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martes, 2 de septiembre de 2014

Viaje a la isla de los placeres

Después de haber viajado largo tiempo por el Pacífico, vimos desde lejos una isla de azúcar, con montañas de compota, rocas de azúcar cande y cara­melo y arroyos de jarabe, que fluían por la campiña. Los habitantes, que por cierto eran muy golosos, lamían los caminos y chupábanse los dedos, después de haberlos hundido en las corrientes. Había allí bosques de regaliz y grandes árboles que destilaban la miel de los panales, cayendo en la boca de los viajeros, si tenían gusto de abrirla. Como todas estas dulzuras nos parecieron insípidas, quisimos visitar otros países de gusto más refinado. Se nos aseguró que, en efecto, a diez leguas de allí existía un lugar con minas de jamón, de embutidos y de guisado sazonado con pimienta. Se ahondaba en estas mi­nas lo mismo que en las de oro del Perú. También se hallaban allí ríos de salsa con cebollino. Los mu­ros de las casas eran de carne de pato. Llovía vino tinto, cuando el cielo se cargaba; y en los días bue­nos el rocío de la mañana era como el vino blanco de Grecia o de la Provenza. Para ir a esta isla fuimos al puerto, donde doce hombres de estatura colosal y de fuerza prodigiosa soplaron tan fuertemente, que nos hincharon nuestras velas y nos dieron viento favorable; apenas llegamos a la otra isla encontramos mercaderes que vendían apetito, porque éste falta con frecuencia a causa de tantos guisos. Otros ven­dían sueño. El precio estaba regulado por el tiempo, de modo que se pagaba más por los sueños largos que por los cortos. Los sueños hermosos eran los más caros.
Yo, con mi dinero, compré los más agradables y, como estaba muy cansado, me fui a dormir. Pero en cuanto estuve echado, oí un gran ruido; tuve miedo y comencé a pedir socorro. Dijéronme que era la tierra que se abría. Yo me creía perdido; pero se me aseguró que se abría todas las noches, a una hora determinada, para vomitar con gran esfuerzo ríos hirvientes de chocolate espumoso y licores helados de todas clases. Me levanté en seguida para probar­los y, a fe, que estaban deliciosos. Seguidamente volví al lecho y quedé dormido; soñé que el mundo era de cristal; que los hombres se mantenían de los más agradables perfumes, y no podían caminar si no era danzando, ni hablar, sin cantar; que usaban alas para hendir los aires y aletas para cruzar los mares. Estos hombres eran como el pedernal de los fusiles, pues no se les podía tocar sin que echase chispas. Se inflaban como una mecha, y no podía menos de sonreírme viendo viendo cuán fácilmente se les im­presionaba. Pregunté a uno de ellos cómo se halla­ban tan animados, y para contestarme que nunca se dejaban llevar de la cólera, me lo dijo enseñándome el puño.
Apenas desperté cuando vino hacia mí un ven­dedor de apetito preguntán-dome de qué quería tener hambre; y quise que me vendiera relajamiento de estómago. A cambio de mi dinero me dio doce sa­quitos de tafetán, que, puestos sobre mí hacían las veces de doce estómagos, consintiendo comer du­rante el día y digerir fácilmente y cada día, doce banquetes. En cuanto hube comprado los doce sa­quitos comencé a sentir un hambre voraz. Pase el día gozando los doce deliciosos festines. Al terminar uno ya comenzaba a sentir hambre y comenzaba el otro. Mas, como tenía más avidez que hambre, en reali­dad no comía sino que devoraba; al contrario de las gentes de aquel país, que eran de una delicadeza y corrección exquisita. Al llegar la tarde estuve aver­gonzado de haberme pasado el día sentado a la mesa, como un caballo atado a su pesebre. Por esto tomé la resolución de pasar el día siguiente nutriéndome de buenos olores. Me dieron para desayunar perfume de naranja. Para comer me dieron una alimentación más fuerte: me sirvieron nardos y después piel de España. Para la colación me dieron solamente jun­quillos. A la hora de cenar me ofrecieron grandes ramos, donde aparecían toda clase de flores olorosas, y buen número de pomos con toda suerte de per­fumes. Por la noche tuve una indigestión por haber sentido durante todo el día tantos olores nutritivos. Al día siguiente ayuné para desquitarme de la fatiga de los días anteriores. Me dijeron que en aquel país existía una villa muy singular, a la cual me llevarían en un carruaje completamente desconocido. Y, en efecto, se me hizo entrar en una pequeña cesta de madera muy ligera, toda cubierta de grandes plumas. Cuatro aves, grandes como avestruces de inmensas alas, tiraban de la cesta por medio de cuerdas de seda. Estos pájaros tomaron en seguida el vuelo y yo les dirigí hacia oriente, por la ruta que me habían señalado, empuñando las riendas. Veía a mis pies las altas montañas, y tan rápidamente volábamos, que casi me faltaba el aliento. En una hora llegamos a la renombrarla villa. Era toda ella de mármol y tres veces más grande que París; toda ella no era sino una sola casa. Tenía 24 patios, cada uno de los cuales era más grande que el mayor palacio del mundo; en medio de estos 24 patios, abríase otro, que hacía el número veinticinco, seis veces mayor que los demás. Todos los pisos de esta casa eran iguales, porque en aquella ciudad reinaba una igualdad absoluta para todos los habitantes. Allí no hay criados ni gente baja; cada cual se sirve a sí mismo; nadie era servidor de nadie; solamente hay allí ayudas, que son unos pequeños gnomos espirituales y vertiginosos que proporcionan a todos cuanto desean.
Cuando llegué fui recibido por uno de estos es­píritus, el cual, juntándose conmigo, hizo que al instante de desear algo lo consiguiera seguidamen­te. Como estos pedidos se iban realizando, pronto me cansé de desear; comencé, por experiencia, a en­tender que es mejor pasar, sin las cosas superfluas, que ir alimentando siempre nuevos deseos, sin po­der jamás detenerse en el goce tranquilo de algún placer.
Los habitantes de esta ciudad iban pulquérrimos; eran dulces y educa-dísimos. Me recibieron como si yo fuera uno de ellos. Cuando quería pedirles algo, se adelantaban a mis deseos y los corres-pondían, sin necesidad de que les explicase nada. Me sorprendió que jamás hablaban entre sí; leían en los ojos de los demás lo que pensaban, como se lee en un libro; cuando querían guardar sus pensamientos no hacían más que cerrarlos. Me llevaron a un salón donde se hacía música, de perfumes; pues para ellos los per­fumes son armoniosos, como para nosotros los so­nidos. Así, un conjunto de perfumes dulces y fuer­tes, en diferentes grados, combinándose, producían una armonía soberana, hiriendo el olfato, a la ma­nera que la música hiere el oído. En aquel país las mujeres gobiernan a los hombres; son jueces, maestros y guerreros. Los hombres se acicalan y arreglan todo el día; hilan, cosen y bordan, y sufren los gol­pes de las mujeres, cuando ellas les castigan por ha­ber sido desobedientes. Dicen que esto sucede de algún tiempo a esta parte porque los hombres afe­minados, volviéronse lacios, preciosos e ignorantes, llegando a dejarse gobernar por las hembras. Y así ellas se aprestaron a poner remedio a los males que habían sobrevenido a la república. Abrieron escuelas públicas donde aprendían y se perfeccionaban las mujeres mejor dispuestas. 
Desarmaron a sus mari­dos. Los separaron de la carrera judicial; se encar­garon del orden público, decretaron nuevas leyes y las hicieron observar, salvando la cosa pública de la ruina total que habían ido preparando la poca apli­cación, la ligereza y la molicie de los hombres.
Después de ensayar este orden de cosas, y fatiga­do con tantos festines y delicadezas, llegué a la con­clusión de que los placeres de los sentidos, aun va­riados y fáciles de adquirir, envilecen y quitan la felicidad de los hombres. Y así me alejé de aquellas tierras, aparentemente tan deliciosas, y de retorno a mi casa hallé un camino sobrio, un trabajo mode­rado y unas costumbres puras; y en la práctica de la virtud, la salud y la dicha que no me había podido procurar la continuidad de los buenos manjares ni la variedad de los placeres.

