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viernes, 20 de septiembre de 2013

Un paralelo radical

Unos Cristianos Blancos empeñados en expulsar a los Paganos Chinos de una ciu­dad americana, encontraron un periódico publicado en Pekín en idioma chino, y obligaron a una de sus víctimas a traducir un editorial. Resultó ser un llamado al pueblo de la provincia de Pang Ki, a ex­pulsar a los demonios extranjeros del país, y quemar sus casas e iglesias. Esta eviden­cia de la barbarie mongólica encolerizó tanto a los Cristianos Blancos, que llevaron a la práctica su proyecto original.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Un optimista

Dos Ranas en la barriga de una serpien­te estaban considerando su molesta situa­ción.
-Esto es flor de mala suerte -dijo una.
-No saques conclusiones apresuradas -dijo la otra; estamos a resguardo de la lluvia, con comida y alojamiento.
-Con alojamiento, sin duda -dijo la Primera Rana; pero no veo la comida.
-Eres un ave de mal agüero -explicó la otra. Nosotras somos la comida.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Un imbecil incalificable

Un Juez le dijo a un Asesino Convicto:
-Prisionero en el banquillo: ¿tiene algo que decir que impida el dictado de su sen­tencia de muerte?
-¿Lo que yo diga marcará alguna dife­rencia? -preguntó el Asesino Convicto.
-No veo cómo podría hacerlo -res­pondió reflexivamente el juez. No, no lo hará.
-Entonces -dijo el condenado. Me gustaría señalar que usted es el más incali­ficable imbécil en siete Estados y todo el Distrito de Columbia.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Un hijo de los dioses

