinguir un conejo de un corzo, hizo fuego con su escopeta a más de cien pasos, sin pararse a pensar si la bala alcanzaría a la bestia o a la mujer.
-¿Y mató al oso?
-A la carrera. Nadie como los borrachos para hacer tales blancos. Además, hay balas predestinadas, señor profesor. Tenemos aquí algunos brujos que las venden justamente por lo que valen. La condesa estaba completamente llena de rasguños, sin conocimiento, no hay que decirlo, y con una pierna rota. Se la transporta y vuelve en sí; pero había perdido la razón. Se la lleva a San Petersburgo. Allí tiene lugar una gran consulta, a la que asisten cuatro médicos cargados de títulos, que dicen: «La señora condesa está encinta; es posible que su parto ocasione una crisis favorable. Que viva al aire libre, en el campo; que tome nata, codeína...» A cada uno le dan cien rublos. Nueve meses después, la condesa da a luz un robusto niño; en cuanto a la crisis favorable..., sí... sí..., no hay de qué... El furor aumenta. El conde le enseña su hijo. Esto es de un efecto que no falla nunca... en las novelas. «¡Matadle; matad a la bestia!» - exclama; un poco más y le retuerce el cuello. Tiene después momentos de locura estúpida y de manías furiosas, con más una grande propensión al suicidio. Es preciso atarla para que tome el aire, y necesita tres vigorosas criadas que la contengan. Notad, no obstante, señor profesor, lo siguiente: cuando he agotado el repertorio y me es imposible hacerla obedecer, tengo un medio para calmarle: la amenazo con cortarle los cabellos. A lo que creo, tiempo atrás los tenía muy hermosos. ¡La coquetería! He aquí el último sentimiento humano en desaparecer. ¿No es esto extraño? Si me fuera posible obrar a mi antojo, acaso la curaría.
-¿De qué manera?
-Moliéndola a golpes. Con este procedimiento he curado a veinte lugareñas de un pueblo en el que se había declarado esa furiosa locura rusa que se llama el aullido (2); una mujer comienza a aullar, y, a poco, su madre hace lo mismo. Al cabo de tres días aúlla todo el pueblo. A fuerza de palizas di al traste con la enfermedad. (Tome una gallineta, están tiernas). El conde no ha consentido que lo ensaye con su madre.
-¡Cómo! ¿Quería que consintiera tan horrible tratamiento?
-¡Bah!, ha tratado muy poco a su madre; además, es por su bien; pero, dígame, señor profesor, ¿hubiera creído nunca que el miedo hiciera perder la razón?
-El trance de la condesa fué espantoso... ¡Encontrarse entre las garras de un animal tan feroz!
Pues bien, su hijo no se le parece. Hace menos de un año que se encontró en un peligro idéntico, y gracias a su sangre fría pudo escapar felizmente.
¿De las garras de un oso?
De una osa, la más grande que se ha visto en mucho tiempo. El conde quiso atacarla venablo en mano; pero la osa, de un revés, aparta el venablo, coge al conde y lo arroja en tierra con la misma facilidad con que yo derribaría esta botella. El conde, con malicia, se hace el muerto... La osa lo olfatea y olfatea, y después, en lugar de despedazarlo, le da un lengüetazo. Aquél, conservando su presencia de espíritu, no se mueve; la osa, entonces, prosigue su marcha.
-La osa ha creído que estaba muerto. Efectivamente, he oído decir que esos animales no comen cadáveres.
-Preciso es creerlo, sin comprobarlo personalmente; pero, a propósito de miedo, me va a permitir que le cuente una historia acaecida en Sebastopol. Estábamos cinco o seis en torno de un cántaro de cerveza que acababa de llegar en la trasera de la ambulancia del famoso baluarte número 5. El centinela gritó: «¡Una bomba!» Todos nos pusimos boca abajo; todos no, uno, de nombre..., no hace falta decirlo..., un joven oficial, recién venido, permaneció en pie, con el vaso en la mano, hasta el momento mismo en que estalló la bomba, llevándose la cabeza de mi pobre camarada André Speranski, un muchacho valiente, y rompiendo el cántaro, afortunadamente ya casi vacío. Cuando nos levantamos, después de la explosión, vimos en medio de la humareda al joven oficial apurando el último trago de cerveza, como si tal cosa. Le tuvimos por un héroe. Al día siguiente me encuentro con el capitán Ghédéonof, que salía del hospital, y me dice: «Hoy como con ustedes para celebrar mi vuelta al servicio, y pago el champaña». Nos ponemos a comer. El joven oficial de la cerveza estaba con nosotros. No aguardaba el champaña. Se descorchaba una botella junto a él... ¡Paf!, el tapón salta a su cabeza. Lanza un grito y medio se desvanece. Lo que le prueba que mi héroe tuvo un miedo tremendo la primera vez, y que si se bebió la cerveza en lugar de esconderse, fué debido -hasta tal punto el miedo le hizo perder la cabeza- a un movimiento maquinal, del que no tuvo noticia. En efecto, señor profesor, la máquina humana...
-Señor doctor -dijo entrando en el comedor un doméstico: la Idanova dice que la señora condesa no quiere comer.
-¡Que el diablo se la lleve! -refunfuñó el doctor. Allá voy. Cuando haya hecho comer a mi loca, señor profesor, podremos, si a usted le place, jugar al duratchki.