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Un viaje supuesto en 1690

Hace unos años hicimos un viaje hermosísimo que os será grato conocer detalladamente. Partimos de Marsella con dirección a Sicilia y con objeto de visitar el Egipto. Llegamos a Damietta y desde allí pasamos al Gran Cairo.
Bordeando el Nilo, nos remontamos hacia el sur, empeñados en llegar al Mar Rojo. En éste hallamos un navío que se dirigía a ciertas islas que aseguraban ser más deliciosas que las Afortunadas. La curiosidad de conocer tales maravillas nos decidió a embarcar­nos; navegamos durante treinta días y por fin vis­lumbramos la costa. A medida que nos aproximá­bamos a ella sentíamos con mayor intensidad los perfumes que aquellas islas difundían sobre el mar.
En cuanto desembarcamos nos apercibimos de que los árboles de aquella isla formaban un bosque con olor a cedro. Se hallaban al mismo tiempo cu­biertos de frutos deliciosos y de flores de un olor exquisito. La misma tierra, muy negra, sabía a cho­colate y con ella se hacían pastillas. Las fuentes eran de licores helados: una ofrecía jugo de grosellas; otra agua de azahar; otras, licores deliciosos de todas clases. En aquellas islas no había casas, porque el aire no era demasiado frío, ni demasiado caliente. Bajo los árboles extendíase lechos de flores donde se podía dormir blandamente; durante el sueño se soñaban nuevos placeres y salían de la tierra unos vapores que representaban a la imaginación objetos aún más encantadores que los que veían los ojos; y así, más se dormía por placer que por necesidad. Todos los arroyos de la campiña eran musicales y daban sus conciertos.
Los céfiros no agitaban las hojas de los árboles, sino con norma a fin de producir dulces armonías. En todo aquel hermoso país había cascadas natura­les, cuyas aguas, al caer sobre roquedales, producían una memoria semejante a la de los mejores instru­mentos de música. No había pintores en todo el país; pero cuando se quería tener el retrato de un amigo, un hermoso paisaje o la representación de cualquier objeto, se ponía agua en los grandes es­tanques de oro o de plata, situando junto a ellos lo que se deseaba retratar, retratando en ellos la imagen deseada. No había necesidad de levantar edificios; pero se los construía sin trabajo. Había montañas cubiertas de césped florido debajo del cual aparecía un mármol más sólido que el nuestro y tan tierno como la mantequilla, que se podía transportar más fácilmente que el corcho, y así no había más que cortarlo con un cuchillo para construir las montañas y palacios o templos de arquitectura magnífica, que luego los niños podían transportar a la plaza o donde se quisiera.
Los hombres eran sobrios, nutriéndose de olores exquisitos. Los que deseaban un manjar más fuerte, comían pastillas de chocolate hechas de tierra y be­bían los licores que manaban helados de las fuentes. Los que empezaban a envejecer entraban en una profunda caverna, donde durante ocho días tenían sueños agradables; en esta caverna no era permitido entrar luz alguna. Al cabo de los ocho días se des­pertaban con un vigor nuevo; los cabellos se habían dorado; habían huido las arrugas y caído la barba; recobraban, en una palabra, la más tierna juventud. En este país todos los hombres tenían talento, pero nunca se usaba de él. Hacían venir esclavos de países extranjeros y estos pensaban por ellos, porque creían que no era digno de ellos tomarse la pena de pensar. Cada uno quería tener pensadores de alquiler, como aquí se alquilan palafreneros para evitarse el trabajo de caminar.
Los hombres que vivían en medio de tantas de­licias y magni-ficencias eran muy libres; en todo el país no había nada hediondo, ni menos propio que la porquería de sus narices, no sintiendo horror más que a la comida. Allí no había elegancia, ni cultura. Se amaban a ellos solos; tenían un aire salvaje y fe­roz; cantaban bárbaras canciones sin sentido alguno. ¿Abrían la boca? Era para decir un despropósito. Cuando escribían no trazaban rectamente como nosotros, sino en curva. Lo que más me sorprendió fue que, cuando bailaban, lo hacían con los pies para dentro; se tiraban de la lengua y hacían mil monerías que no se ven en Europa, en Asia ni en la misma África, donde hay tantos monstruos. Eran fríos, timidos y vergonzosos delante de los extranjeros y atrevidos y arrebatados entre sus familiares.
A pesar de ser el clima tan dulce y el cielo tan inconstante, el humor de aquellos hombres era in­constante y rudo. He aquí un remedio muy bueno para endulzarles. En estas islas, ciertos árboles dan un fruto de forma alargada. Cuando este fruto es cogido, se le quita lo que es bueno y delicioso y queda una corteza dura en forma de cruz, como una figura de loto con filamentos duros y firmes que van de una parte a otra. Al pulsar estas cuerdas se pro­ducen los sones que uno quiere. No hay más que pronunciar el nombre del aire que quiere sobre las cuerdas y enseguida queda éste impreso. Esta ar­monía endulza un poco los espíritus feroces y vio­lentos. Pero, a pesar de la alegría de la música, re­tornan pronto al humor sombrío e incompatible.
Preguntamos cuidadosamente si en aquel país había leones, osos, tigres y panteras, y supimos que allí sólo los hombres eran feroces. Con gusto nos hubiéramos quedado, pero el humor insoportable de sus habitantes nos hizo renunciar a ello. Para li­brarnos nos reembarcamos y retornamos por el mar Rojo a Egipto y desde allí a Sicilia, adonde llegamos a los pocos días, y después a Palermo y a Marsella, siempre empujados por un viento favorable.
Renuncio a contaros muchas otras circunstancias maravillosas de aquel país y de las costumbres de sus habitantes. Si sentís curiosidad de conocerlas, fácil me será complaceros. Pero ¿qué tendríais más con ello? Pensaríais que no es un cielo hermoso, ni una tierra fértil y risueña lo que cansa a los sentidos. ¿Por ventura no es esto lo que nos degrada, lo que nos hace olvidar que tenemos un alma razonable y nos obliga a ser negligentes en el cuidado de vencer nuestras inclinaciones perversas y de trabajar para ser más virtuosos?

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Los dos zorros

Dos zorros entraron de noche y por sorpresa en un gallinero y estrangularon al gallo, las gallinas y a los polluelos y, después de la carnicería, apaciguaron su hambre. Uno de ellos, joven y ardiente, quería devorarlo todo; el otro, viejo y avaro, quería guardar alguna provisión para más adelante. El viejo decía:
-Hijo mío, la experiencia me ha vuelto sabio: yo he visto muchas cosas desde que estoy en el mundo. No comamos todo esto en un solo día. Hemos te­nido fortuna; es un tesoro lo que hemos encontrado y es preciso economizar.
El joven contestó:
-Yo quiero comerlo todo ahora que lo tengo y saciarme por ocho días; porque riámonos de lo que pueda suceder; el mañana no será tan bueno: el amo, para vengar la muerte de sus pollos, nos acogotará.
Después de esta conversación cada cual cogió su parte. El joven comió tanto que reventó; apenas pudo llegar a su madriguera para morir. El viejo, que se creyó más sabio moderando su apetito y vivir economizando, al día siguiente, al volver a su presa, fue acogotado por el amo.
Así, cada edad tiene sus defectos; los jóvenes son fogosos e insaciables en sus placeres; los viejos son in­corregibles en su avaricia.

