Entre
los mortales amados de los dioses, ninguno lo fue tanto como Néstor; pues
volcaron sobre él los dioses los dones más preciosos: la sabiduría, el profundo
conocimiento de los hombres y una elocuencia dulce e insinuante. Todos los
griegos le escuchaban con admiración: al llegar a su extrema vejez dominaba en
el corazón y en el espíritu de todos. Al fin de sus días, los dioses le
otorgaron el favor de ver nacer a un hijo de Pisístrato.
Cuando
vino al mundo, Néstor lo recibió sobre sus rodillas, y levantando los ojos al
cielo, exclamó:
-¡Oh,
Palas! Habéis colmado la medida de vuestros favores; ya no puedo desear otra
cosa sobre la tierra más que queráis llenar el alma del niño que me habéis dejado
ver. Yo espero -¡oh, diosa poderosa!- que querréis colmar vuestros beneficios
con este nuevo que os pido. Yo no os ruego que me dejéis ver el tiempo en que
se cumplirán mis votos: cortad -¡hija de Júpiter!- el hilo de mis días.
Y
habiendo pronunciado estas palabras, un dulce sueño cayó sobre sus párpados,
pasando al de la muerte: así, sin esfuerzo y sin dolor, su alma abandonó el
cuerpo helado y casi aniquilado por las tres edades del hombre que había
sufrido. Aquel pequeño hijo de Néstor llamóse Neleo. Néstor, a quien la
memoria de su padre había sido siempre tan querida, quiso que su hijo llevase
su nombre. Cuando Neleo salió de su infancia fue a un bosque vecino de la
ciudad de Pilos, consagrado a Minerva, con el fin de hacer un sacrificio a la diosa. Cuando las
víctimas coronadas de rosas eran degolladas, mientras que los que lo habían
acompañado se ocupaban de las ceremonias consiguientes a la inmolación; cuando
unos cortaban ramas y los otros hacían brotar el fuego de la piedra, y otros
abrían las víctimas alejadas del altar y las cortaban en muchos pedazos,
entonces Neleo permanecía aparte.
Le
pareció que la tierra temblaba, que de las grietas de los árboles salían
espantables mugidos, que el altar era de fuego y que de entre sus ramas surgía
una mujer de aire tan majestuoso y venerable, que Neleo quedó arrebatado. Su
estatura era mayor que la humana; sus miradas, más claras que los relámpagos;
su belleza no tenía nada de molicie y afeminamiento; aparecía ungida de
gracia, demostrando fuerza y vigor. Neleo, impresionado por la divinidad, se
prosternó en tierra: Un violento temblor agitaba sus miembros, la sangre se
helaba en sus venas; la lengua se le pegaba al paladar, no podía pronunciar
palabra alguna y permanecía arrobado, inmóvil y casi sin vida. Entonces Palas
le devolvió la fuerza que le había abandonado, diciéndole:
-No
temas; he bajado de lo alto del Olimpo para testimoniarte el amor que manifesté
a tu abuelo Néstor; yo pongo tu felicidad en mis manos; escucharé tus votos;
mas antes piensa discretamente lo que me hayas de pedir.
Entonces
Neleo, volviendo de su éxtasis y animado con la dulzura de las palabras de la
diosa, sintió en su corazón que no se hallaba en presencia de un ser mortal.
Acababa de entrar en la juventud; en aquella edad en que los placeres se
comienzan a sentir y ocupan y distraen el alma entera y en que no es conocida
la amargura siempre inseparable de los placeres, y, por tanto, cuando aún la
experiencia no lo había instruido.
-¡Oh,
diosa! -exclamó: Si puedo gustar siempre la dulzura de la voluptuosi-dad, todos
mis deseos serán cumplidos.
La
diosa, antes hermosa y complaciente, tomó a estas palabras un aire frío y
serio, contestando:
-Tú
no aprecias lo que causan los sentidos. ¡Bien! Ahora serás colmado de los placeres
que tu corazón desea.