Le dije que sentía mucho no saber jugar, y mientras él se dirigió en busca de la enferma, yo me encaminé a mi cuarto y le escribí a mi novia Gertrudis.

1 «Ambos son una misma cosa»; palabra por palabra, Miguel y Lokis es igual. Michaelium dum Lokide, ambo (duo) ipsiasimi.
2 Una poseída, en ruso, es una aulladora, Klikoucha, de la klik, clamar, aullar.

1.078.5 Merimee (Prospero) - 046

Lokis - Cap. II

Como la noche era calurosa, dejé abierta la ventana que daba al porque. Escrita mi carta, y no teniendo deseos de dormir, me puse a repasar los verbos irregulares lituanos y a buscar en el sánscrito las causas de sus diferentes irregularidades. En medio de este trabajo, que me absorbía, un árbol muy cercano a mi ventana fué violentamente agitado. Oí un crujir de ramas secas y me pareció que un animal pesadote trataba de trepar por él.
Muy preocupado aún con las historias de osos que el doctor acababa de contarme, me levanté, no sin un cierto temor, y a algunos pies de mi ventana, entre la hojarasca del árbol, divisé una cabeza humana que la luz de mi lámpara alumbró de lleno. Un instante duró aquella aparición; pero el fulgor singular de los ojos que se encontraron con los míos, me impresionó más de lo que pueda decir.
Involuntariamente me hice hacia atrás, corrí después a la ventana, y con severo tono pregunté al intruso si deseaba algo. Descendía, en aquel punto, con gran ligereza, y asiendo una gruesa rama entre sus manos, quedó pendiente de ella, dejóse caer después y desapareció en seguida. Llamé a la campanilla, apareció un criado, y le dije lo que acababa de ocurrir.
-El señor profesor debe haberse equivocado, sin duda.
-Estoy seguro de lo que digo -repuse. Temo que haya un ladrón en el parque.
-Imposible, señor.
-Entonces, ¿es alguien de casa?
El criado abrió los ojos de par en par, sin responder. Luego me preguntó si tenía algo que mandarle; le dije que cerrara la ventana, y me metí en el lecho.
Dormí muy bien, sin soñar con osos ni ladrones. Por la mañana, arreglado ya, oí llamar a la puerta. Abrí y me encontré frente a un altísimo y guapo mozo, vestido con una bata y una larga pipa turca en la mano.
-Le pido mil perdones, señor profesor -dijo, por haber acogido tan mal a un huésped como usted. Soy el conde Szémioth.
Me apresuré a decirle que tenía yo, por el contrario, que darle rendidamente las gracias por su magnífica hospitalidad, preguntándole luego si había desaparecido la jaqueca.
-Casi, casi -dijo. Hasta una nueva crisis -añadió con gesto de tristeza. ¿Se halla medianamente aquí? No olvide que se encuentra entre los bárbaros. En Samojicia no hay que ser muy exigente.
Le aseguré que me encontraba a las mil maravillas. Mientras le hablaba, no me podía sustraer al deseo de observarle con una curiosidad que a mí mismo se me antojaba impertinente. Había en su mirada un no sé qué tan extraño que, a pesar mío, me recordaba la del hombre que había visto trepar por el árbol la víspera.
-¡Pero no es fácil -me decía- que el señor conde Szémioth trepe de noche por los árboles!
Era su frente alta y muy desarrollada, aunque un poco estrecha, y de una gran regularidad los rasgos de su rostro; solamente sus ojos estaban demasiado unidos, y me pareció que, entre glándula y glándula lacrimal, no había el espacio de un ojo, como lo exige el canon de los escultores griegos. La mirada era penetrante. Nuestros ojos se encontraron muchas veces, a pesar nuestro, pero los desviábamos en seguida con un cierto embarazo.
De pronto el conde, echándose a reír, exclamó:
-¡Me ha reconocido usted!
-¿Reconocido?
-Sí; anoche me sorprendió mientras yo hacia de verdadero pilluelo.
-¡Oh, señor conde!
-Pasé todo el día sufriendo mucho y encerrado en mi habitación. Como me encontraba mejor por la noche, salí a dar un paseo por el jardín; vi luz en su cuarto de usted, y me dejé llevar por la curiosidad... He debido decir mi nombre y presentarme, pero la situación era tan ridícula... Tuve vergüenza y huí. ¿Me perdona por haberle interrumpido en su trabajo?
Todo esto lo decía con un tono aparentemente ligero; puro al decirlo se ruborizaba, y evidentemente no se hallaba a gusto.
Hice cuanto pude para demostrarle que no guardaba una desa-gradable impresión de aquella primera entrevista, y, para poner fin a su embarazo, le pregunté si era cierto que poseía el catecismo samojicio del padre Lawiçki.
-Es posible; pero, a decir verdad, conozco muy poco la biblioteca de mi padre, que era muy aficionado a los viejos libros y a las cosas raras. Yo casi no leo más que obras modernas; en fin, lo buscaremos, señor profesor. ¿Quiere usted que leamos el Evangelio en ymud?
-¿Cree usted, señor conde, que una traducción de las Escrituras en la lengua de este país sea cosa conveniente?
-De seguro; sin embargo, si me permite una leve observación, le diré que entre las gentes que no saben otra lengua que el ymud no hay una sola que sepa leer.
