Cierto
día dos ríos, el uno celoso del otro, se presentaron a Neptuno con el fin de
disputar los primeros honores. Se hallaba el dios en el seno de una gruta
profunda, sentado en un trono de oro; las bóvedas eran de piedras dibujadas
cubiertas de rocalla y conchas marinas; de todas partes llegaban las aguas
inmensas y se detenían a sus pies para elevarse luego, como un dosel, sobre la
cabeza del dios. Veíanse allí al viejo Nereo, rizado y curvo como Saturno; al
grande Océano, padre de las ninfas; Tetis, llena de encantos; Anfítrite con su
pequeño Palemón; Ino y Melicertes y a la multitud de jóvenes Nereidas. Proteo
hallábase rodeado de sus rebaños marinos, los cuales por sus vastas narices
abiertas, aspiraban las ondas amargas para vomitarlas luego como las rápidas
cascadas que se despeñan por los escarpados roquizales. Todas las fuentecillas
transparentes, los arroyos presurosos cubiertos de espumas. Los torrentes que
riegan la tierra y los mares que la rodean, llevaban el tributo de sus aguas al
padre soberano de las ondas. Los dos ríos, el Nilo y Ganges, avanzaron; el Nilo
ostentaba en su mano una palma y el Ganges una caña índica cuyo meollo ofrece
un jugo tan dulce que se le llama azúcar; ambos iban coronados de juncos. La
vejez de ambos era tan avanzada como majestuosa; sus cuerpos nerviosos
mostraban un vigor y una nobleza muy superior a la de los hombres. Su barba,
de un verde azulado, ondulaba hasta la cintura: sus ojos eran vivos y
resplañdecientes; sus cejas, espaciadas y húmedas, caíanles sobre los párpados.
Atravesaron el conjunto de monstruos marinos; los rebaños de tritones
retozantes tocaban sus retorcidos cuernos; los delfines sacaban sus cabezas y
con las colas levantaban montañas de espuma y hundíanse de nuevo en las aguas,
como si se les abrieran los abismos.
El
Nilo fue el primero en hablar; y lo hizo de esta suerte:
-¡Oh,
gran Hijo de Saturno que gobernáis el vasto imperio de las aguas! ¡Compadeceos
de mi dolor! Ahora se me discute la gloria adquirida por mí después de tantos
siglos; un nuevo río que fluye por países bárbaros osa disputarme los primeros
honores. ¿Por ventura habéis olvidado que la tierra de Egipto, fertilizada por
mis aguas, fue el asilo de los dioses, cuando los gigantes quisieron escalar el
Olimpo? Yo soy quien ha enriquecido estas tierras; yo soy quien ha hecho tan
potente y delicioso al Egipto. Mi curso es inmenso; yo vengo de los países
ardorosos donde no osan acercarse los mortales; y cuando Faetón, sobre el carro
del Sol, viene para caldearlas y para evaporar mis aguas, entonces levanto
tanto mi cabeza que, desde aquel tiempo hasta el presente, no se ha podido
saber dónde se halla mi fuente y mi origen. Cuando las metodizadas inundaciones
de los riachuelos inundan las campiñas, mis aguas más regulares esparcen por
el Egipto la abundancia, y así son sus tierras deliciosas como un bello jardín;
y dóciles circulan por los canales que el hombre fabrica para regar sus campos
y facilitar el comercio. Innumerables villas -cuéntanse hasta veinte mil en el
solo Egipto- asiéntanse en mis riberas. Sabéis bien que mis cascadas y
cataratas entonan cadencias maravillosas con el caudal ingente de las aguas, bajando
por los roquedales a las llanuras del Egipto. Dícese también que el rumor de
mis aguas llega a ser tan grande que ensordece a los hombres. Siete bocas
diferentes llevan su caudal a vuestro imperio; y el delta que forman constituye
la más sabia morada del pueblo mejor organizado y más antiguo del universo;
cuenta muchos años de historia en la tradición de sus sacerdotes. También votan
a mi favor el largo de mi curso, la antigüedad de mis pueblos, las maravillas
con que los dioses han colmado mis riberas, la fertilidad de mis tierras,
gracias a mis inundaciones, y la singularidad de mi desconocido origen. Mas,
¿por qué ponderarlo contra un adversario que vale tan poco? Él sale de las
tierras salvajes y heladas de los escitas y vierte sus aguas en un mar huérfano
de otro comercio que el de los bárbaros: aquellos países son célebres sólo por
haberlos subyugado Baco seguido de una multitud de hembras ebrias y desgreñadas
que danzaban con los tirsos en la
mano. No ostenta en sus riberas ni pueblos limpios y sabios,
ni villas magníficas, ni monumentos en honor de los dioses: es un nuevo dios
que allí se pregona tal, sin dar pruebas de su divinidad. ¡Oh, poderoso dios!
