Más
allá de las islas Filipinas
hay
una, que ni sé cómo se llama,
ni
me importa saberlo; donde es fama
que
jamás hubo casta de gallinas
hasta
que allá un viajero
llevó
por accidente un gallinero.
Al
fin tal fue la cría, que ya el plato
más
común y barato
era
de huevos frescos; pero todos
los
pasaban por agua (que el viajante
no
enseñó a componerlos de otros modos).
Luego
de aquella tierra un habitante
introdujo
el comerlos estrellados.
¡Oh
qué elogios se oyeron a porfía
de
su rara y fecunda fantasía!
Otro
discurre hacerlos escalfados.
¡Pensamiento
feliz! Otro rellenos...
¡Ahora
sí que están los huevos buenos!
Uno
después inventa la tortilla,
y
todos claman ya: ¡qué maravilla!
No
bien se pasó un año,
cuando
otro dijo: «Sois unos petates:
yo
los haré revueltos con tomates.»
Y
aquel guiso de huevos tan extraño,
con
que toda la isla se alborota,
hubiera
estado largo tiempo en uso,
a
no ser porque luego los compuso
un
famoso extranjero a
la Hugonota.
Esto
hicieron diversos cocineros;
pero
¡qué condimentos delicados
no
añadieron después los reposteros!
Moles,
dobles, hilados,
en
caramelo, en leche,
en
sorbete, en compota, en escabeche.
Al
cabo todos eran inventores,
y
los últimos huevos los mejores.
Mas
un prudente anciano
les
dijo un día: «Presumís en vano
de
esas composiciones peregrinas.
¡Gracias
al que nos trajo las gallinas!
Tantos
autores nuevos
¿no
se pudieran ir a guisar huevos
más
allá de las islas Filipinas?
No
falta quien quiera pasar por autor original cuando no hace más que
repetir, con corta diferencia, lo que otros muchos han dicho.
Iriarte (Tomas de) - 043