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Los dos ratones

Un ratón, cansado de vivir entre peligros y alar­mas por causa de Mitis y de Rodilardo[1], que solían hacer gran carnicería en la nación ratonil, llamó a la comadre que vivía en un agujero de la vecindad.
-He tenido -le dijo- una buena idea. Por ciertos libros que he roído estos pasados días supe que existe un hermoso país llamado las Indias, donde nuestro pueblo es mejor tratado y goza de más seguridad que aquí. En aquellos países lejanos creen los sabios que el alma del ratón fue en otro tiempo el alma de un gran capitán, de un rey o de un fakir maravilloso, pudiendo, después de la muer­te del ratón, entrar en el cuerpo de una bella dama o de un gran sabio. Si no recuerdo mal llamaban a esto metempsicosis. Como tienen esta creencia, tratan a los animales con un cariño fraternal, habiendo le­vantado hospitales de ratones, donde viven en pen­sión, mantenidos como personas de mérito. Vámo­nos, pues, hermana mía, y hágase por fin justicia a nuestros méritos
La comadre contestó:
-Pero ¿es que en ese hospital no entran los ga­tos? Porque si entran realizarán muy a prisa la me­tempsicosis y con un golpe de sus garras o de sus dientes harán un faquir o un rey, y en este caso no creo lo pasemos tan bien como supones.
-No temáis esto -contestó el ratón; en aquel país el orden es perfecto y los gatos tiene sus casas, como los nuestros las suyas, y tiene también aparte sus hospitales para sus inválidos.
Después de esta conversación partieron juntos, embarcándose en una navío de gran escala, escu­rriéndose por las cuerdas de las amarras, la víspera de su salida. Los dos ratones ansiaban verse ya en alta mar, lejos de aquellas tierras malditas donde los ga­tos ejercen una tiranía cruel. Por fin parte el buque. La navegación fue muy feliz; pronto llegaron a Su­crates, no para amasar riquezas como los mercaderes, sino para hacerse tratar bien por los indios. En cuanto entraron en una casa de ratones quisieron ocupar los primeros puestos. El uno pretendía haber sido en otro tiempo un brahmán famoso en las costas de Malabar, y la otra, una bella dama del mismo país, de largas y hermosas orejas...
Tan insolentes se hicieron, que los demás ratones no podían sufrirlos, lo que causó una verdadera guerra civil, no concediéndose tregua a los dos eu­ropeos que pretendían hacer leyes para los demás, y en lugar de ser estrangulados por los gatos, fueron muertos por sus propios hermanos.
Bien está huir lejos del peligro: pero si no se es modesto y sensato, aun lejos, hállase la desgracia; porque cada cual puede hallarla consigo mismo.

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[1] Héroes gatunos de Rabelais.

Los animales se reúnen en asamblea para elegir rey

Habiendo muerto el león, todos los animales fue­ron a su madriguera con objeto de dar el pésame a la leona, su viuda, cuyos gemidos resonaban en las montañas y en las forestas. Después de haberle he­cho los debidos cumplimientos, discurrieron sobre la elección del nuevo rey; la corona del difunto hallá­base en medio de la asamblea. El cachorro del di­funto era demasiado débil y pequeño para obtener el trono sobre tan fieros animales
-Dejadme crecer -dijo él- y sabré reinar y engrandecerme. Entretanto, yo quiero estudiar la historia de las hermosas acciones de mi padre, para un día saber igualarle en su gloria.
-Por lo que a mí toca -dijo el leopardo, como soy el animal que más se parece al león, pre­tendo ser coronado.
Y objetó el oso:
-Me hicisteis una injusticia prefiriendo al león a mi persona; porque yo soy fuerte, valeroso carnicero tanto o más que él, y tengo, además, la cualidad de poder subir a los árboles.
-Juzgad, señores -dijo el elefante, que no existe animal alguno que pueda compartir la gloria de ser tan grande, tan fuerte y tan bravo como yo.
-Yo soy el más noble y el más bello de los ani­males -dijo el caballo.
-Y yo el más fino de todos ellos -objetó la ra­posa.
-¡Y yo el más ligero en las carreras! -dijo el ciervo.
-Pues ¿seríais capaces de hallar un animal más industrioso y agradable que yo? -contestó el mo­no. Divertiré todos los días a mis súbditos. Soy el más parecido al hombre, que es el rey de la creación.
Entonces el papagayo habló de esta manera:
-Puesto que haces alarde de tener mucho pare­cido con el hombre, más puedo envanecerme yo de ello. Tú le pareces por tu feo semblante y tus hechos ridículos; pero yo me parezco a él por la voz, que es la marca de la razón y constituye su más bello or­namento...
Y contestó el gorila:
-¡Cállate ya! ¡Charlatán! Tú hablas, pero no como habla el hombre; dices las mismas palabras, sin saber lo que dices.
La asamblea burlóse de los malos copistas del hombre y entregó la corona al elefante, porque tiene fuerza y sabiduría, sin ser cruel como las demás bestias furiosas y sin tener la necia vanidad de tantos otros que quieren parecer lo que no son en realidad.

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Las abejas y los gusanos de seda

Cierto día las abejas volaron hasta el Olimpo, llegando hasta los pies del trono de Júpiter para re­cordarle que tuviese cuidado de ellas en atención al que ellas habían tenido de él, nutriéndole con su miel en el monte Ida, durante su infancia. Júpiter hubiera querido concederles los primeros honores sobre los demás animales, pero Minerva, que presi­de las artes, le hizo presente que había otra especie que disputaba a las abejas la gloria de las invenciones útiles. Júpiter quiso saber el nombre de esta especie, y le contestó Minerva:
-Son los gusanos de seda.
Entonces el Padre de los dioses ordenó a Mercu­rio que le llevase sobre las alas de los dulces céfiros, los diputados de aquel pequeño pueblo, a fin de poder juzgar después de oír ambas partes.
La abeja embajadora de su nación le hizo presente la dulzura de la miel, que es néctar de los hombres,
su utilidad y el arte con que es elaborada; después le habló también de las leyes políticas por que se rige la república de las colmenas.
-Ninguna otra especie -decíale- puede va­nagloriarse de esto, y es una recompensa haber po­dido nutrir en una cueva al Padre de los dioses. Además nosotras poseemos el valor bélico cuando nuestra reina anima a las tropas en los combates... ¿Es posible que estos viles y despreciables insectos osen discutirnos el primer rango? Ellos no saben más que arrastrarse, mientras que nosotras hendimos el aire con nuestro noble vuelo y con nuestras alas doradas subimos hasta los astros.
El embajador de los gusanos contestó:
-Nosotros no somos más que pequeños gusani­llos; no tenemos aquel gran valor para los combates, ni aquellas sabias leyes; pero cada uno de nosotros ostenta las maravillas de la naturaleza y se consume en un trabajo útil. Sin necesidad de leyes vivimos en paz, de modo que nunca se da la guerra entre noso­tros, mientras que las abejas luchan al cambio de cada reina. Nosotros tenemos las virtudes de Proteo que cambiaba de formas. Unas veces somos peque­ños gusanos compuestos de once pequeños anillos entrelazados con la variedad de los más vivos colores que se admiran en las flores de los jardines. Y ense­guida hilamos para que los hombres se vistan rica­mente, para adornar los tronos y los templos de Dios con magnificencia. Luego nos transformamos en bellota viva, palpitante, envuelta en una seda, que no es como la miel que se corrompe, sino que perdu­ra... Después de estos procedimientos nos tornamos mariposas profusamente adornadas de los más ricos colores. Y entonces no cedemos nada a las abejas, puesto que en vuelo llegamos hasta las puertas del Olimpo. Juzgad, pues, Padre de los dioses.
Júpiter hallábase apurado para decidirse: pero al fin declaró que el primer rango correspondía a las abejas por los derechos adquiridos en los tiempos atavicos.
-¿Por qué degradarlas? -dijo: yo les estoy agradecido; pero creo que los hombres deben aún más a los gusanillos de seda.