Día de brisa en un paisaje soleado. Campo abierto a derecha, a izquierda, hacia adelante; detrás, un bosque. En el linde del bosque, frente al campo abierto pero temiendo aventurarse en él, largas líneas de soldados que conversan; crujido de innumerables pasos sobre las hojas secas que tapizan el suelo entre los árboles; voces roncas de los oficiales que dan órdenes. Al frente de las tropas -pero no demasiado expuestos- apartados grupos de soldados de caballería; muchos miran atentamente la cumbre de una colina situada a una milla de distancia en la dirección del avance interrumpido. Porque ese ejército poderoso, que se desplaza en orden de batalla a través de un bosque, acaba de encontrar un obstáculo formidable: el campo abierto. La cumbre de la suave colina a una milla de distancia tiene un aspecto siniestro. Dice: ¡Cuidado! Está coronada por un largo muro de piedra que se extiende a derecha e izquierda. Detrás del muro hay un cerco. Detrás del cerco se ven las copas de algunos árboles dispuestos muy irregularmente. Entre los árboles, ¿qué? Es necesario saberlo.
Ayer, y muchos días y noches antes, combatíamos en alguna parte; había un incesante cañoneo y de tiempo en tiempo el redoble del vivo fuego de los fusiles al que se mezclaban vítores -nuestros o de nuestro enemigo: rara vez lo sabíamos- atestiguando una ventaja transitoria. Esta mañana, al romper el día, el enemigo había desaparecido. Avanzamos cruzando sus fortalezas y terraplenes -¡tan a menudo lo habíamos intentado vanamente!- a través de los desechos de sus campamentos abandonados, en medio de las tumbas de sus caídos en el bosque.
¡Con qué curiosidad lo examinamos todo! ¡Cuán extraño nos pareció todo! Nada nos era completamente familiar. Hasta los objetos más comunes -una montura vieja, una rueda hecha pedazos, una cantimplora olvidada- nos des-cubrían algún rasgo de la misteriosa personalidad de aquellos desconocidos que habían estado matándonos. El soldado no se representa jamás a sus adversarios como hombres semejantes a él; no puede sacarse la idea de que son seres de otra especie, diferentemente condicionados, en un medio que no es del todo el de esta tierra. Los menores vestigios dejados por ellos detienen su atención y cautivan su interés. Los juzga inaccesibles y cuando los vislumbra de improviso, en la lejanía se le aparecen más lejanos, más considerables de lo que realmente están y son, como objetos en la niebla. En cierto modo, le inspiran un temor reverencial.
Desde el linde del bosque hasta lo alto de la colina se ven huellas de cascos de caballos y de ruedas, las ruedas del cañón. La hierba amarilla está pisoteada por la infantería. Por ahí han pasado miles, qué duda cabe. Pero no hay rastros en los caminos. Esto es significativo: es la diferencia entre un repliegue y una retirada.
Esos hombres a caballo son nuestro general en jefe, su estado mayor y su escolta. El general mira la colina distante. Con ambas manos, levantando innecesariamente los codos, sostiene los prismáticos contra sus ojos. Es una moda: confiere dignidad al ademán. Todos lo hacemos así. De pronto, baja los prismáticos y dice unas pocas palabras a quienes lo rodean. Dos o tres edecanes se apartan del grupo y a galope corto se internan en el bosque, a lo largo de las líneas, cada cual en una dirección. Sin haberlas oído, conocemos sus palabras:
-Díganle al general X que haga avanzar la artillería.
Aquellos de nosotros que no están en su puesto, se alejan apresurada-mente: los que descansaban, se yerguen, y las filas vuelven a formarse sin que la orden haya sido impartida. Algunos de nosotros, oficiales del estado mayor, nos apeamos para verificar la cincha de nuestras cabalgaduras; los que se habían apeado, vuelven a subir.
Galopando rápidamente por la brilla del campo abierto, llega un joven oficial en un caballo blanco como la nieve. El mandil de su silla de montar es escarlata. ¡Imbécil! Cualquiera que haya oído silbar las balas recuerda que todos los fusiles apuntan instintivamente al hombre qué monta un caballo blanco; cualquiera que haya visto el fogonazo del obús no ignora que un poco de rojo exaspera al toro de la batalla. Que esos colores se hayan puesto de moda en la vida militar debe aceptarse como uno de los fenómenos más sorprendentes de la vanidad humana. Se los diría calculados para aumentar el índice de mortandad.
Ese joven oficial está de punto en blanco, como en un desfile. Brilla con todas sus galas. Es una edición de lujo, con el canto dorado, de la Poesía de la guerra. Una onda de risas burlonas corre por las filas a medida que avanza. ¡Pero qué apuesto es! ¡Con qué gracia indolente monta a caballo!
Se para a respetuosa distancia del general en jefe y saluda. El viejo soldado, inclinando la cabeza, responde a su saludo con familiaridad. Lo conoce, evidentemente. El joven da la impresión de hacer un pedido que el general no está dispuesto a conceder. Acerquémonos un poco. ¡Demasiado tarde! ¡Ya han terminado! El joven oficial saluda de nuevo, da media vuelta en su caballo y toma derecho hacia la cumbre de la colina. Está mortalmente pálido.
Unos cuantos tiradores, a seis pasos de distancia, salen ahora del bosque y avanzan por el campo abierto. El comandante dice unas palabras al clarín, que pega su instrumento a los labios. ¡Tralalá! ¡Tralalá! Los tiradores se detienen.
Mientras tanto, el joven jinete ha recorrido cien yardas. Sube al paso la prolongada colina, erguido, sin volver jamás la cabeza. ¡Es admirable! ¡Dios mío, qué no daríamos nosotros por estar en su lugar, por tener su presencia de ánimo! No ha sacado el sable de la vaina; su mano derecha cuelga indolentemente. La brisa sopla sobre el penacho de su sombrero y lo hace flamear con elegancia. La luz del sol descansa en sus charreteras tierna-mente, como una visible bendición. Cabalga en línea recta. Diez mil pares de ojos están fijos en él con una intensidad que no puede dejar de sentir; diez mil corazones palpitan al ritmo rápido de los inaudibles pasos de su corcel blanco como la nieve. No está solo: nuestras almas lo acompañan. Todos no somos sino "hombres muertos". Pero recordamos habernos reído. Sigue y sigue cabalgando, en línea recta hacia la muralla que bordea el cerco. Ni una mirada hacia atrás. ¡Ah, si consintiera en volverse una sola vez, si pudiera sentir ese amor, esa adoración, esa reparación!
Nadie habla. En las profundidades del bosque se oye aún el murmullo de las multitudes que lo pueblan, invisibles y ciegas, pero en la orilla, allí donde comienza el campo abierto, el silencio es absoluto. El general corpulento se ha transformado en una estatua ecuestre. Los oficiales a caballo del estado mayor, mirando por los prismáticos, están inmóviles. La línea de batalla en el linde del bosque observa una nueva clase de "atención" porque cada soldado se mantiene en la actitud que tenía cuando adquirió bruscamente conciencia de lo que está sucediendo. Todos esos duros e impenitentes matadores de hombres para quienes la muerte en la más atroz de sus formas es algo familiar que pueden observar día tras día, que duermen en las colinas sacudidas por el tronar de los cañones, que comen bajo una lluvia de proyectiles y que juegan a los naipes entre los rostros muertos de sus amigos más queridos, todos ellos, con el corazón palpitante, conteniendo el aliento, acechan el resultado de un acto que compromete la vida de un solo hombre. Tal es el magnetismo del valor y de la devoción.
Si ahora volvieran ustedes la cabeza, observarían un movimiento simultáneo entre los espectadores, un sobresalto semejante al que produce una corriente eléctrica; después, mirando de nuevo hacia adelante, hacia el jinete lejano, verían que en ese momento mismo ha cambiado de dirección y se desvía en ángulo recto de la ruta precedente.
Los soldados suponen que ese desvío ha sido causado por un disparo, quizá por una herida, pero tomen ustedes los prismáticos y observarán que se dirige hacia una brecha en el muro y en el cerco. Intenta franquearlos, si no lo matan, para examinar la comarca que se extiende más allá.
No deben ustedes olvidar la naturaleza del acto de este hombre; en el hecho en sí no pueden ver una bravata, ni un sacrificio inútil. Si el enemigo no se ha batido en retirada, acumula todas sus fuerzas detrás de la colina. El explorador encontrará nada menos que una línea de batalla; no se necesitan puestos de avanzada, centinelas en vista, tiradores para anunciar nuestro avance. Nuestras líneas de ataque serán visibles, conspicuas, estarán expuestas a un fuego de artillería que arrasará la tierra en el preciso instante en que salgan del linde del bosque, a media distancia de una lluvia de balas que hará perecer a todos nuestros soldados. En suma, si el enemigo está allí, sería una locura atacarlo de frente; habrá que desbordarlo siguiendo el plan inmemorial que consiste en amenazar sus líneas de comunicación, tan necesarias a su existencia como lo es su tubo de aire para el buzo sumergido en el fondo del mar. ¿Pero cómo saber a ciencia cierta que el enemigo está allí? Sólo hay un medio: alguien que vaya y vea. Por lo común, se acostumbra mandar una línea de tiradores. Pero en este caso todos pagarían con sus vidas una respuesta afirmativa. El enemigo, agazapado en doble fila tras el muro de piedra, y a cubierto por el cerco, aguardará hasta que le sea posible contar los dientes de cada asaltante. La mitad de ellos caerá a la primera salva, y la otra mitad sufrirá igual destino antes de poder batirse en retirada. ¡Qué caro cuesta satisfacer una curiosidad! ¡A qué alto precio debe a veces un ejército comprar sus informes! "Déjenme pagar por todos", ha dicho ese galante caballero, ese Cristo soldado. No hay ninguna esperanza, excepto la esperanza contra toda esperanza de que la colina esté despejada. En verdad, el caballero podría preferir el cautiverio a la muerte. Mientras avance, los soldados enemigos no dispararán. ¿Por qué dispararían?
Puede entrar sano y salvo en las filas hostiles y convertirse en un prisionero de guerra. Pero esto haría fracasar su propósito. Es preciso que regrese sano y salvo a nuestras líneas, o que lo maten ante nuestros ojos. Sólo así sabremos cómo proceder. Porque su captura puede muy bien ser la obra de media docena de rezagados.
Ahora comienza una extraña justa de inteligencia entre un hombre y un ejército. Nuestro caballero, a un cuarto de milla de la cumbre, dobla de pronto hacia la izquierda y galopa en dirección paralela a la colina. Ha visto a su adversario: lo sabe todo. Una configuración del terreno ligeramente favorable le ha permitido distinguir parte de las tropas enemigas. Ahora estaría en condiciones de comunicarnos lo que sabe. Si estuviera aquí, podría decírnoslo, pero ya no debemos esperar su vuelta: ha de hacer el mejor uso de los pocos minutos que le quedan por vivir para obligar al adversario mismo a que nos dé aquellos informes claramente, francamente, cosa que repugna, desde luego, a esa discreta potencia. No hay un solo tirador en esas filas de hombres agazapados, no hay un solo artillero junto a esos cañones disimulados y prontos a disparar, que ignore las exigencias de la situación, el imperativo debe de ser paciente. Por lo demás, sus jefes tuvieron tiempo de sobra para prohibirles que dispararan. En realidad, una sola bala podría abatirlo sin revelar gran cosa. Pero un disparo es contagioso... Y vean ustedes cuán rápidamente se desplaza sin detenerse nunca, excepto para hacer girar su caballo antes de tomar una nueva dirección, sin volverse nunca hacia sus ejecutores. Lo distinguimos todo a través de los prismáticos, nos parece que todo sucede a la distancia de un balazo. Sí, lo distinguimos todo excepto al enemigo, cuya presencia, cuyos pensamientos, cuyos motivos inferimos. A simple vista sólo hay una silueta negra sobre un caballo blanco, dibujando zigzags sobre una colina distante, tan lentamente que casi parece que serpenteara.
Tomemos nuevamente los prismáticos: se ha cansado de su fracaso, o ha visto su error, o ha enloquecido: ¡ahora se lanza en línea recta contra el muro de piedra como si quisiera saltarlo junto con el cerco! Un instante después da media vuelta y desciende la colina, rápido como el viento, hacia sus amigos, hacia la muerte. En seguida, abarcando centenares de yardas a derecha e izquierda, impetuosas columnas de humo aparecen tras el muro de piedra. En seguida el viento las disipa y antes de que hayamos oído el crepitar de los fusiles, el jinete cae. No, vuelve a incorporarse en su silla; se ha contentado con hacer plegar su caballo sobre las patas de atrás. ¡De nuevo el caballo está sobre sus cuatro patas, y ambos se alejan! Rompemos en formidables vítores que nos liberan de la insoportable tensión de nuestros sentimientos. ¿Y el caballo y su caballero? Sí, ambos se alejan. Se alejan de verdad. Vienen directamente hacia nuestra izquierda, en línea paralela al muro que ahora escupe sin tregua llama y fuego. Los fusiles crepitan de modo constante y ese corazón valeroso sirve de blanco a cada bala.
De pronto, una gran sábana de humo se levanta detrás del muro. Una y otra la suceden y suben antes de que alcance a nuestros oídos el tronar de las explosiones y el zumbido de los proyectiles que llegan y brincan hasta donde estamos, a través de nubes de polvo, haciendo caer de vez en cuando a un hombre, causando una distracción momentánea., suscitando un egoísta pensamiento fugaz.
El polvo se dispersa. ¡Increíble!... Ese caballo y ese caballero hechizados han franqueado un barranco y suben otra colina para descubrir otra conspiración de silencio y frustrar el designio de otras huestes armadas. Un instante más, y también aquella cumbre entra en erupción. El caballo se encabrita y golpea el aire con sus patas delanteras. Por fin cae. Pero... ¡quién diría! El hombre se ha desprendido del animal muerto. Se yergue, inmóvil, y con la mano derecha levanta el sable por encima de la cabeza. Nos mira de frente. Luego baja la mano a la altura del rostro, extiende el brazo, la hoja del sable describe una curva hacia el suelo. Es una señal a nosotros, al mundo, a la posteridad. Es el saludo de un héroe a la muerte y a la historia.
De nuevo se ha roto el hechizo. Nuestros hombres tratan de lanzar vítores: la emoción los ahoga: articulan gritos roncos, discordantes, aferran sus armas y se precipitan tumultuosamente en el campo abierto. Los tiradores, sin haber recibido órdenes, en contra de las órdenes, avanzan a todo correr como sabuesos sueltos. Nuestros cañones hablan y los del enemigo contestan a coro. De izquierda a derecha, hasta donde la vista alcanza, erige sus torres de humo la distante colina, que ahora parece tan cerca, y los gruesos proyectiles se abaten gruñendo sobre la masa hormigueante de nuestras tropas. Uno después de otro, nuestros estandartes emergen del bosque, nuestras filas se adelantan impetuo-samente, y las armas bruñidas centellean al sol. Sólo los últimos batallones, dando pruebas de obediencia, permanecen a la distancia prescrita del frente rebelde.
El general en jefe no se ha movido. Baja ahora sus prismáticos y echa una ojeada a derecha e izquierda. Ve la corriente humana que avanza a ambos lados del grupo formado por él y por su escolta, como un remolino de olas partido en dos por un peñasco. Ni el menor signo de emoción en su rostro: está pensando. De nuevo mira hacia adelante: examina en toda su extensión esa colina terrible y maléfica. Dice una palabra en voz baja a su clarín. ¡Tralalá! ¡Tralalá! Tan imperiosa es la orden que se hace obedecer. La repiten los clarines de todos los destacamentos subordinados. Las notas breves, metálicas, se afirman por encima del zumbido del ataque y atraviesan el ruido de cañón. Detenerse es batirse en retirada. Los estandartes se repliegan lentamente, las filas dan media vuelta, melancólicas, cargando a los heridos. Los tiradores recogen los muertos.
¡Ah, esos muchos, muchos muertos inútiles! A esa gran alma cuyo hermoso cuerpo yace allí, tan nítidamente recortado sobre el flanco árido de la colina, ¿no hubieran podido ahorrarle la amarga conciencia de un sacrificio vano? ¿Es que una sola excepción habría herido demasiado gravemente la implacable perfección del plan eterno, ineluctable, divino?