-Es posible; pero con el permiso de S. E. (1) me atrevo a decirle que la mayor dificultad para aprender a leer es la falta de libros. Cuando los países samojicios tengan un texto impreso, querrán leerlo y aprenderán a leer. Esto es lo que les ocurre a muchos salvajes...; sin que quiera decir esto que los habitantes de esta comarca lo sean. Además -añadí- ¿no es cosa deplorable que una lengua desaparezca sin dejar rastro? Desde hace treinta años el prusiano no es más que una lengua muerta. La última persona que sabía el córnico, murió el otro día...
-¡Deplorable! -interrumpió el conde. Alejandro de Humboldt contaba a mi padre que él había conocido a un loro en América que tan sólo sabía algunas palabras del lenguaje de una tribu enteramente destruida en la actualidad por la viruela. ¿Le parece bien que se nos sirva el té aquí?
Mientras tomábamos el té, la conversación giró en torno de la lengua ymud. Censuraba el conde la manera cómo los alemanes han impreso el lituano, y tenía razón.
-El alfabeto de ustedes -decía- no se ajusta a nuestra lengua. Carece de nuestra j, de nuestra I, de nuestra y, de nuestra é. Tengo una colección de dainos, publicada el año pasado en Koenigsberg, y no puede figurarse el trabajo que me costó adivinar las palabras, tal era de extraña su represen-tación.
-¿S. E. habla, sin duda, de los dainos de Lessner?
-Sí; es una poesía demasiado sosa, ¿no le parece?
-Acaso pudiera encontrar algo de más interés. Convengo en que, tal como es, esa colección sólo tiene un interés puramente filológico; pero creo que, buscando y rebuscando entre las poesías populares de este pueblo, se encontrarían más exquisitas joyas.
-¡Ay! Lo dudo muchísimo, a pesar de todo mi patriotismo.
-Hace algunas semanas me regalaron en Wilna una balada verdaderamente bella, y, por añadidura, histórica... Se trata de una poesía notabilísima... ¿Me permite que se la lea? La tengo en mi cartera.
-Con mucho gusto.
Y se hundió en el sillón, después de pedirme permiso para fumar.
-Tan sólo fumando comprendo la poesía -dijo.
-Se titula Los tres hijos de Budrys.
-¿Los tres hijos de Budrys? -exclamó el conde con un movimiento de sorpresa.
-Sí; Budrys -S. E. lo sabe mejor que yo- es un personaje histórico.
El conde me miraba fijamente con su mirada singular, en la que había una cierta cosa indefinible, hosca y tímida a la vez, que producía una casi penosa impresión, cuando no se estaba habituado a ella. Para evitarla, me apresuré a leer.

«Los tres hijos de Budrys.

«En el patio de su castillo, el viejo Budrys llama a sus tres hijos -tres verdaderos lituanos como él» y les dice:
«-Hijos míos, dadles el pienso a vuestros caballos de guerra, preparad vuestras monturas, afilad vuestras espadas y jabalinas. Se asegura que en Wilna ha sido declarada la guerra a los tres extremos del mundo. Olgerd marchará contra los rusos; Skirghelo, contra nuestros vecinos los polacos; Keystut, caerá sobre los teutones (2). ¡Sois jóvenes, fuertes, valerosos; marchad al combate: que los dioses de la Lituania os protejan! Este año no combatiré, pero os quiero dar un consejo. Sois tres, y tres caminos, ante vosotros, se abren.
»Que uno acompañe a Olgerd a Rusia, a las orillas del lago Ilmen, bajo los muros de Novgorod. Las pieles de armiño, las telas recamadas, abundan allí, y en casa de los mercaderes hay tantos rublos como témpanos de hielo en el río.
»Que el segundo siga a Keystut en sus correrías. ¡Que haga pedazos a la canalla cruciferaria! La arena del mar es ámbar allí; los paños, por su lustre y sus colores, no tienen igual, y los hábitos de sus sacerdotes se cubren de rubíes.
»Que el tercero cruce el Niemen con Skirghelo. En la otra orilla encontrará viles instrumentos de labranza. En cambio, podrá elegir buenas lanzas, fuertes escudos y me traerá una nuera.
»Las mujeres de Polonia, hijos míos, son las más bellas de las cautivas. ¡Juguetonas como gatas, blancas como la leche! Bajo las negras cejas fulguran los ojos como estrellas. Cuando era joven, hace medio siglo, me traje de Polonia una hermosa cautiva que fué mi mujer. Desde hace ya mucho tiempo no existe, pero no puedo dirigir mis ojos a este lado del hogar sin recordarla.»
»Da su bendición a los jóvenes, armados ya y a caballo. Parten. Llega el otoño, el invierno después... No vuelve ninguno. El viejo Budrys los da por muertos.
»Cae una nevada; un jinete se aproxima, cubriendo con su burka (capa de fieltro) negra una preciosa carga, acaso.
»-Es un talego -dice Budrys. ¿Está lleno de rublos de Novgorod?
»-No, padre. Os traigo una nuera de Polonia.
»En medio de una nevada, un jinete se acerca y su burka se infla sobre una preciosa carga.
»-¿Qué es eso, hijo? ¿Ambar amarillo de Alemania?
»-No, padre. Os traigo una nuera de Polonia.
»Cae la nieve en ráfagas; un caballero se acerca, ocultando bajo su burka una preciosa carga. Pero, antes que enseñe su botín, Budrys ha convidado a sus amigos a una tercera boda.»