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La partida de licon

Tan pronto la Renombrada hubo anunciado, con el son estrepitoso de su trompa, a las rústicas divi­nidades y a los pastores de Cintio, la marcha de Li­cón, el amargo llanto hizo resonar a todos los bos­ques sombríos. Eco repetía tristemente las quejas por los valles vecinos. Ya no se oía el dulce son de la flauta ni el del oboe; hasta los pastores olvidaban sus caramillos. Todo languidecía, comenzando por el tierno verdor de los árboles; los cielos, antes serenos, cargábanse de negras tempestades; y los fieros Aqui­lones sacudían los bosques como en los días inver­nales. Las divinidades campesinas no fueron insensibles a la pérdida; las Dríades salieron de los que­brados troncos de las viejas encinas, llorando la pérdida de Licón. Luego, las divinidades entristeci­das reuniéronse alrededor de un árbol corpulento que elevaba su copa hasta los cielos, cubriendo con su sombra espesa a la tierra madre, desde muchos siglos. En torno de este viejo tronco nudoso y de prodigioso grosor, las Ninfas acudieron para mani­festar su tristeza, como habían acudido antes para ejecutar sus danzas y juegos.
-¡Hecho está! -decían entre sí. Ya no ve­remos más a Licón, porque nos deja; la Fortuna enemiga nos lo quita, para que en adelante sea el ornamento y forme las delicias de otras selvas más dichosas que las nuestras. Ya no podremos escuchar más el encanto de su voz, ni verle disparar con su arco las flechas contra las avecillas fugaces...
Pan, acudiendo, abandonó su caramillo; los Fau­nos y los Sátiros suspendieron sus danzas; los pájaros dejaron de cantar; ya no se oía más que los chistidos de las lechuzas y otros pájaros de mal agüero. Filo­mela y sus compañeras enmudecieron[1]. Entonces Flora y Pomona aparecieron de súbito en medio del bosque, con aire risueño y llevándose de la mano; una iba coronada de flores y las hacía brotar del musgo al paso de sus pies; la otra llevaba consigo el Cuerno de la Abundancia, henchido con todos los frutos que el otoño regala a la Tierra, como premio a las penas sufridas por los mortales durante el invier­no. Luego, dirigiéndose a la asamblea de divinidades conster-nadas, habláronles de la siguiente manera:
-Licón se va, es cierto, pero no abandonará esta montaña consa-grada a Apolo. De nuevo le veréis aquí cultivando los afortunados jardines; su mano plantará los verdes arbustos y cuidará de las hierbas útiles al hombre y hará brotar las flores que son su delicia. ¡Oh, Aquilones! ¡Guardaos de herir con vues­tros soplos tempestuosos estos jardines donde Licón tendrá sus inocentes placeres! Porque preferirá la simplicidad de la naturaleza al fausto y a las diver­siones desordenadas y amará estos lugares, y de buen grado no los abandonará nunca.
A tales palabras la tristeza cambióse en regocijo. Cantáronse elogios a Licón. Díjose que amaría a estos jardines y que mil divinas canciones resonarían en la selva, como cuando Apolo era pastor y con­ducía a los pastos los rebaños de Admeto; y que el nombre de Licón sería conocido desde la antigua floresta hasta las campiñas más apartadas.
El caramillo de los pastores repitió su nombre y hasta los pájaros ocultos entre el ramaje espeso pro­ducían un sonido parecido al nombre de Licón. La Tierra se cubría de flores y enriquecía de frutos. Los jardines, preparando su retorno, solicitaron las gracias de la primavera y los dones muníficos del otoño. Licón miró desde la lejanía y a su mirada fertilizóse la agradable montaña. Luego, después de haber arrancado las plantas salvajes y estériles, podrá re­coger la oliva y el mirto hasta que Marte le otorgue, cuando sea oportuno, los ramos de laurel.

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[1] Figuradamente, los ruiseñores. Filomena había sido metamorfoseada en la figura de este pájaro (Ovidio, Las me­tamorfosis, VI).

La paciencia y la educación corrigen perfectamente los defectos

Una osa dio a luz un pequeño cachorro horri­blemente feo.
No se reconocía en él ninguna forma de animal; era como una masa informe y repugnante. La osa, bien apesadumbrada a un tal hijo, fue en busca de su vecina la corneja, la cual cantaba a la sombra de un árbol murmurando de lo lindo.
-¡Mi buena comadre! -díjole. ¿Qué he de hacer con mi cachorro? ¡Ganas me viene de estran­gularlo!
-¡Guardaos de hacerlo! -contestó la murmu­radora. Yo he visto a otras osas en la misma si­tuación embarazosa que vos. Id, pues; lamed dulce­mente a vuestro hijo y le veréis hermoso y agraciado y os honrará.
La osa creyó fácilmente lo que le dijo la corneja su comadre en favor de su hijo y se esmeró cuidán­dole; y el cachorro, poco a poco, pareció menos disforme.
Yendo luego a dar gracias a su comadre; le habló de esta suerte:
-Si no hubiéseis moderado mi impaciencia hu­biera desgarrado con seguridad al hijo que al pre­sente constituye el placer de mi vida.
¡Cuántos bienes impide la impaciencia y cuántos males causa!

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La abeja y la mosca

Cierto día la abeja vio a una mosca encima de su colmena
-¿Qué haces tú aquí? -le dijo ella con tono furioso. Verdaderamente eres atrevido, vil ani­malejo, mezclándote con las reinas del aire.
-Tienes mucha razón -contestó con frialdad la mosca; es hacer un problema aproximarse a una nación tan fogosa como la tuya.
-Nadie es más sabio que nosotras -dijo la abeja, únicamente nosotras tenemos leyes y una república civilizada; solamente libamos en el cáliz de las flores olorosas y no hacemos más que deliciosa miel comparable al néctar. ¡Lejos de mi presencia,bvillana mosca importuna, que no haces más que zumbar y buscarte la vida entre la basura!
-Vivimos como podemos -contestó la mos­ca: la pobreza no es un vicio; pero sí lo es, y muy grande, la cólera. Vosotras hacéis la miel que es dulce, pero vuestro corazón es siempre amargo: vo­sotras sois sabias con vuestras leyes, pero iracundas en vuestra conducta. Vuestra cólera, que os hace picar a vuestros enemigos, os causa la muerte, y vuestra loca crueldad os hace así peor daño a voso­tras mismas, que a nadie. Es preferible tener unas cualidades menos admirables y un poco más de moderación.

1.092.5 Fenelon (Salignac de la Mothe-Fenelon, François de) - 041

La abeja y la mosca

Cierto día la abeja vio a una mosca encima de su colmena
-¿Qué haces tú aquí? -le dijo ella con tono furioso. Verdaderamente eres atrevido, vil ani­malejo, mezclándote con las reinas del aire.
-Tienes mucha razón -contestó con frialdad la mosca; es hacer un problema aproximarse a una nación tan fogosa como la tuya.
-Nadie es más sabio que nosotras -dijo la abeja, únicamente nosotras tenemos leyes y una república civilizada; solamente libamos en el cáliz de las flores olorosas y no hacemos más que deliciosa miel comparable al néctar. ¡Lejos de mi presencia,bvillana mosca importuna, que no haces más que zumbar y buscarte la vida entre la basura!
-Vivimos como podemos -contestó la mos­ca: la pobreza no es un vicio; pero sí lo es, y muy grande, la cólera. Vosotras hacéis la miel que es dulce, pero vuestro corazón es siempre amargo: vo­sotras sois sabias con vuestras leyes, pero iracundas en vuestra conducta. Vuestra cólera, que os hace picar a vuestros enemigos, os causa la muerte, y vuestra loca crueldad os hace así peor daño a voso­tras mismas, que a nadie. Es preferible tener unas cualidades menos admirables y un poco más de moderación.

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Indiscreta plegaria de neleo, hijo menor de néstor