1.007.5 Briece (Ambrose)

Un filosofo desconcertado

El Rey de Remotia tenía un Filósofo fa­vorito, a quien dijo:
-Tú has sido para mí un esclavo tan fiel que deseo premiarte. Pide cualquier cosa que quieras tener.
-Dame -dijo el Filósofo- un cabello de la cabeza de un hombre que no te ha­ya lisonjeado nunca.
El Rey le prometió hacerlo y lo despi­dió. Al día siguiente, lo mandó llamar fren­te al trono y le extendió un cabello.
-Estás intentando engañarme -dijo el Filósofo, examinando cuidadosamente el regalo. Este pelo es de la cabeza de un adulador que te aseguró que sería un ho­nor para él ofrecerte también su cabeza.
-No eres tan astuto como crees -re­plicó el Rey. Ese cabello es de la cabeza del único sordomudo del reino.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Un factor no tenido en cuenta

Un Hombre que poseía un hermoso Pe­rro, y mediante una cuidadosa selección de sus parejas había criado una cantidad de animales apenas inferiores a los ánge­les, se enamoró de su lavandera, se casó con ella y crió una familia de bobalicones.
-¡Qué lástima! -exclamó una vez, contemplando el melancólico resultado. Si hubiera buscado mi pareja con la mitad del cuidado que puse para mi perro, sería ahora un padre orgulloso y feliz.
-No estoy tan seguro de eso -dijo el Perro, que acertó a escuchar el lamento. Hay una diferencia, es verdad, entre tus ca­chorros y los míos, pero yo me halago pen­sando que no se debe completamente a las madres. Tú y yo no nos parecemos del todo.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Un estadista

Un Estadista que asistía a una asamblea de la Cámara de Comercio se levantó para hablar, pero fue objetado, acusándoselo de que nada tenía que ver con el comercio.
-Señor Presidente -dijo un Antiguo Miembro, levantándose, opino que esa objeción no corresponde; la conexión del caballero con el comercio es íntima y es­trecha. Es una mercancía.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Un desorden fatal

Un Agonizante, a quien le habían dispa­rado, fue apremiado por oficiales de la ley para que hiciera una rápida declaración.
-Usted fue atacado sin provocación, por supuesto -manifestó el Fiscal del Dis­trito, preparándose para asentar la respues­ta.
-No -replicó el Agonizante, yo fui el agresor.
-Sí, entiendo -dijo el Fiscal del Dis­trito; usted cometió la agresión... fue obli­gado a hacerlo. Lo hizo en defensa propia.
-No creo que me hubiera dañado si yo lo hubiese dejado en paz -dijo el mori­bundo. No... creo que era un hombre pacífico, incapaz de matar una mosca. Le hice soportar tanta presión que él, natural­mente, tenía que sucumbir... no pudo aguantar. Honestamente, si se hubiera ne­gado a dispararme, no veo cómo yo podría haber seguido tratándolo.
-¡Santo Cielo! -exclamó el Fiscal del Distrito, arrojando su cuaderno de apuntes y su lápiz. Esto es completamente anó­malo. No puedo utilizar como declaración últimas palabras como estas.
-Nunca he visto a un hombre que di­ga la verdad cuando muere violenta-mente -dijo el jefe de Policía.
-¡No hay ninguna violencia! -contes­tó el Médico Policial, sacando e inspec­cionando la lengua del hombre. Es la verdad la que lo está matando.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Un asunto de metodo