-¡Bravo, señor profesor! -exclamó el conde; pronuncia usted el ymud a la perfección; mas, ¿quién le ha proporcionado esa linda daina?
-Una señorita a quien tuvo el honor de conocer en Wilna, en casa de la princesa Katazyna Paç.
-Y ¿cómo se llama?
-La panna Iwinska.
-¡La señorita Iulka! (Juliana) -exclamó el conde. ¡La locuela! ¡He debido adivinarlo! Mi querido profesor: usted sabe el ymoud y todas las lenguas sabias y ha leído todos los libros antiguos, pero se ha dejado engañar por una muchacha que sólo ha leído novelas. Le ha traducido, en ymoud más o menos correcto, una de las lindas baladas de Migkiewicz, que usted no conoce, porque apenas si es más vieja que yo. Si lo desea, se la puedo enseñar en polaco, o, si prefiere una excelente traducción rusa, le daré a Puchkin.
Confieso que me quedé estupefacto. ¡Qué alegría para el profesor de Dorpat, si publico como original la daina de los hijos de Budrys!
En lugar de divertirse con mi embarazo, el conde, con exquisita delicadeza, se apresuró a desviar la conversación.
-¿De modo -dijo- que conoce usted a la señorita Iulka?
-He tenido el honor de serle presentado.
-Y, francamente, ¿qué opina de ella?
-Pues que es una señorita muy agradable.
-¿Lo cree usted así?
-Es lindísima.
-¡Hum!...
-¡Cómo! ¿No tiene los más bellos ojos del mundo?
-Sí...
-Y una piel de una blancura verdaderamente extraordinaria... Recuerdo una poesía persa en la que un amante celebra lo traslúcido de la piel de su amada. «Cuando bebe vino rojo -dice- se le ve pasar a través de su garganta». La panna Iwinska me ha hecho pensar en esos versos persas.
-Es posible que ese fenómeno se dé en la señorita Iulka; pero no sé, a punto fijo, si corre sangre por sus venas... ¡No tiene corazón! ¡Es fría y blanca como la nieve! ...
Se levantó y comenzó a pasearse, durante algún tiempo, por el cuarto, sin hablar, y, a lo que me parecía, para ocultar su emoción; luego, deteniéndose de pronto, dijo:
-Perdóneme, creo que hablábamos de poesías populares...
-En efecto, señor conde.
-Después de todo, hay que convenir en que ha traducido muy lindamente a Miçkiewicz... «Juguetona como una gata..., blanca como la leche..., sus ojos brillaban como dos estrellas...» Es su retrato. ¿No lo ve así?
-Completamente, señor conde.
-En cuanto a esa travesura..., muy impropia indudablemente..., la pobre muchacha se aburre en casa de una anciana tía... Hace una vida de convento.
-En Wilna hacía vida de sociedad. La he visto en un baile dado por los oficiales del regimiento de...
-¡Ah, sí, jóvenes oficiales; he ahí la sociedad que le agrada! Reír con el uno, criticar con el otro, mostrarse coqueta con todos... ¿Quiere ver la biblioteca de mi padre, señor profesor?
Le seguí hasta una gran galería, en la que me hallé con muchos libros bien encuadernados, pero muy de tarde en tarde abiertos, a juzgar por lo empolvado de sus lomos. ¡Figúrense mi alegría cuando uno de los primeros libros que saqué de un armario resultó ser el Catechismus Samogíticus! No pude evitar un grito de placer. No cabe duda que una cierta misteriosa atracción ejerce su influencia sin que lo sepamos... Tomó el libro el conde, y después de hojearlo ligeramente escribió en la cubierta: Al señor profesor Wittembach, recuerdo de Miguel Szémioth. No acertaría a expresar aquí lo grande de mi reconocimiento, y mentalmente me prometía que, después de mi muerte, tan precioso libro sería el ornamento de la biblioteca de la Universidad en la que hice mis estudios.
-Puede considerar esta biblioteca como su gabinete de trabajo - me dijo el conde; no será molestado nunca en ella.

1 Siatelstvo «Su resplandor luminoso»; este es el tratamiento que se da a un conde.
2 Los caballeros de la orden teutónica.

1.078.5 Merimee (Prospero) - 046

Lokis - Cap. III

Al día siguiente, después del desayuno, el conde me propuso dar un paseo. Se trataba de visitar un kapas -con tal nombre conocen los lituanos los túmulos a los que llaman hurgan los rusos- muy célebre en el país, porque, en otros tiempos, los poetas y los brujos, una misma cosa, se reunían allí en ciertas y solemnes ocasiones.
-Puedo ofrecerle -me dijo- un caballo muy manso; siento no poder llevarle en coche; pero, en verdad, el camino por el que vamos a arriesgarnos no lo permite en modo alguno.
Hubiera preferido quedar en la biblioteca tomando notas, mas no creí correcto oponerme al deseo de mi generoso huésped, y acepté. Los caballos nos aguardaban al pie de la escalinata; en el patio había un doméstico con un perro atado. El conde se detuvo un instante y, volviéndose a mí, dijo:
-Señor profesor: ¿entiende usted de perros?
-Muy poco, excelencia.
-El estaroste de Zorany, en donde tengo unas tierras, me envía ese sabueso, del que cuenta maravillas. ¿Quiere verlo?