La
diosa desapareció; Neleo abandonó el altar y tomó el camino de Pilos. A su paso
vio que nacían y se abrían unas flores de un perfume tan delicioso como los
hombres jamás han olido. El país se embelleció alegrando los ojos de Neleo. La
belleza de las Gracias, compañeras de Venus, aparecía en todas las hembras que
pasaban junto a él. Todo lo que bebía sabía a néctar, y cuanto comía era ambrosía.
Su alma se anegó en un mar de placeres. La voluptuosidad se apoderó del corazón
de Neleo; ya no vivió más que para ella; ya no se ocupó más que de las
diversiones, que se sucedían las unas a las otras, sin cesar, ni existía un
momento en que sus sentidos no fueran satisfechos. Y cuanto más gustaba de los
placeres, más ardiente-mente los deseaba. Su espíritu fue dominado por la
molicie y perdió el vigor: los negocios le fueron horriblemente pesados y todo
lo que exigía seriedad le causaba un tedio mortal. Alejó de su presencia a los
sabios consejeros formados por Néstor, que habían sido conser-vados como la más
preciosa herencia que aquel príncipe dejara a su hijo menor. La razón, las
útiles advertencias causaban en él una total aversión y rugía cuando alguien
abría los labios con el fin de darle un sabio consejo. Hizo edificar un magnífico
palacio donde brillaron el oro, el mármol y la plata, prodigándolo todo para
contentar a los ojos y aumentar el placer. El fruto de tantos desvelos produjo
el enojo y la inquietud.
En cuanto deseaba algo, perdía el gusto de ello; fue preciso
cambiar de morada: cambiaba sin cesar de palacio en palacio: los demolía y
reedificaba seguidamente.
Ya
no le afectaba lo hermoso, ni lo agradable, ni lo singular, ni lo curioso, ni
lo extraordinario: lo natural y lo simple le resultaba insípido, cayendo en tal
entorpecimiento que ya no veía ni sentía nada si no era a fuerza de sacudidas y
de sobresaltos. Pilos, su capital, cambió completamente. Allí antes se trabajaba
y honraba a los dioses: la buena fe reinaba en el comercio: todo estaba en
orden, y el mismo pueblo encontraba en las ocupaciones útiles, que se sucedían
sin cesar, la comodidad y la
paz. Un lujo desenfrenado tomó el lugar de la decencia y las
verdaderas riquezas; se prodigaron las diversiones y todo se dio a la molicie
rebuscada. La casa, los jardines y los edificios públicos cambiaron de forma;
todo resulto a propósito. La grandeza y la majestad, que son cosas modestas,
desaparecieron. Y lo más lamentable fue que sus habitantes, siguiendo el
ejemplo de Neleo, no amaban ni estimaban, ni deseaban otra cosa que la
voluptuosidad, persiguiéndola a costa de la inocencia y de la virtud. Se agitaban y
se atormentaban para obtener una sombra vana y fugitiva de dicha, perdiendo la
tranquilidad y el reposo. Nadie estaba contento, porque el que quiere ser
demasiado feliz llega a no poder sufrir nada, ni atender a nada; se
envilecieron la agricultura y las artes útiles; solamente se apreciaban las
que proporcionaban molicie, honores o riquezas.
Los
tesoros que Néstor y Pisístrato habían amasado pronto fueron disipados, las
rentas del Estado fueron presa de la usura y de la codicia. El pueblo
murmuraba, los grandes se lamentaban y solamente los sabios guardaban silencio.
Por fin, éstos hablaron y su voz respetuosa se hizo escuchar de Neleo. Por fin
sus ojos se abrieron y su corazón se enterneció. Buscó el auxilio de Minerva,
lamentándose de que la diosa hubiese atendido a sus temerarios votos, conjurándole
a que retirase tan pérfidos dones y le concediera la sabiduría y la justicia.
-¡Qué
ciego he sido! -exclamaba; ahora conozco mi error, detesto mi falta y la
quiero reparar aplicándome a mis deberes, con el fin de aliviar a mi pueblo y
encontrar en la inocencia y en la pureza de las costumbres el descanso y la
felicidad que vanamente he buscado en el placer de los sentidos.
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