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martes, 2 de septiembre de 2014

El nilo y el ganges

Cierto día dos ríos, el uno celoso del otro, se pre­sentaron a Neptuno con el fin de disputar los pri­meros honores. Se hallaba el dios en el seno de una gruta profunda, sentado en un trono de oro; las bó­vedas eran de piedras dibujadas cubiertas de rocalla y conchas marinas; de todas partes llegaban las aguas inmensas y se detenían a sus pies para elevarse luego, como un dosel, sobre la cabeza del dios. Veíanse allí al viejo Nereo, rizado y curvo como Saturno; al grande Océano, padre de las ninfas; Tetis, llena de encantos; Anfítrite con su pequeño Palemón; Ino y Melicertes y a la multitud de jóvenes Nereidas. Pro­teo hallábase rodeado de sus rebaños marinos, los cuales por sus vastas narices abiertas, aspiraban las ondas amargas para vomitarlas luego como las rá­pidas cascadas que se despeñan por los escarpados roquizales. Todas las fuentecillas transparentes, los arroyos presurosos cubiertos de espumas. Los to­rrentes que riegan la tierra y los mares que la rodean, llevaban el tributo de sus aguas al padre soberano de las ondas. Los dos ríos, el Nilo y Ganges, avanzaron; el Nilo ostentaba en su mano una palma y el Ganges una caña índica cuyo meollo ofrece un jugo tan dulce que se le llama azúcar; ambos iban coronados de juncos. La vejez de ambos era tan avanzada como majestuosa; sus cuerpos nerviosos mostraban un vigor y una nobleza muy superior a la de los hom­bres. Su barba, de un verde azulado, ondulaba hasta la cintura: sus ojos eran vivos y resplañdecientes; sus cejas, espaciadas y húmedas, caíanles sobre los pár­pados. Atravesaron el conjunto de monstruos ma­rinos; los rebaños de tritones retozantes tocaban sus retorcidos cuernos; los delfines sacaban sus cabezas y con las colas levantaban montañas de espuma y hun­díanse de nuevo en las aguas, como si se les abrieran los abismos.
El Nilo fue el primero en hablar; y lo hizo de esta suerte:
-¡Oh, gran Hijo de Saturno que gobernáis el vasto imperio de las aguas! ¡Compadeceos de mi dolor! Ahora se me discute la gloria adquirida por mí después de tantos siglos; un nuevo río que fluye por países bárbaros osa disputarme los primeros honores. ¿Por ventura habéis olvidado que la tierra de Egipto, fertilizada por mis aguas, fue el asilo de los dioses, cuando los gigantes quisieron escalar el Olimpo? Yo soy quien ha enriquecido estas tierras; yo soy quien ha hecho tan potente y delicioso al Egipto. Mi cur­so es inmenso; yo vengo de los países ardorosos donde no osan acercarse los mortales; y cuando Faetón, sobre el carro del Sol, viene para caldearlas y para evaporar mis aguas, entonces levanto tanto mi cabeza que, desde aquel tiempo hasta el presente, no se ha podido saber dónde se halla mi fuente y mi origen. Cuando las metodizadas inundaciones de los riachuelos inundan las campiñas, mis aguas más re­gulares esparcen por el Egipto la abundancia, y así son sus tierras deliciosas como un bello jardín; y dóciles circulan por los canales que el hombre fa­brica para regar sus campos y facilitar el comercio. Innumerables villas -cuéntanse hasta veinte mil en el solo Egipto- asiéntanse en mis riberas. Sabéis bien que mis cascadas y cataratas entonan cadencias maravillosas con el caudal ingente de las aguas, ba­jando por los roquedales a las llanuras del Egipto. Dícese también que el rumor de mis aguas llega a ser tan grande que ensordece a los hombres. Siete bocas diferentes llevan su caudal a vuestro imperio; y el delta que forman constituye la más sabia morada del pueblo mejor organizado y más antiguo del univer­so; cuenta muchos años de historia en la tradición de sus sacerdotes. También votan a mi favor el largo de mi curso, la antigüedad de mis pueblos, las ma­ravillas con que los dioses han colmado mis riberas, la fertilidad de mis tierras, gracias a mis inundacio­nes, y