Entre los mortales amados de los dioses, ninguno lo fue tanto como Néstor; pues volcaron sobre él los dioses los dones más preciosos: la sabiduría, el pro­fundo conocimiento de los hombres y una elo­cuencia dulce e insinuante. Todos los griegos le es­cuchaban con admiración: al llegar a su extrema vejez dominaba en el corazón y en el espíritu de to­dos. Al fin de sus días, los dioses le otorgaron el fa­vor de ver nacer a un hijo de Pisístrato.
Cuando vino al mundo, Néstor lo recibió sobre sus rodillas, y levantando los ojos al cielo, exclamó:
-¡Oh, Palas! Habéis colmado la medida de vuestros favores; ya no puedo desear otra cosa sobre la tierra más que queráis llenar el alma del niño que me habéis dejado ver. Yo espero -¡oh, diosa pode­rosa!- que querréis colmar vuestros beneficios con este nuevo que os pido. Yo no os ruego que me de­jéis ver el tiempo en que se cumplirán mis votos: cortad -¡hija de Júpiter!- el hilo de mis días.
Y habiendo pronunciado estas palabras, un dul­ce sueño cayó sobre sus párpados, pasando al de la muerte: así, sin esfuerzo y sin dolor, su alma aban­donó el cuerpo helado y casi aniquilado por las tres edades del hombre que había sufrido. Aquel pe­queño hijo de Néstor llamóse Neleo. Néstor, a quien la memoria de su padre había sido siempre tan que­rida, quiso que su hijo llevase su nombre. Cuando Neleo salió de su infancia fue a un bosque vecino de la ciudad de Pilos, consagrado a Minerva, con el fin de hacer un sacrificio a la diosa. Cuando las víctimas coronadas de rosas eran degolladas, mientras que los que lo habían acompañado se ocupaban de las cere­monias consiguientes a la inmolación; cuando unos cortaban ramas y los otros hacían brotar el fuego de la piedra, y otros abrían las víctimas alejadas del altar y las cortaban en muchos pedazos, entonces Neleo permanecía aparte.
Le pareció que la tierra temblaba, que de las grie­tas de los árboles salían espantables mugidos, que el altar era de fuego y que de entre sus ramas surgía una mujer de aire tan majestuoso y venerable, que Ne­leo quedó arrebatado. Su estatura era mayor que la humana; sus miradas, más claras que los relámpagos; su belleza no tenía nada de molicie y afeminamien­to; aparecía ungida de gracia, demostrando fuerza y vigor. Neleo, impresionado por la divinidad, se pros­ternó en tierra: Un violento temblor agitaba sus miembros, la sangre se helaba en sus venas; la lengua se le pegaba al paladar, no podía pronunciar palabra alguna y permanecía arrobado, inmóvil y casi sin vida. Entonces Palas le devolvió la fuerza que le había abandonado, diciéndole:
-No temas; he bajado de lo alto del Olimpo para testimoniarte el amor que manifesté a tu abuelo Néstor; yo pongo tu felicidad en mis manos; escu­charé tus votos; mas antes piensa discretamente lo que me hayas de pedir.
Entonces Neleo, volviendo de su éxtasis y anima­do con la dulzura de las palabras de la diosa, sintió en su corazón que no se hallaba en presencia de un ser mortal. Acababa de entrar en la juventud; en aquella edad en que los placeres se comienzan a sen­tir y ocupan y distraen el alma entera y en que no es conocida la amargura siempre inseparable de los placeres, y, por tanto, cuando aún la experiencia no lo había instruido.
-¡Oh, diosa! -exclamó: Si puedo gustar siempre la dulzura de la voluptuosi-dad, todos mis deseos serán cumplidos.
La diosa, antes hermosa y complaciente, tomó a estas palabras un aire frío y serio, contestando:
-Tú no aprecias lo que causan los sentidos. ¡Bien! Ahora serás colmado de los placeres que tu corazón desea.
La diosa desapareció; Neleo abandonó el altar y tomó el camino de Pilos. A su paso vio que nacían y se abrían unas flores de un perfume tan delicioso como los hombres jamás han olido. El país se em­belleció alegrando los ojos de Neleo. La belleza de las Gracias, compañeras de Venus, aparecía en todas las hembras que pasaban junto a él. Todo lo que bebía sabía a néctar, y cuanto comía era am­brosía. Su alma se anegó en un mar de placeres. La voluptuosidad se apoderó del corazón de Neleo; ya no vivió más que para ella; ya no se ocupó más que de las diversiones, que se sucedían las unas a las otras, sin cesar, ni existía un momento en que sus sentidos no fueran satisfechos. Y cuanto más gustaba de los placeres, más ardiente-mente los deseaba. Su espíritu fue dominado por la molicie y perdió el vigor: los negocios le fueron horriblemente pesados y todo lo que exigía seriedad le causaba un tedio mortal. Alejó de su presencia a los sabios consejeros formados por Néstor, que habían sido conser-vados como la más preciosa herencia que aquel príncipe dejara a su hijo menor. La razón, las útiles adver­tencias causaban en él una total aversión y rugía cuando alguien abría los labios con el fin de darle un sabio consejo. Hizo edificar un magnífico palacio donde brillaron el oro, el mármol y la plata, prodi­gándolo todo para contentar a los ojos y aumentar el placer. El fruto de tantos desvelos produjo el enojo y la inquietud. En cuanto deseaba algo, perdía el gusto de ello; fue preciso cambiar de morada: cam­biaba sin cesar de palacio en palacio: los demolía y reedificaba seguidamente.
Ya no le afectaba lo hermoso, ni lo agradable, ni lo singular, ni lo curioso, ni lo extraordinario: lo natural y lo simple le resultaba insípido, cayendo en tal entorpecimiento que ya no veía ni sentía nada si no era a fuerza de sacudidas y de sobresaltos. Pilos, su capital, cambió completamente. Allí antes se tra­bajaba y honraba a los dioses: la buena fe reinaba en el comercio: todo estaba en orden, y el mismo pue­blo encontraba en las ocupaciones útiles, que se su­cedían sin cesar, la comodidad y la paz. Un lujo desenfrenado tomó el lugar de la decencia y las ver­daderas riquezas; se prodigaron las diversiones y todo se dio a la molicie rebuscada. La casa, los jar­dines y los edificios públicos cambiaron de forma; todo resulto a propósito. La grandeza y la majestad, que son cosas modestas, desaparecieron. Y lo más lamentable fue que sus habitantes, siguiendo el ejemplo de Neleo, no amaban ni estimaban, ni de­seaban otra cosa que la voluptuosidad, persiguién­dola a costa de la inocencia y de la virtud. Se agita­ban y se atormentaban para obtener una sombra vana y fugitiva de dicha, perdiendo la tranquilidad y el reposo. Nadie estaba contento, porque el que quiere ser demasiado feliz llega a no poder sufrir nada, ni atender a nada; se envilecieron la agricul­tura y las artes útiles; solamente se apreciaban las que proporcionaban molicie, honores o riquezas.
Los tesoros que Néstor y Pisístrato habían ama­sado pronto fueron disipados, las rentas del Estado fueron presa de la usura y de la codicia. El pueblo murmuraba, los grandes se lamentaban y solamente los sabios guardaban silencio. Por fin, éstos hablaron y su voz respetuosa se hizo escuchar de Neleo. Por fin sus ojos se abrieron y su corazón se enterneció. Buscó el auxilio de Minerva, lamentándose de que la diosa hubiese atendido a sus temerarios votos, con­jurándole a que retirase tan pérfidos dones y le concediera la sabiduría y la justicia.
-¡Qué ciego he sido! -exclamaba; ahora co­nozco mi error, detesto mi falta y la quiero reparar aplicándome a mis deberes, con el fin de aliviar a mi pueblo y encontrar en la inocencia y en la pureza de las costumbres el descanso y la felicidad que vana­mente he buscado en el placer de los sentidos.