Llamó al criado, que le trajo el perro. Era un hermosísimo animal. Familiarizado con aquel hombre, saltaba alegremente y parecía lleno de ardor; pero, al acercarse el conde, metió el rabo entre las piernas y reculó como herido de un terror súbito. Le acarició el conde, lo que le hizo aullar de un modo deplorable, y contemplándolo por algún tiempo, con mirada de perito, dijo:
-Creo que será bueno. Que se tenga cuidado con él.
Dicho esto, montó a caballo.
-Señor profesor -me dijo el conde; desde nuestra aparición en la avenida del castillo no habrá dejado de observar el miedo del perro. He querido que fuera usted testigo... Como sabio que es, debe explicar los enigmas... ¿Por qué los animales tienen miedo de mí?
-En verdad, señor conde, aunque honrándome mucho, me confunde con un Edipo. No soy más que un pobre profesor de lingüística comparada. Se podría...
-Tenga en cuenta -interrumpió- que yo no maltrato nunca a los caballos ni a los perros. Me es imposible dar un fustazo al pobre animal que comete una falta sin saberlo. Sin embargo, no puede figurarse la aversión que les inspiro a los caballos y a los perros. Para que se acostumbren a mí, necesito doble tiempo y trabajo que cualquier otro. Mire usted, el caballo que usted monta, he logrado reducirlo al cabo de mucho tiempo; ahora es manso como un cordero.
-Creo, señor conde, que los animales son fisonomistas, y que descubren inmediatamente si la persona que ven por vez primera siente o no simpatía por ellos. Supongo que no quiere a los animales sino por el servicio que le prestan; por el contrario, hay personas que sienten una natural inclinación por algunos de ellos, de lo que inmediatamente se aperciben. Yo, por ejemplo, tengo, desde mi infancia, una instintiva predilección por los gatos. Rara vez huyen de mí cuando me aproximo para acariciarlos: jamás me ha arañado un gato.
-Todo eso es muy posible -dijo el conde. En efecto: ignoro lo que sea sentir simpatía por los animales... Apenas si son mejores que los hombres... Le llevo, señor profesor, a una selva en la que, ahora mismo, existe floreciente el imperio de las bestias, la matecznik, la gran matriz, la gran fábrica de los seres. Si, según nuestras tradicio-nes, nadie ha sondeado las profundidades, nadie ha podido llegar al centro de esos bosques, de esos pantanos, si se exceptúa, claro está, a los señores poetas y brujos, que en dondequiera se meten. Allí viven en república los animales... o bajo un gobierno constitucional, no me atrevo a decirlo fijamente. Los leones, los osos, los antes, los yubrs -que son nuestros bisontes, todos viven juntos y en buena armonía. El mamut, que aun se conserva allí, goza de un gran predicamento. Es, según creo, mariscal de la asamblea. Tienen una policía severísima, y cuando encuentran a algún animal vicioso, lo juzgan y destierran. Cae entonces con fiebre, y se ve obligado a internarse en el país de los hombres, del que difícilmente escapa (1).
-Curiosísima leyenda -exclamé; pero, señor conde, usted habla del bisonte, ese noble animal que César ha descrito en sus Comentarios, y que los reyes merovingios cazaban en la selva de Compiègne; ¿existe aún, realmente, en Lituania, como he oído decir?
-Seguramente. Mi mismo padre mató un yubr, con permiso, claro está, de las autoridades. En el salón ha podido verlo. Yo nunca los he visto por aquí, y creo que son rarísimos. Por el contrario, hay lobos y osos un abundancia. Por la posibilidad de un encuentro con alguno de esos señores, traigo este instrumento -señalándome un tchekhol (2) circasiano que llevaba a la bandolera- y una carabina de dos cañones, mi criado.
Comenzamos a introducirnos en la selva. A poco desapareció el estre-chísimo sendero que nos conducía, viéndonos obligados de continuo a soslayar los enormes árboles de ramaje tan a ras de tierra que nos cerraban el paso. Algunos, derribados y secos de antiguos que eran, se nos ofrecían como una especie de baluarte coronado por una fila de caballos de frisa, imposible de franquear. También vimos charcas profundas cubiertas de nenúfares y lentículas acuáticas, y más lejos algunos claros que daban a la hierba un brillo como de esmeraldas; pero desgraciado del que por allí se aventurase, pues esa rica y engañosa vegetación oculta con frecuencia abismos de lodo en los que caballo y caballero desaparecerían para siempre. Las dificultades del camino interrumpieron nuestra conversación. Por mi parte, me limitaba a seguir con gran cuidado al conde, admirando su imperturbable sagacidad, que le permitía guiarse sin brújula y dar con el camino que más derechamente y a propósito condujera al kapas. Sin duda, había cazado con frecuencia en aquellos bosques salvajes.
Descubrimos, al fin, el túmulo en el centro de un extenso claro del bosque. Era de gran elevación y lo rodeaba un foso, fácilmente perceptible aun a pesar de las malezas y de los hundimientos. A lo que parecía, había sido objeto de excavaciones. En la cumbre vi los restos de una construcción de piedra, en parte calcinada. Una mezcla, en gran cantidad, de cenizas y carbón, y algunos restos de cacharros ordinarios esparcidos acá y allá, demostraban que se había encendido fuego en la cima del túmulo durante un tiempo considerable. Si damos fe a las tradiciones corrientes, en tal sitio y en una cierta época se hicieron sacrificios humanos; pero no hay apenas religión extinguida a la que no se le haya imputado la celebración de tan abominables ritos, y dudo que pudiera justificarse, con testimonios históricos, esa tradición acerca de los antiguos lituanos.