¡Vos que mandáis a los vientos y a las tempestades, confundid su temeridad!
Entonces
replicó el Ganges:
-Lo
oportuno es confundir la
vuestra. En efecto, sois el río más antigua-mente conocido:
pero no existíais antes de que yo existiera. Como vos, también yo desciendo de
las altas montañas y recorro vastos países y recibo el tributo de muchos
afluentes y por infinitas bocas vierto mi caudal al mar y fertilizo las
llanuras que inundo. Si, siguiendo vuestro ejemplo, quisiera ostentar lo
maravilloso, diré con los indios, que bajo del cielo y que mis aguas bienhechoras
no son menos saludables al cuerpo que al alma. Pero no es preciso envanecerse
de quimeras ante el dios de los ríos y los mares. Creado cuando el mundo salió
del caos, muchos escritores me hacen nacer en el paraíso de las delicias, que
fue la primera patria de los hombres. Pero lo cierto es que riego más reinos
que vos; es que recorro otras tierras tan risueñas y tan fecundas: es que
arrastro el oro, que es tan caro a los hombres; es que en mis playas hállanse
las perlas, los diamantes y cuanto orna los templos y los mortales; es que a la
vera de mi corriente vense edificios soberbios donde se celebran largas y magníficas
fiestas. Los indios, como los egipcios, tienen sus antigüedades, sus
metamorfosis, sus fábulas; pero sobre ellos, son gimno-sofistas y filósofos
esclarecidos. ¿Quién de vuestros sacerdotes puede compa-rarse a Pilpay? Él
enseñó a los monarcas los principios de la moral y el arte de gobernar con
justicia y bondad. Sus apólogos ingeniosos han hecho su nombre inmortal[1];
se los lee, pero no aprovechan demasiado a los estados que he enriquecido; y
así lo que nos hace quedar mal a los dos es que únicamente vemos en nuestras
riberas monarcas desventurados, porque no aman sino los placeres y un poder sin
moderación; es que ninguno de los dos ve, en cualquiera de las partes de la
tierra, más que pueblos desgraciados, porque son esclavos casi todos sus habitantes,
víctimas de voluntades arbitrarias y de la insaciable avidez de amos que mejor
que gobernarlos los explotan. ¿Para qué nos sirve, pues, la antigüedad de
origen, la abundancia de las aguas y el espectáculo de las maravillas que
ofrecemos al navegante? Yo no aspiro ni a los honores ni a la gloria de la
preferencia, porque con ello no podría contribuir a la felicidad de las
muchedumbres, puesto que sólo serviría para entretener la molicie y la avidez
de algunos tiranos fastuosos e indolentes. No hay riqueza ni grandeza estimable
si no es útil al género humano.
Neptuno
y la asamblea de los dioses marinos aplaudieron el discurso del Ganges y
alabaron su tierna compasión hacia la Humanidad vejada y dolorida. Y le dieron
la esperanza de que, desde otra parte del mundo, transportarían a la India
naciones más cultivadas y humanas que pudieran establecer los principios
políticos verdaderos, haciéndoles comprender que la verdadera felicidad
consiste en hacer felices a los súbditos y en gobernarlos con sabiduría y
moderación.
[1]
Alusión alas célebres Fábulas de Pilpay, que no eran
otra cosa que una traducción francesa, aparecida en el siglo XVII del
Panchatantra indio.
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