En medio de la ceniza tibia había
quedado un tizón todavía encendido. Lentamente y con mucha parsimonia iba
consumiendo sus últimas energías, nutriéndose con el mínimo indispensable para
no morir.
Pero llegó la hora de poner la sopa
al fuego, y la hoguera fue avivada con nueva leña. Una cerilla, con su pequeña
llama, resucitó al tizón que parecía apagado ya y una lengua de fuego se
deslizó entre la leña sobre la que estaba puesto el caldero.
Alegrándose con los troncos bien
secos que le habían puesto encima, el fuego comenzó a levantarse, expulsando el
aire ador-mecido entre un leño y otro; y jugando con la nueva leña, y
divirtiéndose en correr arriba y abajo, como tejedor de sí mismo, se alargaba
cada vez más.
Comenzó, entonces, a hacer
despuntar sus lenguas fuera de la leña, abriendo en ella muchas ventanas desde
las que lanzaba puñados de centelleantes chispas; las tinieblas que invadían la
cocina se alejaron, huyendo; mientras, cada vez más alegres, las llamas crecían
bromeando con el aire circundante, y empezaron a cantar con un crepitar suave y
dulce.
El fuego, viéndose ya tan crecido
sobre la leña, empezó a cambiar su ánimo, manso y tranquilo casi siempre, por
una engolada y antipática soberbia, haciéndose la ilusión de ser él quien
atraía sobre aquellos pocos leños el don de la llama.
Se puso a soplar, a llenar de
explosiones y chispas todo el hogar; dirigió sus grandes llamaradas hacia lo
alto, decidido a partir en un vuelo sublime... y terminó chocando con la negra
base del caldero.
Hay que refrenar hasta un nivel conveniente el ímpetu de nuestras
acciones y el techo de nuestras aspiraciones; de otro modo nos exponemos a
sumirnos en el negro pozo de la frustación.
(de Fábulas, Atl.116 v. b.)
1.082.5 Da vinci (Leonardo) - 012
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