la singularidad de mi desconocido origen. Mas, ¿por qué ponderarlo contra un adversario que vale tan poco? Él sale de las tierras salvajes y hela­das de los escitas y vierte sus aguas en un mar huér­fano de otro comercio que el de los bárbaros: aque­llos países son célebres sólo por haberlos subyugado Baco seguido de una multitud de hembras ebrias y desgreñadas que danzaban con los tirsos en la mano. No ostenta en sus riberas ni pueblos limpios y sa­bios, ni villas magníficas, ni monumentos en honor de los dioses: es un nuevo dios que allí se pregona tal, sin dar pruebas de su divinidad. ¡Oh, poderoso dios! ¡Vos que mandáis a los vientos y a las tempes­tades, confundid su temeridad!
Entonces replicó el Ganges:
-Lo oportuno es confundir la vuestra. En efec­to, sois el río más antigua-mente conocido: pero no existíais antes de que yo existiera. Como vos, tam­bién yo desciendo de las altas montañas y recorro vastos países y recibo el tributo de muchos afluentes y por infinitas bocas vierto mi caudal al mar y fer­tilizo las llanuras que inundo. Si, siguiendo vuestro ejemplo, quisiera ostentar lo maravilloso, diré con los indios, que bajo del cielo y que mis aguas bien­hechoras no son menos saludables al cuerpo que al alma. Pero no es preciso envanecerse de quimeras ante el dios de los ríos y los mares. Creado cuando el mundo salió del caos, muchos escritores me hacen nacer en el paraíso de las delicias, que fue la prime­ra patria de los hombres. Pero lo cierto es que riego más reinos que vos; es que recorro otras tierras tan risueñas y tan fecundas: es que arrastro el oro, que es tan caro a los hombres; es que en mis playas hállanse las perlas, los diamantes y cuanto orna los templos y los mortales; es que a la vera de mi corriente vense edificios soberbios donde se celebran largas y mag­níficas fiestas. Los indios, como los egipcios, tienen sus antigüedades, sus metamorfosis, sus fábulas; pero sobre ellos, son gimno-sofistas y filósofos esclarecidos. ¿Quién de vuestros sacerdotes puede compa-rarse a Pilpay? Él enseñó a los monarcas los principios de la moral y el arte de gobernar con justicia y bondad. Sus apólogos ingeniosos han hecho su nombre in­mortal[1]; se los lee, pero no aprovechan demasiado a los estados que he enriquecido; y así lo que nos hace quedar mal a los dos es que únicamente vemos en nuestras riberas monarcas desventurados, porque no aman sino los placeres y un poder sin moderación; es que ninguno de los dos ve, en cualquiera de las par­tes de la tierra, más que pueblos desgraciados, por­que son esclavos casi todos sus habitantes, víctimas de voluntades arbitrarias y de la insaciable avidez de amos que mejor que gobernarlos los explotan. ¿Para qué nos sirve, pues, la antigüedad de origen, la abundancia de las aguas y el espectáculo de las ma­ravillas que ofrecemos al navegante? Yo no aspiro ni a los honores ni a la gloria de la preferencia, porque con ello no podría contribuir a la felicidad de las muchedumbres, puesto que sólo serviría para en­tretener la molicie y la avidez de algunos tiranos fastuosos e indolentes. No hay riqueza ni grandeza estimable si no es útil al género humano.
Neptuno y la asamblea de los dioses marinos aplaudieron el discurso del Ganges y alabaron su tierna compasión hacia la Humanidad vejada y do­lorida. Y le dieron la esperanza de que, desde otra parte del mundo, transportarían a la India naciones más cultivadas y humanas que pudieran establecer los principios políticos verdaderos, haciéndoles com­prender que la verdadera felicidad consiste en hacer felices a los súbditos y en gobernarlos con sabiduría y moderación.

1.092.5 Fenelon (Salignac de la Mothe-Fenelon, François de) - 041





[1] Alusión alas célebres Fábulas de Pilpay, que no eran otra cosa que una traducción francesa, aparecida en el siglo XVII del Panchatantra indio.

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