1.092.5 Fenelon (Salignac de la Mothe-Fenelon, François de) - 041

Historia del rey alfarote y clarifila

Había un rey llamado Alfarote que era temido de sus vecinos y amado de sus súbditos. Era sabio, bueno, justo, bienhechor y amable; nada le faltaba. Un día le apareció un hada para decirle que sería muy desgraciado si no usaba la sortija que ella mis­ma puso en su dedo. Entonces el rey vio que con el diamante puesto debajo del dedo se hacía invisible y aparecía de nuevo, cuando le daba la vuelta al dedo. Esta sortija le gustó mucho y la llevaba con gran placer. Cuando desconfiaba de alguien ponía la sortija de modo que no se viera el brillante, y sin que nadie se apercibiera descubría entonces todos los secretos de la casa. Cuando temía los designios ad­versos de alguno de los reyes vecinos, podía penetrar hasta su palacio y el salón de los consejos sin ser apercibido de nadie; y así preveníase contra todo lo que se tramaba contra él, descubriendo muchas con­juraciones contra su persona y desconcertando de continuo a sus enemigos. Y no contento con la sor­tija, solicitó del hada poder trasladarse en un ins­tante a cualquier parte, a fin de hacer más útil el poder de la sortija, que le hacía invisible. Pero el hada contestó, suspirando:
-Me pides demasiado. Temo que este don que pides te sea funesto.
Pero el rey no la escuchó, sino que continuó ro­gándole que le concediera su pedido. Por fin ella dijo:
-Está bien. Puesto que lo quieres, te lo conce­deré, a pesar de que no quisiera concedértelo; y te arrepentirás de haberlo conseguido.
Entonces le frotó las espaldas con un licor oloroso y él sintió que le nacían alas en la espalda. Debajo del vestido no eran notadas, pero cuando quería volar bastaba tocarlas para que alcanzasen grandes proporciones, de modo que su vuelo era más raudo que el del águila. Por este medio el rey podía trasla­darse rápidamente a los lugares más lejanos; todo lo sabía y nadie podía descubrir cómo adquiría tantos conocimientos; porque permanecía siempre, al pa­recer, en sus aposentos, sin dejar que se le acercase persona alguna. Estando encerrado en él, volvía el anillo y se hacía invisible: luego tocaba las alas y estas crecían y emprendía el vuelo y recorría países inmensos. Emprendía grandes guerras y conseguía siempre la victoria: y como llegó a conocer a todos los hombres los vio tan mezquinos y disimuladores, que ya no se fiaba de nadie: y cuanto más se volvía poderoso e invencible, menos era amado de los hombres, aun de aquellos sobre los cuales había de­rramado grandes bienes. Para consolarse hizo el propósito de recorrer todos los países del mundo, con el fin de hallar la mujer perfecta con quien contraer matrimonio y ser dichoso. Recorrió todos los caminos; halló gran número de mujeres que di­simulaban demasiado su amor propio, incapaces de amar verdaderamente a su marido. Entró en las casas particulares y en unas vio mujeres ligeras e incons­tantes; en otras, mujeres artificiosas, altaneras, falsas, vanas, idólatras de sí mismas. Bajó hasta las más humildes moradas y por fin encontró la hija de un pobre labriego, bella como el día, simple e ingenua en su belleza, que tenía un espíritu y una virtud que sobresalían a las gracias de su persona. Toda la ju­ventud de la vecindad la admiraba al pasar, y todos los jóvenes pretendían casarse con ella para hallar la felicidad. En cuanto la vio el rey Alfarote quedó enamorado. La pidió a su padre y éste se sintió venturoso, aceptando el trono para su hija. Clarifila (éste era su nombre) pasó de la cabaña de sus padres a un gran palacio donde la recibió una corte fas­tuosa. Pero ella no se envaneció demasiado; conti­nuó siendo modesta, humilde, virtuosa, y no olvidó en medio de sus grandezas el modesto hogar donde había nacido. El rey redobló su ternura para con ella y por fin creyó que había llegado a la felicidad; pero no lo fue, por no confiarse al corazón de la reina. A todas horas se hacía invisible para observarla y sor­prenderla, aunque nunca descubría la más leve som­bra de infidelidad. Tenía, no obstante, un resto de celos y de desconfianza que le turbaba la paz. El hada que le había predicho las funestas consecuen­cias de su don, le advertía con frecuencia: por esto él comenzó a cansarse de ella, y dio orden de que no se la dejase entrar más en palacio y ordenó también a la reina que se guardase de recibirla. Con mucha pena lo prometió la reina, porque amaba al hada. Un día el hada, queriendo instruir a la reina acerca del porvenir, entró en sus habitaciones en forma de un oficial, declarándole que era ella, y con esto la reina la abrazó tiernamente. El rey, entonces invisible, lo vio y sintió de nuevo los celos y empuñando la es­pada atravesó a la reina. En este momento el hada recobró su verdadera figura y el rey reconoció el error, comprendió la inocencia de la reina y quiso matarse. El hada paró el golpe y quiso consolarle. Entretanto la reina, a punto de expirar, dijo:
-Aun cuando muera en vuestras manos, yo muero amándoos.
Alfarote deploró su desventura queriendo, a pesar de los inconvenientes manifestados oportunamente por el hada, el don que le había sido tan funesto. Y le devolvió la sortija y le rogó que le quitase las alas. Y pasó amargamente sus últimos días. Su único consuelo fue llorar sobre la tumba de Clarifila.

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Historia de una joven princesa

Una vez hubo un rey y una reina que no tenían hijos. Estaban tan disgustados, tan disgustados, que nadie estuvo jamás tan disgustado como ellos. Mas al fin la reina sintióse embarazada y dio a luz a una hija, la más bella que ha existido jamás. Las hadas concurrieron al nacimiento; pero todas anunciaron a la reina que su hija desposaría a un marido que tendría once bocas y una altura de dieciocho pies, y que si no se desposaba antes de llegar a los veinte años, sería convertida en sapo. Esta predicción llenó de angustia a la reina. Cuando la princesa cumplió quince años, se presentó de improviso el hombre de las once bocas y dieciocho pies de altura; pero la princesa le halló tan repugnante que no le quiso. Entretanto se iba acercando la edad fatal y el rey, que prefería que su hija se casase con un monstruo a verla convertida en sapo, tomó la resolución de concederla al hombre de las once bocas. La reina consideró la alternativa muy apurada. Preparándose
las bodas, la reina buscó a cierta hada amiga, ro­gándole que estorbase las bodas.
-No es posible, señora -contestó ella, a no ser que consintáis que convierta a vuestra hija en pardillo. Podríais así tenerla en vuestra habitación; hablará de noche y cantará de día.
La reina consintió. Con esto la Princesa cubrióse de plumas finas y tomó el vuelo hacia el rey y luego posóse sobre la reina haciéndole mil caricias. En­tretanto el rey ordenó se buscase a la princesa, y no se la pudo hallar por ninguna parte. Toda la corte estaba de luto. La reina aparentaba apesa-dumbrarse como los demás; pero tenía a su pardillo y con él hablaba de noche. Un día el rey le preguntó cómo tenía un pardillo tan inteligente; y contestó ella que un hada amiga se lo había regalado. Transcurrieron dos meses muy tristes. Después el monstruo, can­sado de esperar, dijo al rey que se comería a toda la corte, porque era ogro, si en ocho días no le entre­gaban a la princesa. Esto inquietó tanto a la reina, que manifestó todo lo ocurrido al rey. Se mandó buscar al hada y ésta dio su forma primitiva a la princesa. Entretanto llegó a la corte un joven prín­cipe, el cual, además de su boca natural, tenía otras bocas en la extremidad de cada uno de los dedos de la mano. El rey hubiera querido entregarle la mano de su hija; pero temía al monstruo. Pero el príncipe quería tanto a la princesa, que se prestó a luchar con el ogro. El rey sólo consintió después de mucho sufrir. Se señaló el día, llegado el cual los campeones se aprestaron a luchar entre sí. Todo el mundo hacía votos a favor del príncipe; pero al ver aquel gigante tan terrible, todos temieron por él. El monstruo blandía una estaca de encina, que descargó con furia sobre Aglaor (éste era el nombre del príncipe); mas Aglaor pudo evitar el golpe, y habiéndole atravesado con su espada, el monstruo entregó su vida. Todos gritaron: ¡Victoria! Y el príncipe Aglaor desposó a la princesa con tanta más alegría cuanto habíase li­brado de un rival tan terrible como molesto.

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Historia de una anciana reina y de una joven campesina