Un Filósofo, al ver a un Tonto golpean­do a su Burro, le dijo:
-No lo hagas, hijo mío, no lo hagas, te lo imploro. Quienes recurren a la violen­cia sufrirán violencia.
-Precisamente eso -dijo el Tonto, re­doblando sus golpes sobre el animal- es lo que estoy tratando de enseñar a esta bestia, que me ha pateado.
-Sin duda -se dijo el Filósofo, mien­tras se alejaba, la sabiduría de los tontos no es más profunda ni más auténtica que la nuestra, pero ellos tienen realmente un modo más impresionante de impartirla.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Un aguila encadenada

Un Legislador recientemente elegido para el Parlamento de Despotamia, decla­ró que presentaría una resolución critican­do al rey. Cuando dejó el Parlamento, en­contró a un Desconocido, quien le previ­no que si persistía en su desleal proyecto, perdería la cabeza.
-Eso -dijo él, sería una privación más pequeña que la pérdida de mi liber­tad.
-No sé qué es eso -respondió el Des­conocido. La libertad es algo que no puedo apreciar correctamente, porque nunca la tuve. Yo soy el rey.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Tres de la misma clase

Un Abogado fue contratado para defen­der a un Ladrón, a quien la policía había logrado detener tras violenta pelea con otro que había huido. En la reunión con su cliente, el Abogado preguntó:
-¿Tiene cómplices?
-Sí, señor -respondió el Ladrón. Tengo dos, pero ninguno fue capturado. Contraté a uno para que me defendiera de la policía, y a usted lo contraté para que me defienda de una condena.
Esta respuesta impresionó profunda­mente al Abogado, quien tras verificar que el Ladrón no había acumulado ningún di­nero mediante el ejercicio de su profesión, abandonó el caso.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Revelacion

Un León fue atacado por una manada de Lobos hambrientos, que lo rodearon, aullando lo más fuerte que podían, aunque ninguno se atrevió a acercársele.
-Estas son criaturas muy útiles -dijo el León, mientras se echaba para su siesta de la tarde, me dan parte de mis virtu­des. Yo no sabía que era comestible.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Los tres reclutas

Un Campesino, un Artesano y un Traba­jador se presentaron ante el Rey de su país, y se quejaron porque se veían obligados a sostener un enorme ejército de consumido­res, que no hacía nada en su beneficio.
-Muy bien -dijo el Rey, los deseos de mis súbditos son la ley suprema.
Así que disolvió su ejército y los consu­midores se volvieron productores. La venta de sus productos hizo bajar tanto los precios, que los campesinos se arruinaron, y los arte­sanos y trabajadores fueron a dar a los asilos y los caminos. En pocos años el desastre na­cional era tan grande, que el Campesino, el Artesano y el Trabajador elevaron un petito­rio al Rey, para que restaurase su ejército.
-¿Qué? -dijo el Rey. ¿Desean soste­ner a esos consumidores haraganes otra vez?
-No, su Majestad -contestaron ellos, deseamos enrolarnos.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Los salvadores de vidas

Setenta y cinco Hombres se presentaron ante el Presidente de la Sociedad Humana y solicitaron la gran medalla de oro por haber salvado vidas.
-Vaya, sí -dijo el Presidente, me­diante sus diligentes esfuerzos tantos hom­bres deben haber salvado un considerable número de vidas. ¿Cuántas salvaron?
-Setenta y cinco, señor -replicó el Vocero de los Hombres.
-Ah, sí, eso hace una cada uno; muy buen trabajo, muy buen trabajo, por cierto -dijo el Presidente. No sólo tendrán la gran medalla de oro de la Sociedad sino, también, su recomendación para un em­pleo en las dotaciones de varias estaciones de botes salvavidas a lo largo de la costa. ¿Pero cómo salvaron tantas vidas?
El Vocero de los Hombres respondió:
-Somos agentes de la ley, y acabamos de abandonar la persecución de dos asesi­nos fugitivos.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Los politicos y el botin

Varias Entidades Políticas estaban divi­diendo los despojos.
-Yo tomaré el manejo de las prisiones -dijo un Decente Respeto por la Opinión Pública, y haré un cambio radical.
-Y yo -dijo la Reputación Mancha­da, conservaré mis actuales conexiones con los negocios, mientras mi amiga aquí presente, la Toga Corrupta, permane-cerá en la judicatura.
La Olla Política dijo que no herviría na­da más, si no la volvían a llenar con líqui­do del Pozo Asqueroso.
El Poder Cohesivo del Botín Público ob­servó tranquilamente que las dos candida­turas principales constituirían, suponía, su parte.
-No -dijo La Más Vil Degradación, ya cayeron en mis manos.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Los ojos de la pantera

Uno no siempre se casa cuando está loco

Un hombre y una mujer -la naturaleza había sido responsable del agrupamiento- se encontra­ban sobre un rústico asiento a última hora de la tar­de. El hombre era de mediana edad, esbelto, ateza­do, tenía la expresión de un poeta y la tez de un pirata: era un hombre al que a nadie le importaría volver a mirar una segunda vez. La mujer era joven, rubia, llena de gracia, con algo en su figura y movi­mientos que sugería la palabra «ligereza». Iba vesti­da con un traje gris al que daban textura unas extra­ñas manchas marrones. Podía ser hermosa, pero no era fácil decirlo porque los ojos impedían que se prestara atención al resto del cuerpo: eran de color verde grisáceo, largos y estrechos, con una expre­sión que desafiaba todo análisis. De lo único que podía estar seguro uno es de que eran inquietantes. Cleopatra debió tener unos ojos semejantes.
El hombre y la mujer estaban conversando.
-Cierto -decía ella. ¡Dios sabe que te amo! Pero casarme contigo... eso no. No puedo ni po­dré hacerlo.
-Irene, ya me has dicho eso muchas veces, pero siempre me has negado cualquier explicación. Tengo derecho a saber, a entender, a poner a prue­ba mi fortaleza si es que la tengo. Dame una razón.
-¿De por qué te amo?
Tras sus lágrimas y palidez, la mujer estaba son­riendo. Pero aquello no provocó sentido del hu­mor alguno en el hombre.
-No; para eso no hay razones. Una razón para no casarte conmigo. Tengo derecho a saberlo. Debo saberlo. ¡Lo sabré!
Se había levantado y estaba de pie ante ella, con las manos enlazadas y una arruga en el rostro por la que podría decirse que estaba ceñudo. Daba la impresión de que estaba dispuesto a saberlo, aun­que para ello tuviera que estran-gularla. Ella había dejado de sonreír; simplemente permanecía senta­da, mirando hacia arriba, al rostro de él, con una expresión fija que no parecía tener en absoluto emoción ni sentimiento. Sin embargo, había algo en ella que domeñó el resentimiento del hombre y le hizo estremecerse.
-¿Estás decidido a conocer mi razón? -le pre­guntó en un tono totalmente mecánico, un tono que parecía proceder de su mirada.
-Si no es pedirte demasiado.
Evidentemente, el señor de aquella creación es­taba cediendo a su criatura parte de su dominio.
-Pues muy bien, vas a saberlo: estoy loca.
El hombre se sorprendió, después pareció no creerla y se dio cuenta de que debía estar burlándo­se de él. Pero también ahí le falló el sentido del hu­mor, por lo que a pesar de su incredulidad se sintió absolutamente turbado por aquello en lo que no creía. Entre nuestras convicciones y nuestros sen­timientos no se da un buen entendimiento.
-Eso es lo que dirían los médicos... si lo supie­ran -siguió diciendo la mujer-. Yo preferiría con­siderarlo como un caso de «posesión». Siéntate y escucha lo que voy a decirte.
En silencio, el hombre volvió a sentarse a su lado sobre el rústico banco que había al borde del camino. Frente a ellos, en el lado oriental del valle, las colinas estaban enrojecidas ya por el atardecer; y la quietud, a su alrededor, tenía esa peculiar cua­lidad que anuncia el crepúsculo. La solemnidad misteriosa y significativa del momento se había transmitido de alguna manera al estado de ánimo del hombre. En el mundo espiritual hay, lo mismo que en el material, signos y presagios de la noche.
Procurando no mirarla fijamente a los ojos, pues siempre que lo hacía así tomaba conciencia de un terror indefinible que, pese a su belleza felina, le producían siempre, Jenner Brading escuchó en si­lencio la historia que le contó Irene Marlowe. Como deferencia al posible prejuicio del lector frente al método carente de arte de un narrador de historias poco avezado, el autor se aventura a susti­tuir la versión de Irene por la propia.