Al descender del túmulo el conde y yo, en busca de nuestros caballos, que aguardaban del lado allá del foso, vimos avanzar hacia nosotros, apoyándose en un bastón y con una cesta en la mano, a una vieja.
-Mis buenos señores -dijo acercándose a nosotros, tengan caridad de mí, por el amor de Dios, y denme con qué comprar un vaso de aguardiente que reanime mi desfallecido cuerpo.
El conde, arrojándole una moneda de plata, le preguntó qué hacía en el bosque, tan alejada de todo paraje habitado. Y ella, en lugar de responderle, le enseñó su cesto abarrotado de setas. Aunque mis conocimientos botánicos son limitadísimos, se me antojó que la mayoría de aquellas setas eran venenosas.
-Buena mujer -le dije, supongo que no intentará comerse eso.
-Mi buen señor -respondió la vieja con una triste sonrisa, los pobres comen cuanto Dios les da.
-Usted no conoce los estómagos lituanos -repuso el conde; son de hierro. Nuestros campesinos se comen todas las setas que encuentran, y hasta les sientan bien.
-Al menos, impediré que se tome el agaricus necator, que veo en su cesta -exclamé.
-Y alargué la mano para coger una seta de las más venenosas; pero la anciana retiró vivamente el cesto.
-Cuidado -dijo con acento de terror- que tienen un guardián... ¡Pirkuns ¡Pirkuns!
Pirkuns, dicho sea de paso, es el nombre samojitico de la divinidad que los rusos llaman Perun, o sea el Júpiter tonans de los eslavos. Si con gran sorpresa oí a la anciana invocar a un dios del paganismo, con mayor aún vi a las setas elevarse. La negra cabeza de una serpiente surgió de entre ellas y se elevó un pie, por lo menos, fuera del cesto. Di un salto atrás y el conde escupió por encima del hombro, conforme a la supersticiosa costumbre de los eslavos, que creen, de esta manera, desviar el maleficio, como los antiguos romanos. La anciana dejó el cesto en tierra, se puso en cuclillas a un lado y después, con la mano extendida hacia la serpiente, pronunció algunas palabras ininteligibles, con apariencias de sortilegio. La serpiente, por un momento, quedó inmóvil; después, enroscándose alrededor del descarnado brazo de la vieja, desapareció por la manga de su gabán de piel de carnero, que era, al parecer, con una mala camisa, toda la indumentaria de aquella Circe lituana. La vieja nos miraba con una risita de triunfo, como un escamoteador que acaba de ejecutar un juego de manos difícil. Había en su rostro esa mezcla de astucia y estupidez que no es rara entre los que se las dan de brujos, en su mayoría, y a la vez, ingenuos y sagaces.
-He aquí -me dijo el conde en alemán- una muestra de color local; una bruja que encanta a una serpiente, al pie de un kapas, en presencia de un sabio profesor y de un ignorante hidalgo lituano. Precioso asunto de cuadro de género para su compatriota Knaus... ¿Tiene usted deseos de que le digan la buenaventura? Se le ofrece aquí la gran ocasión.
Le respondí que me guardaría mucho de fomentar semejantes artes.
-Prefiero –añadí -preguntarle si sabe algo nuevo de esa curiosa tradición que usted me ha referido. Buena mujer -le dije a la vieja, ¿no has oído hablar de un cantón de esta selva, en el que los animales viven en comunidad, desconocedores del imperio del hombre?
La vieja hizo con la cabeza un signo afirmativo, y, con su risita, medio boba medio maliciosa, repuso:
-De ahí vengo. Los animales se han quedado sin rey. Noble, el león, ha muerto, y van a elegir otro en su lugar. Ve allí y acaso te hagan rey.
-¿Qué dices, mujer? -exclamó el conde estallando de risa. ¿Sabes tú a quién le hablas? Por lo visto ignoras que este caballero es... (¿Cómo diablo se dice un profesor en ymud?) El señor es un gran erudito, un sabio, un vaidelote (3).
La vieja le miró con atención.
-Me he equivocado -dijo; eres tú quien debe ir allá abajo. Tú serás el rey de ellos, no ése; eres alto y fuerte, y tienes dientes y ganas...
-¿Qué dice usted de los epigramas que nos dispara? -me dijo el conde.
-¿Sabes el camino, viejecita mía? -le preguntó.
La vieja señaló con la mano una parte del bosque.
-Sí, ¿eh? -repuso el conde; y ¿cómo te arreglas para atravesar el pantano? Ha de saber usted, señor profesor, que del lado que ella indica hay un pantano infranqueable, un lago de lodo líquido recubierto de hierba. El año último un ciervo herido por mí se arrojó en ese demonio de lodazal. Le vi hundirse poco a poco... Al cabo de dos minutos no veía más que las astas; poco después desapareció del todo y dos de mis perros con él.
-Pero yo no soy pesada -dijo la vieja riéndose burlonamente.
-Yo creo que atraviesas el pantano con facilidad a horcajadas sobre una escoba.
Un resplandor colérico brilló en los ojos de la vieja.