Una vez vivía una reina tan vieja, tan vieja, que no tenía dientes ni cabellos; su cabeza movíase como hojas al viento; ni veía nada, ni aun calándose las gafas; la punta de su nariz uníanse con la punta de su barbilla, e iba tan encorvada desde la cintura, que bien parecía contrahecha. El hada que la había asis­tido en su nacimiento le salió al encuentro cierto día, y le dijo:
-¿Queréis rejuvenecer?
-¡De buena gana! -contestó la reina. ¡Diera de buena gana todas mis alhajas por tener veinte años!
-Para esto -contestó el hada- será preciso que deis vuestra vejez a otro ser, a fin de que ob­tengáis su juventud y su salud. ¿A quién daremos vuestros cien años?
Entonces la reina mandó hacer pregones, bus­cando a alguien que quisiera ser viejo para rejuve­necerla a ella. Y acudieron muchos pordioseros de­seosos de envejecer con el fin de enriquecerse; pero cuando veían a la reina que tosía, escupía y roncaba, asmática, viviendo de gachas, que estaba sucia, ma­loliente y que chocheaba un poco, no le quisieron cambiar los años, porque preferían mendigar y ves­tir harapos. Se llegaron también ambiciosos que veían en perspectiva títulos y honores; pero cuando la veían, decían:
-¿A qué los títulos y honores? Ni siquiera po­dríamos ostentarlos, siendo tan antipáticos y ho­rribles.
Por último se presentó una jovencita aldeana, hermosa como el día, pidiendo la corona a cambio de su juventud; llamábase Petronila. La reina se in­dignó ante tanta ambición. Mas ¿qué hacer? ¿De qué le serviría enfadarse? ¿No quería rejuvenecer?
-Dividamos -le dijo- nuestro reino; una mi­tad será tuya y la otra mía; con medio reino ha de tener bastante una modesta aldeana.
-No -contestó la jovencita. Una parte no me basta; lo quiero todo. Dejadme pues, mi corpiño te­ñido de flores; yo os dejaré vuestros cien años, vues­tros achaques y la muerte que ya os pisa los talones.
-Pero ¿qué haría yo sin mi reino?
-Podríais reír, cantar, bailar, como yo -le dijo la jovencita. Y hablando de esta suerte comenzó a reírse, a danzar y a cantar. La reina, que no podía hacer otro tanto, le dijo:
-¿Qué harías si estuvieras en mi lugar? Porque ahora no estás en la vejez como yo.
-Yo no sé lo que haría -contestó ella; pero quisiera probar; porque siempre he oído decir que es gran cosa ser reina.
Estando hablando de esta suerte, compareció el hada, diciendo a la aldeana:
-¿Quieres probarlo para saber si este empleo te ha de gustar o no?
-¿Por qué no? -contestó la aldeanita. Y dicho esto las arrugas surcaron su frente, los cabellos en­canecieron y se tornó malhumo-rada y ceñuda; su cabeza temblaba lo mismo que sus dientes; era como una que tuviese cien años. El hada abrió un peque­ño bote y salieron de él una multitud de oficiales y cortesanos ricamente vestidos, que se inclinaban ante ella a medida que salían, rindiendo homenaje a la nueva reina. Se le sirvió un gran festín; pero como había perdido el apetito, no acertaba a comer; esta­ba horrible y asquerosa; no sabía qué decir ni qué hacer; tosía roncamente; la baba se escurría por la barbilla; de sus narices pendía una gotita tembloro­sa que se enjugaba de tanto en tanto con la manga; se miró en un espejo y se encontró más fea que una mona vieja.
Entretanto, la verdadera reina se hallaba en un rincón, riéndose y alegrándose: rejuvenecieron sus cabellos y se fortalecieron sus dientes y recobró su semblante el color fresa y bermellón, y se movía de mil maneras; pero se hallaba mugrienta y vestida de corto; pero no estaba acostumbrada a este estado; los guardias, tomándola por una fregaplatos de la cocina, la quisieron echar de palacio. Entonces Pe­tronila dijo:
-Estáis bien apurada desde que no sois reina, y yo aún más de serlo; tomad vuestra corona y devol­vedme mi toca gris.
En seguida hicieron el cambio y las dos retorna­ron a su estado primitivo; la reina envejeció y reju­veneció la aldeana. El hada luego las condenó a vivir cada una en su condición. La reina lloraba de con­tinuo.
-¡Ay de mí! -decía. Si ahora fuese Petronila, hallaríame lejos de aquí, en una casa de campo, vi­viendo alegre y danzando con los pastores, al son de la flauta. ¿De qué me sirve tener una buena cama si no hago más que sufrir? ¿De qué me sirven tantos cortesanos si ninguno de ellos me puede consolar?
Y estas consideraciones aumentaron sus males; los doce médicos que tenía de continuo alrededor de su lecho, no podían con ellos. Y al fin murió, al cabo de dos meses de sufrimientos. Petronila rondaba con sus compañeras por las orillas de un arroyo cuando supo la noticia de la muerte de la reina; entonces reconoció que había sido más feliz despreciando la corona. Apareciendo, el hada le dijo que escogiera entre tres maridos: el uno era viejo, despechado, desagradable, celoso y cruel, pero rico, poderoso, gran señor y muy amante, que no la dejaría nunca, ni de día ni de noche; el otro era guapo, amable, obsequioso y bien nacido, pero pobre y siempre desgraciado; el tercero era un aldeano como ella, ni guapo ni feo, que ni la amaría demasiado, ni de­masiado poco; ni rico ni pobre. Petronila no sabía qué partido tomar; porque amaba los vestidos ricos, el bagaje suntuoso y los grandes honores. Mas el hada le dijo:
-¡Ala allá! ¡Eres una tonta! ¿Ves al aldeano? Éste es el marido que te conviene. Porque amarías de­masiado al segundo; serías demasiado amada del primero, y con cualquiera de los dos serías desgra­ciada. No te gusta tanto el tercero. Pero es preferible danzar sobre la hierba o alrededor de una hoguera, que en un palacio; y ser Petronila en la aldea, que una dama desgraciada en medio del gran mundo. Si no tienes apego a las grandezas, serás feliz toda la vida con este aldeano.

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Historia de rusimundo y bramindo