Una habitación puede ser demasiado pequeña para tres, aunque uno esté fuera

En una pequeña cabaña de leños compuesta por una sola habitación, escasa y toscamente amueblada, había una mujer sentada en el suelo, con la espalda apoyada en una de las paredes, que aferraba contra su pecho a un niño. Fuera, en to­das las direcciones, se extendía durante muchas millas un bosque denso e ininterrumpido. Era de noche y la habitación estaba a oscuras: ningún ojo humano hubiera podido discernir a la mujer y el niño. Sin embargo, eran observados estrecha y vi­gilantemente, sin que por un instante se relajara la atención; y éste es el hecho sobre el cual gira la pre­sente narración.
Charles Marlowe era de esa clase de pioneros del bosque que ha desaparecido ya en este país: hombres que encontraban su ambiente mas acep­table en las soledades selváticas que se extendían a lo largo de la pendiente oriental del Valle del Mississippi, desde los Grandes Lagos hasta el Golfo de México. Durante más de cien años, ge­neración tras generación, aquellos hombres fue­ron avanzando hacia el oeste, con el rifle y el ha­cha, reclamando aquí y allí a la naturaleza y a sus hijos salvajes unos acres aislados para arar, que tan pronto habían reclamado como tenían que entre­gar a sus sucesores, menos aventureros pero más prósperos. Al final, atravesando el borde del bos­que, llegaron a campo abierto y se desvanecieron como si se hubieran caído de un risco. El pionero de los bosques ya no existe; el pionero de las llanu­ras -aquel cuya fácil tarea consistió en dominar y ocupar dos terceras partes del país en una sola ge­neración- es una criatura distinta e inferior. Com­partiendo con Charles Marlowe, en las extensas soledades, los peligros, durezas y privaciones de aquella vida extraña y poco provechosa, estaban su esposa y su hija, a quienes se sentía apasionada­mente unido, como era habitual entre los de su clase, para quienes las virtudes domésticas eran una religión. La mujer era todavía lo bastante joven como para resultar bonita, y el aislamiento terrible de su destino le era tan nuevo que aún podía sen­tirse alegre. Manteniendo una gran capacidad para ser feliz, aunque las satisfacciones simples de la vida en el bosque no pudieran llenarla, el cielo la había tratado honorablemente, pues sus necesida­des se veían abundante-mente provistas con las ta­reas ligeras de la casa, su hija, su esposo y algunos libros absurdos.
Una mañana de mediados de verano, Marlowe cogió el rifle que estaba colgado de la pared, por medio de unos ganchos de madera, dando a en­tender su intención de salir a cazar.
-Tenemos suficiente carne -le dijo la esposa. No salgas hoy, por favor. ¡Anoche tuve un sueño terrible! No puedo recordarlo, pero estoy casi se­gura de que si sales fuera sucederá en realidad.
Resulta doloroso confesar que Marlowe recibió aquella afirmación solemne con menor gravedad de la que correspondía a la naturaleza misteriosa de la calamidad presagiada. Para ser sinceros, se echó a reír.
-Intenta recordar -le dijo. Quizá soñaste que Baby había perdido la facultad de hablar.
Aquella conjetura se la había sugerido, eviden­temente, el hecho de que Baby, aferrándose al bor­de de la capa de caza del padre con sus diez deditos gordinflones, estaba expresando en ese momento lo que le provocaba la situación con una serie de exultantes «gu-gus» inspirados por el gorro de piel de mapache del padre.
La mujer cedió: como carecía de sentido del humor, no pudo ofrecer resistencia a las bromas amables de su marido. Por tanto, después de besar a la madre y a la hija, salió de la casa cerrando para siempre la puerta a la felicidad.
Al caer la noche no había regresado. La mujer preparó la cena y aguardó. Después acostó a Baby y le cantó suavemente hasta que se durmió. Para entonces, el fuego del hogar sobre el que había co­cinado la cena se había apagado y la habitación es­taba iluminada por una sola vela. La colocó en la ventana abierta como señal de bienvenida al caza­dor, por si acaso se aproximaba por ese lado. Precavidamente había cerrado y colocado la barra en la puerta contra los animales salvajes que pu­dieran preferirla a una ventana abierta; en cuanto a las costumbres de los animales de presa de entrar en una casa sin ser invitados, no estaba bien infor­mada, pero con auténtica previsión femenina ha­bía considerado la posibilidad de que lo hicieran por la chimenea. Conforme avanzaba la noche no fue sintiéndose menos ansiosa, pero sí más som­nolienta, y finalmente apoyó los brazos en la cama junto a la hija y reposó la cabeza sobre ellos. La vela de la ventana se quemó hasta el candelero, chis-porroteó y llameó un momento y se apagó sin que nadie la viera, pues la mujer dormía y estaba soñando.
En el sueño se encontraba sentada junto a la cuna de una segunda hija. La primera había muer­to. El padre había muerto. La casa del bosque se había perdido y el lugar donde vivía no le resulta­ba familiar. Tenía unas pesadas puertas de roble que estaban siempre cerradas, y por el lado exte­rior de las ventanas, incrustadas en los gruesos muros de piedra, había barras de hierro que evi­dentemente (así lo pensó ella) estaban puestas allí contra los indios. Todo aquello lo percibió con una infinita piedad hacia ella misma, pero sin sor­presa: una emoción que resulta desconocida en los sueños. El cobertor impedía ver a la niña que esta­ba en la cuna, pero algo le impulsó a apartarlo. Lo hizo así y quedó al descubierto el rostro de un ani­mal salvaje. Despertó del sueño con el sobresalto de aquella revelación temible temblando en la os­curidad de su cabaña del bosque.
Recuperando lentamente el sentido de lo que la rodeaba real-mente, tocó a la niña real y se asegu­ró de que respiraba y estaba bien; pero no pudo evitar pasarle ligeramente una mano por el rostro.
Después, movida por algún impulso que proba­blemente no habría podido explicar, se levantó, tomó en sus brazos al bebé dormido y lo apretó contra el pecho. La mujer se dio entonces la vuelta hacia la pared junto a la que se encontraba la cabe­cera de la cuna y, al levantar la mirada, vio dos objetos brillantes que producían un resplandor verde-rojizo en la oscuridad. Los tomó por dos carbones del hogar, pero al recuperar el sentido de la dirección cobró conciencia, con inquietud, de que no se encontraban en esa zona de la habita­ción, sino que estaban demasiado elevados, casi al nivel de su mirada... de su propia mirada. Pues eran los ojos de una pantera.
El animal se encontraba en la ventana abierta que tenía enfrente, a menos de cinco pasos. Lo único que podía verse era aquellos ojos terribles, pero en el tumulto angustiado de sus sentimien­tos, cuando comprendió la situación, supo, de al­guna manera, que el animal se encontraba apoya­do en sus cuartos traseros, con las patas delanteras sobre la repisa de la ventana. Aquello significaba un interés maligno, y no una simple gratificación de una curiosidad indolente. La conciencia de su actitud fue un horror añadido que acentuó la ame­naza de aquellos ojos terribles, en cuyo fuego fir­me se consumieron totalmente la fuerza y el valor de la mujer. Mientras se interrogaba a sí misma en silencio, se estremeció y se sintió enferma. Le falla­ron las rodillas y gradualmente, tratando de evitar instintivamente un movimiento repentino que provocara a la bestia a lanzarse sobre ella, fue aga­chándose, se apoyó en la pared y trató de proteger al bebé con su cuerpo tembloroso sin apartar la mirada de las esferas luminosas que la estaban ma­tando. En su dolor, ni siquiera pensó en la llegada de su esposo: no tenía ninguna esperanza o suge­rencia de que pudiera escapar o la rescataran. Su capacidad de pensar y sentir se había reducido a las dimensiones de una sola emoción: el miedo al salto del animal, al impacto de su cuerpo, al golpe de sus grandes patas, al contacto de sus dientes en la garganta, al que devorara a su bebé. Totalmente inmóvil y en absoluto silencio, aguardó su destino mientras los momentos se convertían en horas, en años, en eras; pero durante todo aquel tiempo, aquellos ojos diabólicos mantuvieron la vigilancia.
Al regresar tarde a su cabaña aquella noche, con un ciervo sobre los hombros, Charles Marlowe in­tentó abrir la puerta, pero ésta no cedió. Llamó y no obtuvo respuesta. Dejó el ciervo en el suelo y rodeó la cabaña para dirigirse a la ventana; al dar la vuelta a la esquina creyó oír el sonido de unos pa­sos sigilosos y unos crujidos en el matorral del bos­que, pero eran demasiado ligeros para estar seguro de ello, a pesar de que su oído era muy fino. Se acercó a la ventana y se sorprendió de encontrarla abierta, pero pasó una pierna por encima de la re­pisa y entró en la cabaña. Todo era oscuridad y si­lencio. Se abrió camino hasta el hogar, encendió una cerilla y prendió una vela. Miró entonces a su alrededor y vio a su esposa acobardada en el suelo, apoyada en la pared, aferrando a la niña. Cuando corrió hacia ella, ésta se levantó y rompió a reír, con una risa prolongada, fuerte y mecánica, des­provista de alegría y de sentido: ese tipo de risa que se asemeja al rechinar metálico de una cadena. Sin darse cuenta de lo que hacía, extendió los brazos hacia ella. Seguía sosteniendo el bebé, pero estaba muerto: la fuerza del abrazo de la madre había sido mortal.