-Mi buen señor -dijo recuperando la humilde y gangosa voz de los mendigos: ¿no tuvieras un poco de tabaco para una pobre mujer? Mejor harías -añadió bajando la voz- en buscar el camino del pantano que en ir a Dowghielly.
-¡Dowghielly! -exclamó el conde enrojeciendo...
-¿Qué quieres decir?
No pude por menos que observar el efecto extraño que aquella palabra le producía. Evidentemente estaba turbado; bajó la cabeza, y, para ocultar su turbación, se tomó la molestia de abrir el bolso del tabaco, suspendido de la empuñadura de su cuchillo de caza.
-No, no vayas a Dowghielly -repuso la vieja. La palomita blanca no es para ti. ¿Verdad, Pirkuns?
En aquel momento la cabeza de la serpiente asomó por el cuello del viejo gabán alargándose hasta la oreja de su ama. El reptil, amaestrado sin duda de esta suerte, movió las mandíbulas como si hablara.
-Dice que tengo razón -añadió la vieja.
El conde le puso en la mano un puñado de tabaco.
-¿Me conoces? -le preguntó.
-No, mi buen señor.
-Soy el propietario de Medintiltas. Ve a verme uno de estos días. Te daré tabaco y aguardiente.
La vieja le besó la mano y se alejó a zancajadas. En un instante la perdimos de vista. El conde quedó pensativo, atando y desatando las cintas del bolso, sin darse mucha cuenta de lo que hacía.
-Señor profesor -me dijo después de un muy largo silencio, ¿se va usted a burlar de mí? Esta vieja tunantona me conoce mejor de lo que dice, y el camino que acaba de indicarme... Después de todo, nada hay de sorprendente en esto. En la comarca se me conoce por el lobo blanco. La muy bribona me ha visto más de una vez camino del castillo de Dowghielly... Hay en éste una señorita casadera, y de aquí ha deducido que estoy enamorado... Después, algún lechuguino le habrá untado la mano para que me profetice una mala noticia... Todo esto salta a la vista; sin embarga... a pesar mío sus palabras me inquietan y casi me producen espanto... Ríase, sí, que tiene razón... Lo cierto es que tenía proyectado ir al castillo de Dowghielly para que nos invitaran a comer, y ahora dudo... ¡Soy un grandísimo loco! En fin, señor profesor, decida usted. ¿Vamos?
-Me guardaré mucho de dar mi opinión -respondí riendo. En materia de casamiento no aconsejo jamás.
Nos acercamos a los caballos. El conde montó ágilmente de un salto, y abandonando las bridas dijo:
-¡Que el caballo decida por nosotros!
El caballo no dudó; penetró al momento por una vereda que nos dejó, después de muchos rodeos, en un camino de herradura que conducía a Dowghielly. Media hora más tarde nos deteníamos ante la escalinata del castillo.
Al ruido de nuestros caballos, una linda cabeza rubia apareció en la ventana entre las cortinas. Reconocí a la pérfida traductora de Mickiewicz.
-iBienvenido! -dijo. No podía llegar más a tiempo, conde Szémioth. Acabo de recibir un vestido de París. Estaré tan bella con él, que no me reconocerá.
Cayeron las cortinas. Mientras subía la escalinata, el conde murmuraba entre dientes:
-No es por mí, seguramente, por quien estrena este vestido...
Me presentó a la señora Dowghiello, la tía de la panna Iwinska, que me recibió atentamente y me habló de mis últimos artículos en la Gaceta Científica y Literaria, de Koenigsberg.
-El señor profesor -dijo el conde- viene a quejarse a usted de la señorita Juliana, que le ha jugado una mala partida.
-Es una chiquilla, señor profesor, y no hay más remedio que perdonarla. Sus locuras me desesperan con frecuencia. A los dieciséis años yo era más razonable que ella lo es a los veinte; pero, en el fondo, es una buena muchacha, adornada de sólidas cualidades. Sabe música, pinta flores admirablemente, habla de igual modo el francés, el alemán y el italiano... También borda.
-¡Y hace versos ymudes! -añadió riendo el conde.
-¡De eso es incapaz! -exclamó la señora Dowghiello, a quien fué necesario explicarle la travesura de su sobrina.
La señora Dowghiello era instruida y conocedora de las antigüedades de su país. Su conversación me fué muy agradable. Leía con frecuencia nuestras revistas alemanas, y sus nociones lingüísticas eran certeras.
Confieso que no me di cuenta del tiempo que tardaba en arreglarse la señorita Iwinska; pero al conde le pareció excesivo, porque se levantaba, volvía a sentarse, miraba a la ventana y tamborileaba en los cristales como el hombre que pierde la paciencia.
Por fin, al cabo de tres cuartos de hora apareció, seguida de su institutriz francesa, la señorita Juliana, llevando con gracia y arrogancia un vestido que exigiría para describirlo conocimientos muy superiores a los que en tal materia poseo.
-¿No estoy bella? -preguntó al conde, girando lentamente sobre ella misma para que la pudiera ver por todos lados.
No miraba al conde ni a mi: sólo miraba a su vestido.
-¿Cómo, Iulka -dijo la señora Dowghiello, no saludas al señor profesor, que está quejoso de ti?
-¡Ah, señor profesor! -exclamó con una encantadora mueca. ¿Qué le he hecho yo? ¿Acaso va a imponerme una penitencia?