Una vez había un joven más hermoso que el día, llamado, Rusimundo, que tenía tanta virtud y bue­nos sentimientos, cuanto su hermano mayor, Bra­mindo, tenía de desagradable, brutal y perverso. Su madre, que no sabía mirar sin dolor a su hijo mayor, sólo tenía consuelo fijando sus ojos en el menor. El mayor, llevado por los celos, inventó una calumnia horrible con el fin de perder a su hermano pequeño, pues dijo a su padre que éste visitaba con frecuencia a un vecino para enterarle de las cosas que pasaban en palacio, buscando la manera de envenenar a su padre. El padre, fuertemente irritado, azotó al hijo menor hasta bañarlo en su propia sangre, dejándole luego en una prisión durante tres días, sin alimento, y por fin lo echó de la casa, amenazándole con la muerte si se atrevía a volver a ella. La madre, llena de espanto, no se atrevía a abrir la boca y no hacía más que gemir. El pequeño marchó llorando, y no sa­biendo dónde acogerse, se internó en un gran bos­que, donde le sorprendió la noche descansando a los pies de una roca, y habién-dose fijado en la entrada de una caverna de donde salía un fresco arroyuelo, lleno de cansancio quedó dormido sobre la hierba. Cuando clareaba el día despertó, viendo a su lado a una joven muy hermosa que montaba un caballo gris con gualdrapas cuajadas de oro, que al parecer iba de caza.
-¿Por ventura habéis visto un ciervo perseguido por los perros? -dijo. Él contestó que no había vis­to nada. Después ella añadió: Paréceme que an­dáis afligido. ¿Qué tenéis? He aquí una sortija que os hará el más feliz y venturoso de los mortales mien­tras no abuséis de ella. Cuando volváis la piedra para dentro quedaréis invisible, y quedaréis de nuevo des­cubierto cuando la volváis para fuera; cuando os la pongáis en el meñique pareceréis el hijo del rey se­guido de una corte, y cuando os la pongáis en el dedo cuarto volveréis a ser normal.
Con esto el joven apreció que era un hada la que le hablaba; pero ella desapareció en el bosque.
En cambio él volvió a la casa de su padre con la impaciencia de ensayar el poder de la sortija. Y vio y entendió cuanto quiso, sin ser visto. Y pensó ven­garse de su hermano sin exponerse, y por esto sólo se mostró a su madre, contándole su singular aventura. Poniendo luego la sortija en el dedo pequeño pareció de golpe un príncipe con cien buenos caballos y lu­cida escolta de caballeros. Su padre, admirado de ver en su casa tan pequeña al hijo del rey con tan lúcida escolta, no sabía cómo ofrecerle sus respetos. Entonces Rusimundo le preguntó cuántos hijos tenía, y contestó el padre:
-Solamente dos.
-Hacedlos venir -dijo el príncipe, porque quiero llevármelos a la corte para que hagan fortuna. El padre, temeroso, contestó:
-He aquí el mayor que os presento. 
-Y ¿dónde está el pequeño?
-No está aquí; le castigué por una falta que co­metió y él aban-donó la casa.
Entonces Rusimundo contestó:
-Hacía falta instruirle, pero no echarlo. Dadme, empero, al mayor para que me siga. Y vos seguid a los dos guardias que os conducirán al lugar que os señalarán.
Después los dos guardias se llevaron al padre, y el hada de que hemos hablado, después de herirlo con una varilla dorada, le hizo entrar en una cueva pro­funda donde quedó hechizado. Antes le había dicho el hada:
-Quedad en esta cueva encantado hasta que vuestro hijo menor venga a libraros.
Entretanto Rusimundo fue a la corte del rey, pre­cisamente cuando el hijo de éste se había embarcado para hacer la guerra en una lejana isla. Pero los vientos le habían llevado por parajes difíciles y había sido hecho cautivo por un pueblo salvaje. Rusi­mundo se presentó a la corte como si fuese el prín­cipe perdido que todo el mundo lloraba, y todos creyeron que era él; él a su vez contó que se salvó gracias a los buenos oficios de unos mercaderes. El rey, transportado de alegría, apenas podía hablar y no dejaba de abrazarlo, pensando que lo habían creído muerto. La reina se enterneció aún más. Pa­sando por el príncipe, llamó a su hermano y le dijo:
-Bramindo: sabes que te he sacado de tu aldea a fin de que hagas fortuna; pero sé que has sido un embustero y que con tus imposturas has causado la ruina de tu hermano Rusimundo; él se halla aquí. Yo quiero que le hables y le pidas perdón. Él te lo otor­gará generosamente. Entretanto, yo te dejaré, a fin de que puedas hablar más libremente con él.
Bramindo obedeció, entrando en el gabinete Entretanto Rusi-mundo volvió la sortija y entró en el gabinete, después de recobrar su figura natural. Bra­nindo quedó sobrecogido en viéndole. Le pidió perdón y prometió reparar los males causados. Ru­simundo le abrazó con las lágrimas en los ojos, di­ciéndole:
-Yo gozo de la confianza del príncipe; si yo quiero, se decretará tu muerte o se te pondrá en prisión para toda la vida; pero quiero ser tan bueno contigo como fuiste malo para mí.
Bramindo, confuso y temeroso, le contestó con sumisión, sin osar levantar los ojos del suelo. En­tonces Rusimundo pretextó tener que hacer un lar­go viaje en secreto, con el fin de desposarse con una princesa de un país vecino; pero con tal pretexto fue a visitar a su madre, a la cual contó cuanto le había sucedido en la corte y le dio cierta cantidad de di­nero, porque el rey le dejaba tomar cuanto quería, si bien él nunca abusó de esta confianza. Entretanto se declaró una guerra horrible entre el rey y otro rey vecino, lleno de mala fe e injusto. Como se aprove­chó Rusimundo de su capacidad, penetró los secre­tos del contrario y logró desbaratar sus huestes; di­rigió las tropas y lo derrotó en una gran batalla que se coronó con una paz gloriosa y equitativa. En­tonces la única preocupación del rey fue desposarlo con una princesa de un reino vecino, más hermosa que las Gracias. Pero estando Rusimundo de caza en cierto bosque, se le apareció de nuevo el hada, di­ciéndole:
-Guárdate bien de contraer matrimonio como si fueses el príncipe verda-dero; porque es justo que el verdadero príncipe suceda a su padre en el trono. Ve a buscarle en la isla a que dirigiré tu navío valién­dome del soplo de los vientos. Y goza rindiendo al rey esta prueba de afecto; aplaca las tentaciones am­biciosas y retorna luego a tu condición natural. Si no lo hicieras así serías injusto y desgraciado y, por mi parte, yo te abandonaría a tus pasados infortunios.
Rusimundo aprovechó con valentía estos sabios consejos. Con el pretexto de una negociación secreta con un reino vecino, se embarcó en un navío que los vientos llevaron a una isla, aquélla en la cual, como le había dicho el hada, hallábase el príncipe cauti­vado por un pueblo salvaje y condenado a guiar los rebaños. Rusimundo, haciéndose invisible con él, cubriéndose ambos con el manto misterioso, le li­bró de las manos de sus enemigos, y se embarcaron. Otros vientos, obedientes al mandato del hada, les llevaron al reino y penetraron, después de desem­barcar, en la cámara del rey. Rusimundo, adelan­tándose, le dijo:
-Habéis creído, señor, que yo era vuestro propio hijo; pero no lo soy y hoy os lo puedo devolver.
El rey, admirado, contestó, dirigiéndose a su verdadero hijo:
-¿Por ventura no eras tú, hijo mío, quien venció a mis enemigos, logrando una paz gloriosa? ¿Es verdad que has sufrido un naufragio, que has sido hecho cautivo y que Rusimundo te libró?
-Así es, padre mío -contestó el príncipe. Él es quien ha llegado al país donde me hallaba y me ha librado del cautiverio, y es a él y no a mí, a quien se deben vuestras victorias.
El rey no podía creer tantas maravillas; pero Ru­simundo, dando vuelta a su sortija, se mostró al rey en la figura del príncipe, y entonces el rey, lleno de espanto, vio a su hijo en dos hombres distintos. Luego ofreció a Rusimundo, por sus muchos servi­cios, sumas inmensas; mas él las rechazó, rogando únicamente al rey que conservase a su hermano Bra­mindo en el cargo que le había concedido en la cor­te. Pero él, bien sabedor de la inconstancia de la fortuna, de la envidia de los hombres y de su propia fragilidad, no quiso sino partir para su aldea, con el fin de vivir con su madre y cultivar la tierra. Estan­do en el bosque, encontró de nuevo al hada, la cual le enseñó la caverna donde se hallaba su padre, en­señándole las palabras que había que decir para desencantarlo; él las pronunció con gran alegría y éste perdió el hechizamiento; y con lo que le dio Rusimundo, tuvo bastante para pasar una vejez tranquila. Y así fue Rusimundo el bienhechor de toda su familia y tuvo el placer de hacer bien a todos aquellos de los cuales había recibido daño. Para colmo de su sabiduría quiso retornar el anillo al hada y así marchó al bosque y a la caverna con la espe­ranza de hallarla. Diariamente acudía a la caverna con la esperanza de ver al hada. Por fin la encontró, y entregándole el anillo encantado, le dijo:
-Os devuelvo el don de tanto precio, tan peli­groso y que se presta tanto al abuso. Yo no me creo seguro hasta que me halle en la soledad, lejos de los medios donde pueden exaltarse mis pasiones.
Mientras Rusimundo entregaba el anillo, Bra­mindo, cuyo mal natural no había sido corregido, se abandonaba a todas las pasiones; quería engañar al príncipe, que ya ocupaba el trono, y tratar indigna­mente a Rusimundo. El hada dijo a éste:
-Vuestro hermano, siempre impostor, os ha hecho sospechoso al rey y quiere perderos. Yo le entregaré vuestro anillo.
Rusimundo lloró la desventura de su hermano y dijo al hada:
-¿Cómo pretendéis castigarle, haciéndole un presente tan mara-villoso? Sin duda abusará de él, persiguiendo a la gente de. bien para obtener un poder sin límites.
-Unas mismas cosas -contestó el Hada- son remedio para unos y daño mortal para otros. La prosperidad es la fuente de todos los males para los malos. Cuando se quiere castigar a un malvado, no hay como concederle la prosperidad que lo pierda.
Enseguida el hada fue a palacio y, presentándose a Bramindo bajo la forma de una vieja cubierta de harapos, le dijo:
-Yo he quitado de las manos de vuestro her­mano el anillo por el cual ha conseguido tanta glo­ria; recibidlo y pensad bien en el uso que conviene hagáis de él.
Bramindo, riéndose, contestó:
-No seré tan necio como mi hermano, que tuvo la insensatez de ir a buscar al príncipe en vez de reinar por él en su lugar.
Bramindo, con el anillo, se dedicó a penetrar el secreto de las familias, a cometer traiciones e infa­mias, a violar los consejos del rey y a enriquecerse a costa de los particulares. Sus crímenes invisibles sorprendieron a todo el mundo. Viendo el rey tantos secretos descu-biertos, no sabía a qué atribuirlo; mas como la prosperidad sin límites y la insolencia de Bramindo le hicieron sospechar que tuviese en su poder el anillo encantado de su hermano, con el fin de descubrirlo se valió de un extranjero de una na­ción enemiga, al que prometió una gruesa suma de dinero. Este hombre, viniendo de noche, ofreció a Bramindo, de parte del rey enemigo, grandes bienes y honores si consentía un espionaje con el fin de sorprender los secretos del rey. Bramindo le prome­tió todo, y se le dio allí mismo una gran suma, a cuenta de la recompensa. Él se vanaglorió entonces de poseer el anillo que le hacía invisible. A la ma­ñana siguiente el rey mandó buscarle y le hizo prender. Se le quitó el anillo y se le hallaron muchos papeles que comprobaban sus crímenes. Entonces Rusimundo fue a la corte para pedir gracia para su hermano; pero le fue negada. Se dio muerte a Bra­mindo; el anillo le fue tan funesto como había sido útil a su hermano.
El rey, para consolar a Rusimundo, le entregó el anillo como una joya de incalculable precio; pero Rusimundo fue en busca del hada del bosque y le dijo:
-¡Tomad vuestro anillo! La experiencia de mi hermano me ha hecho comprender lo que no supe cuando me lo disteis. Guardad esta joya fatal que perdió a mi hermano. Sin ella, todavía viviría y quizás endulzaría la vejez de mis padres, y tal vez hubiera llegado a ser sabio y dichoso, pero no pudo dominar sus deseos. Tomad vuestro anillo; desgra­ciado será aquel a quien lo entreguéis. La única gracia que os pido es la de que no lo deis a ninguna de las personas a quienes amo.

1.092.5 Fenelon (Salignac de la Mothe-Fenelon, François de) - 041