La teoría de la defensa

Eso fue lo que sucedió una noche en un bos­que, pero Irene Marlowe no se lo contó todo a Jenner Brading: ella misma no lo sabía todo. Cuando hubo concluido la narración, el sol estaba por debajo del horizonte y el prolongado crepús­culo del verano había empezado a profundizar en las hondonadas de la tierra. Brading guardó silen­cio unos momentos, pues esperaba que el relato prosiguiera con alguna relación concreta con la conversación que lo había iniciado; pero la narra­dora permanecía tan silenciosa como él, con el rostro apartado, enlazando y soltando las manos que tenía sobre su regazo, como una sugerencia singular de una actividad que fuera independiente de su voluntad.
-Es una historia triste, terrible -observó por fin Brading, pero no la entiendo. Dices que Charles Marlowe es tu padre; y eso lo sé. Que en­vejeció antes de tiempo, destrozado por alguna gran pena; lo he visto o creí haberlo visto. Pero perdona que no entienda el que digas que tú... que tú...
-Que estoy loca -contestó ella sin el menor movimiento de la cabeza o el cuerpo.
-Pero Irene, dices... por favor, querida, no apartes la vista de mí: dices que la niña murió, no que se volvió loca.
-Ciertamente, esa niña: yo soy la segunda. Nací tres meses después de aquella noche, pues la piedad permitió a mi madre vivir hasta que me dio la vida a mí.
Brading volvió a guardar silencio; se sentía algo aturdido y no se le ocurría nada adecuado que de­cir. Ella seguía teniendo el rostro apartado. En su confusión, él fue a tomar impulsivamente las ma­nos que ella cerraba y abría en el regazo, pero algo, aunque no supo qué, le retuvo. Recordó entonces, vagamente, que nunca la había cogido de la mano.
-¿Es probable que una persona nacida en esas circunstancias sea como las demás... como las que se consideran cuerdas?
Brading no respondió; le preocupaba un nuevo pensamiento que estaba tomando forma en su mente: lo que un científico habría llamado una hi­pótesis, y un detective una teoría. Podía arrojar una luz adicional, aunque bastante fantástica, acerca de las dudas sobre la cordura de ella que no había despejado con su relato.
El país era todavía nuevo, y fuera de los pueblos estaba escasa-mente poblado. El cazador profesio­nal seguía siendo una figura habitual que tenía en­tre sus trofeos las cabezas y las pieles de las piezas de caza mas grandes. Los relatos diversamente creíbles acerca de encuentros nocturnos con ani­males salvajes en caminos solitarios eran corrien­tes, pasaban por las fases habituales de crecimien­to y decadencia, y terminaban por ser olvidados. Una adición reciente a esos apócrifos populares, que parecía haberse originado por genera-ción es­pontánea en varios hogares, era el de una pantera que había asustado a algunos miembros de la fa­milia mirándoles por la noche desde una ventana. El cuento había provocado su pequeña oleada de excitación: incluso había alcanzado la distinción de ocupar un espacio en un periódico local. Bra­ding no le había prestado atención, pero la seme­janza con la historia que acababa de escuchar le impresionó de una manera que era algo más que accidental. ¿No era posible que una historia hu­biera sugerido la otra: que al encontrar las condi­ciones apropiadas en una mente morbosa y una fantasía fértil hubiera ido creciendo hasta conver­tirse en el relato trágico que había escuchado?
Brading recordó determinadas circunstancias de la historia y el tempera-mento de la joven, a las que hasta entonces no había prestado atención por la falta de curiosidad del enamorado: la vida solitaria que llevaba con su padre, en cuya casa, por lo visto, nadie era aceptado como visitante, o el extraño miedo a la noche con el que aquellos que mejor la conocían explicaban el que nunca se la viera después de oscurecer. Seguramente, en una mente así la imaginación habría ardido con una llama ingobernable, penetrando y envolvien­do la estructura entera. De que estaba loca no le cabía ya ninguna duda, aunque esa convicción le produjera el dolor más agudo; simplemente había confundido erróneamente el efecto de su trastor­no mental con su causa, poniendo en relación imaginaria con su propia personalidad las extrava­gancias de los creadores de mitos del lugar. Con la intención vaga de poner a prueba su nueva «teo­ría», pero sin ninguna idea concreta de cómo ha­cerlo, dijo gravemente, aunque vacilante:
-Irene, amor mío, quiero que me digas... te ruego que no te ofendas, pero dime...
-Ya te lo he dicho -le interrumpió ella hablando con una ansiedad apasionada que él nunca le había escuchado: ya te he dicho por qué no podemos ca­sarnos. ¿Hay algo más que merezca la pena decir?
Antes de que pudiera detenerla, se había levan­tado de un salto del banco, y sin ninguna palabra o mirada se deslizó entre los árboles hacia la casa de su padre. Brading se había levantado para rete­nerla; pero se quedó en pie, observándola en silen­cio, hasta que se desvaneció en la penumbra. De pronto se sobresaltó como si le hubieran dispara­do; su rostro adoptó una expresión de asombro y alarma: ¡en una de las sombras negras por la que había desaparecido ella, Brading captó un vislum­bre rápido y breve de unos ojos brillantes! Por un instante permaneció asombrado y falto de resolu­ción, pero enseguida se lanzó al bosque tras ella, gritando:
-¡Cuidado, Irene, cuidado! ¡La pantera! ¡La pantera!
Un momento después había cruzado la franja boscosa y llegado a campo abierto, a tiempo para ver cómo la falda gris de la joven desaparecía tras la puerta de su padre. No se veía por allí pantera al­guna.