-No haré yo tal cosa, señorita -le respondí, pues sería privarnos de su presencia. Estoy muy lejos de quejarme. Me felicito, al contrario, por haber sabido, gracias a usted, que la musa lituana renace más brillante que nunca.
Bajó la cabeza, y cubrióse el rostro con las manos muy cuidadosamente para no desarreglarse sus cabellos:
-¡Perdóneme, no lo haré más! -dijo con esa voz del niño que acaba de robar unos dulces.
-La perdonaré, querida Pan¡ -le dije cuando me cumpla cierta promesa que tuvo a bien hacerme en Wilna, en casa de la princesa Katazyna Paç.
-¿Qué promesa? -dijo levantando la cabeza y riendo.
-¿Se le ha olvidado ya? Me prometió que, si volvíamos a encontrarnos en Samojicia, me haría conocer una cierta danza del país, de la que usted cuenta maravillas.
-iOh, la rusalka! Estoy encantadora en ella. Y aquí, justamente, tenemos al hombre que me hace falta.
Corrió a una mesa, en la que había algunos cuadernos de música, hojeó uno precipitadamente, lo puso en el piano, y, dirigiéndose a su institutriz:
-Vamos, querida mía, allegro presto.
Y tocó ella misma, sin sentarse, el ritornello para indicar el compás.
-Llegue aquí, conde Miguel; es usted demasiado lituano para que no baile bien la rusalka..., pero tiene que bailarla como un campesino, ¿sabe usted?
La señora Dowghiello trató de amonestarla, aunque en vano. El conde y yo insistíamos. Tenía aquél sus razones, pues su papel en el dicho baile era agradabilísimo, como se verá muy pronto. La institutriz, tras algunos ensayos, dijo que podía tocar aquella especie de vals, por extraño que fuese, y la señorita Iwinska, después de apartar algunas sillas y una mesa, por si estorbaban, cogió por la solapa a su caballero y lo condujo al centro del salón.
-Sabrá, señor profesor, que soy una rusalka, para servirle.
E hizo una reverencia.
-Una rusalka es una ninfa de las aguas. En todas esas charcas de negra superficie que embellecen nuestros bosques, hay una. ¡ No se aproxime a ellas! La rusalka, más hermosa aun que yo, si es posible, surge, le lleva al fondo, y allí, a lo que parece, se lo engulle...
-¡Una verdadera sirena! -exclamé.
-Él -continuó la señorita Iwinska, señalando al conde Szémioth - es un joven pescador bastante bobo, que se expone a mis garras, y yo, para que el placer se alargue, pretendo fascinarle danzando un momento alrededor de él... ¡Ah, pero, para que resulte bien, necesi-taba un sarafán (4). ¡Qué lástima... Pero usted disculpará la indu-mentaria, que no tiene carácter ni color local... ¡Oh, y llevo zapatos! ¡Imposible danzar la rusalka con zapatos!... ¡Y con tacones, que es lo peor!
Se levantó la falda, y, sacudiendo con suma gracia su lindo y pequeño pie, aun a riesgo de enseñar la pierna, lanzó el zapato a un extremo del salón. Siguió al primero el otro, y quedó sobre el pavimento con sus medias de seda.
-Ya estoy lista -dijo a la institutriz.
Y comenzó la danza.
La rusalka gira una y otra vez en torno de su caballero. Éste extiende los brazos para cogerla, pero ella pasa por debajo y escapa. Todo esto es muy gracioso, y la música tiene movimiento y originalidad. Termina el baile en el momento mismo en que el caballero, creyendo coger a la rusalka para darle un beso, da un salto ella, le golpea en el hombro, y él cae a sus pies como muerto... Pero el conde introdujo una variante, que fué sujetar a la locuela entre sus brazos y besarla cuanto quiso. La señorita Iwinska lanzó un grito, en-rojeció hasta los ojos, y fué a caer en un sofá, un poco enfadada, quejándose de que la hubiera oprimido, como un oso que era. Corno pudo ver, la comparación no satisfizo al conde, pues le recordaba una desgracia de familia: su frente se oscureció. Por mi parte, di las gracias a la señorita Iwinska, y elogié su danza, en la que me pareció descubrir un marcado carácter de antigüedad, que me recordaba las sagradas danzas de los griegos. Un doméstico me interrumpió, anunciando al general y a la princesa Veliaminof. La señorita Iwinska saltó desde el sofá a los zapatos, metió en ellos apresuradamente sus diminutos pies, y corrió al encuentro de la princesa, a la que hizo, una tras otra, dos profundas reverencias, que aprovechó, como pude notar, para encajarse del todo, y diestramente, los zapatos. Acompañaban al general dos ayudantes de campo, y, como nosotros, venían a comer lo que hubiera. En cualquier otro país, a lo que pienso, se hubiera visto un poco apurada la dueña al recibir a la vez seis huéspedes inesperados y con buen apetito; pero tal es la abundancia y la hospitalidad de las casas lituanas, que la comida no se hizo esperar más de media hora, aunque pecaba por la abundancia de empanadas de todas clases.

1Véase Messire Tkaddé, de Milkizwicz, y la Pologne captive, de M. Charles Edmond.
2 Estuche de fusil circasiano.
3 Mala traducción de la palabra profesor. Los vaidelotes eran bardos lituanos. (N. del A.)

4 Traje sin corpiño que usan las campesinas.