Una apelación a la conciencia de Dios

El abogado Jenner Brading tenía su casa de campo en las afueras de la ciudad. Justo detrás de ella estaba el bosque. Como era soltero y, por tan­to, el draconiano código moral de la época y el lu­gar le negaba los servicios de la única especie de ayuda doméstica que se conocía por allí, la «joven contratada», se alojaba en el hotel del pueblo, donde tenía también su despacho. La casa que te­nía junto al bosque era simplemente un aloja­miento que mantenía, desde luego sin grandes costos, como muestra de prosperidad y respetabi­lidad. Era poco adecuado que aquel a quien un pe­riódico local había señalado con orgullo como «el principal jurista de su tiempo» careciera de hogar, aunque a veces él sospechara que los términos «ho­gar» y «casa» no eran estrictamente sinónimos.
Ciertamente, su conciencia de esa disparidad, y su voluntad de armonizarla, fueron asuntos de de­ducción lógica, pues era sabido de manera general que poco después de construirse la casa su propie­tario había hecho un intento inútil de casarse: en realidad había llegado hasta el punto de ser recha­zado por la hermosa pero excéntrica hija del ancia­no Marlowe, el recluso. Esto era del dominio pú­blico, y resultaba creíble porque lo había contado él mismo, y no ella, lo que era una inversión del orden habitual de las cosas y por tanto no podía dejar de resultar convincente.
El dormitorio de Brading se encontraba en la parte posterior de la casa, con una sola ventana que daba al bosque. Una noche le despertó un rui­do en la ventana; apenas pudo saber de qué se tra­taba. Con una pequeña conmoción nerviosa, se sentó en la cama y cogió el revólver que, con una previsión más apropiada en alguien que tuviera la costumbre de dormir en el suelo con la ventana abierta, había puesto bajo la almohada. La habita­ción se encontraba en una oscuridad total, pero no sintiéndose aterrado, supo adónde dirigir la mira­da, y aguardó en silencio lo que pudiera suceder. Pudo discernir entonces oscuramente cómo se abría una zona en la que la oscuridad se volvía más ligera. Después, en el borde inferior, aparecieron dos ojos relucientes que ardían con un brillo ma­ligno que producía un terror inexpresable. A Brading el corazón le dio un vuelco y luego pare­ció quedársele inmóvil. Un escalofrío recorrió su columna y los cabellos; sintió que la sangre aban­donaba sus mejillas. No fue capaz de gritar, ni para salvar su vida; como era hombre de coraje, no lo habría hecho, ni para salvar la vida, aunque hubie­ra sido capaz de ello. Pudo sentir cierto temblor en su cuerpo cobarde, pero su espíritu era de un ma­terial más duro. Lentamente, los ojos brillantes se elevaron con un movimiento que parecía de apro­ximación; y lentamente también, la mano derecha de Brading sostuvo la pistola. ¡Disparó!
Cegado por el destello y aturdido por el hecho, sin embargo Brading escuchó, o creyó escuchar, el grito salvaje y profundo de la pantera, aunque le pareció sonar muy humano y le sugirió algo dia­bólico. Saliendo de la cama de un salto, se vistió rápidamente y, con la pistola en la mano, salió por la puerta y se encontró con dos o tres hombres que llegaban corriendo desde la carretera. Tras una cuidadosa búsqueda por la casa, les dio una breve explicación. La hierba estaba húmeda por el rocío, y bajo la ventana se veía un trecho pisoteado que formaba un rastro sinuoso, visible bajo la luz de una linterna, y que se dirigía hacia los arbustos.
Uno de los hombres tropezó y cayó sobre las ma­nos; al levantarse y frotarlas se dio cuenta de que estaban resbaladizas. Al examinarlas vieron que es­taban enrojecidas con sangre.
El encuentro con una pantera herida, sin ir ar­mados, no era del agrado de ninguno; todos se dieron la vuelta, salvo Brading. Éste, llevando una linterna y la pistola, se introdujo valientemente en el bosque. Tras cruzar una zona difícil por el mato­rral bajo, llegó a un pequeño claro y allí encontró recompensa a su valor, pues vio el cuerpo de su víctima. Pero no era una pantera.
Eso es lo que se ha contado, incluso hasta el día de hoy, junto a una lápida gastada por el tiempo del cementerio del pueblo, y durante muchos años, así lo atestiguó diariamente junto a la tumba la figura encorvada y de rostro apenado del ancia­no Marlowe, a cuya alma, y a la de su extraña e in­feliz hija, la lápida desea paz. Paz y reparación.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Los intolerables gemelos

Una Serpiente de Cascabel, observando que se acercaba un Hombre con una Cá­mara Fotográfica, se arrastró debajo de una piedra plana, y no dejó expuesta otra cosa más que la punta de su nariz.
-No iba a fotografiarte -explicó el Hombre de la Cámara, con un toque de tristeza en su voz. Poseo la antigua fe en la divina sabiduría de las serpientes, y he venido a preguntarte por qué soy odiado y evitado por toda la humanidad.
-Cielos -dijo la Serpiente de Casca­bel, los dioses me han negado ese cono­cimiento. ¿Puedes decirme tú por qué yo no soy muy requerida como compañera?

1.007.5 Briece (Ambrose)

Los hermanos de luto

Advirtiendo que estaba por morir, un Anciano convocó a sus dos Hijos junto a su lecho, y expuso la situación.
-Hijos míos -les dijo, ustedes no me ofrecieron muchas señales de respeto durante mi vida, pero darán fe de su pena por mi muerte. Aquel que más tiempo ¡le­ve luto en su sombrero en mi memoria, se quedará con toda mi fortuna. He hecho un testamento a tal efecto.
De modo que cuando el Anciano murió, los jóvenes pusieron luto en sus sombreros, y lo llevaron hasta que ellos mismos fueron viejos, cuando, comprendiendo que ningu­no de los dos lo abandonaría, convinieron que el más joven dejaría de usar luto, y el mayor le daría la mitad de la fortuna. ¡Pero cuando el mayor solicitó la propiedad, se encontró con que había habido un Albacea!
De este modo, fueron adecuadamente castigadas la hipocresía y la obstinación.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Los dos salteadores

Dos Salteadores de caminos estaban sentados tomando un trago, en un refugio a un costado del camino, comparando sus aventuras nocturnas.
-Yo lo paré al jefe de Policía -dijo el Primer Salteador, y me fui con todo lo que tenía.
-Y yo -dijo el Segundo Salteador­paré al Fiscal del Distrito de los Estados Unidos, y me fui con...
-¡Buen Dios! -interrumpió el otro, colmado de asombro y admiración. ¿Te fuiste con todo lo que ese tipo tenía?
-No -explicó el infortunado narra­dor. Sólo con una pequeña parte de lo que tenía yo.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Los dos politicos

Dos Políticos cambiaban ideas acerca de las recompensas por el servicio público.
-La recompensa que yo más deseo -di­jo el Primer Político- es la gratitud de mis conciudadanos.
-Eso sería muy gratificante, sin duda -dijo el Segundo Político, pero es una lástima que con el fin de obtenerla tenga uno que retirarse de la política.
Por un instante se miraron uno al otro, con inexpresable ternura; luego, el Primer Político murmuró:
-¡Que se haga la voluntad del Señor! Ya que no podemos esperar una recom­pensa, démonos por satisfechos con lo que tenemos.
Y sacando las manos por un momento del tesoro público, juraron darse por satis­fechos.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Los dos poetas

Dos poetas se disputaban la Manzana de la Discordia y el Hueso de la Disputa, porque ambos estaban muy hambrientos.
-Hijos míos -dijo Apolo, repartiré los premios entre ustedes. Tú -dijo al Pri­mer Poeta- sobresales en Arte: toma la Manzana. Y tú -dijo al Segundo Poeta, en imaginación: toma el Hueso.
-¡El mejor premio al Arte! -dijo el Primer Poeta, con aire triunfante, y tratan­do de devorar su premio se rompió todos los dientes. La Manzana era una obra de arte.
-Eso demuestra el desprecio de nues­tro maestro por el mero Arte -dijo el Se­gundo Poeta, sonriendo.
Trató de roer su Hueso, pero sus dientes lo atravesaron sin encontrar resistencia. Era un Hueso imaginario.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Los dos loros

Un Autor que había hecho una fortuna escribiendo vulgaridades, tenía un Loro.
-¿Por qué no tengo una jaula de oro? -preguntó el ave.
Y le respondió su dueño:
-Porque tú piensas mejor de lo que re­pites, como lo demuestra tu pregunta. Y porque no tenemos la misma audiencia.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Los dos hijos

Un Hombre tenía Dos Hijos. El mayor era virtuoso y obediente, el más joven per­verso y taimado. Cuando el padre estaba por morir, los llamó ante él y dijo:
-Sólo tengo dos cosas valiosas: mi re­baño de camellos y mi bendición. ¿Cómo los distribuiré?
-Dame tu bendición -dijo el Hijo Más Joven, porque puede reformarme. Si me dieras los camellos, seguramente yo sin duda los vendería y malgastaría el di­nero.
El Hijo Mayor, disimulando su júbilo, dijo que trataría de contentarse con los ca­mellos y un recuerdo piadoso.
Todo se arregló según lo hablado y el Hombre murió. Entonces, el perverso Hijo Más Joven se presentó ante el Cadí y dijo:
-Mira, mi hermano se ha apropiado de mi herencia legítima. Es tan malo que nuestro padre, como todo el mundo sabe, le negó su bendición; ¿es verosímil que le haya dado los camellos?
El Hijo Mayor fue obligado a entregar el rebaño y fue correctamente apaleado por su rapacidad.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Los dos escepticos

Ciertos paganos cuyo ¡dolo estaba muy deteriorado lo arrojaron a un río. Luego, erigieron uno nuevo y se entregaron a la adoración pública, a sus pies.
-¿Qué significa todo esto? -preguntó el Nuevo ¡dolo.
-Padre del Regocijo y del Coágulo -dijo el Gran Sacerdote, sé paciente y te instruiré en las doctrinas y ritos de nuestra santa religión.
Un año después, tras un curso de estu­dios de teología, el ¡dolo pidió que lo arro­jaran al río, declarándose ateo.
-No permitas que eso te moleste -di­jo el Gran Sacerdote, yo también lo soy.

1.007.5 Briece (Ambrose)

Los cañones de madera

Un Regimiento de Artillería de la Mili­cia Estatal solicitó al Gobernador, cañones de madera para la práctica.
-Resultarán más baratos que cañones de verdad -explicó.
-No se dirá de mí que sacrifiqué la efi­cacia a la economía -dijo el Goberna­dor. Tendrán cañones de verdad.
-Gracias, gracias -exclamaron efusi­vamente los guerreros. Los cuidaremos mucho, y en caso de guerra los reintegra­remos al arsenal.

1.007.5 Briece (Ambrose)

La zarigüeya del futuro

Un día, una Zarigüeya que se había dormido colgada de la cola, en la rama más alta de un árbol, despertó y vio una enorme Víbora enroscada cerca de la ra­ma, entre ella y el tronco del árbol.
-Si me quedo -se dijo, me engulli­rá; si me dejo caer me romperé el cuello.
Pero súbitamente se le ocurrió una es­tratagema.
-Mi perfecto amigo -dijo, mi ins­tinto paternal reconoce en usted una noble evidencia e ilustración de la teoría del de­sarrollo. Usted es la Zarigüeya del Futuro, el Sobreviviente Mejor Adaptado, último de nuestra especie, el fruto maduro de la prensilidad progresiva: ¡pura cola!
Pero la Víbora, orgullosa de su antigua superioridad en la historia de las Escritu­ras, fue estrictamente ortodoxa y no acep­tó el punto de vista científico.

1.007.5 Briece (Ambrose)