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martes, 2 de septiembre de 2014

Indiscreta plegaria de neleo, hijo menor de néstor

Entre los mortales amados de los dioses, ninguno lo fue tanto como Néstor; pues volcaron sobre él los dioses los dones más preciosos: la sabiduría, el pro­fundo conocimiento de los hombres y una elo­cuencia dulce e insinuante. Todos los griegos le es­cuchaban con admiración: al llegar a su extrema vejez dominaba en el corazón y en el espíritu de to­dos. Al fin de sus días, los dioses le otorgaron el fa­vor de ver nacer a un hijo de Pisístrato.
Cuando vino al mundo, Néstor lo recibió sobre sus rodillas, y levantando los ojos al cielo, exclamó:
-¡Oh, Palas! Habéis colmado la medida de vuestros favores; ya no puedo desear otra cosa sobre la tierra más que queráis llenar el alma del niño que me habéis dejado ver. Yo espero -¡oh, diosa pode­rosa!- que querréis colmar vuestros beneficios con este nuevo que os pido. Yo no os ruego que me de­jéis ver el tiempo en que se cumplirán mis votos: cortad -¡hija de Júpiter!- el hilo de mis días.
Y habiendo pronunciado estas palabras, un dul­ce sueño cayó sobre sus párpados, pasando al de la muerte: así, sin esfuerzo y sin dolor, su alma aban­donó el cuerpo helado y casi aniquilado por las tres edades del hombre que había sufrido. Aquel pe­queño hijo de Néstor llamóse Neleo. Néstor, a quien la memoria de su padre había sido siempre tan que­rida, quiso que su hijo llevase su nombre. Cuando Neleo salió de su infancia fue a un bosque vecino de la ciudad de Pilos, consagrado a Minerva, con el fin de hacer un sacrificio a la diosa. Cuando las víctimas coronadas de rosas eran degolladas, mientras que los que lo habían acompañado se ocupaban de las cere­monias consiguientes a la inmolación; cuando unos cortaban ramas y los otros hacían brotar el fuego de la piedra, y otros abrían las víctimas alejadas del altar y las cortaban en muchos pedazos, entonces Neleo permanecía aparte.
Le pareció que la tierra temblaba, que de las grie­tas de los árboles salían espantables mugidos, que el altar era de fuego y que de entre sus ramas surgía una mujer de aire tan majestuoso y venerable, que Ne­leo quedó arrebatado. Su estatura era mayor que la humana; sus miradas, más claras que los relámpagos; su belleza no tenía nada de molicie y afeminamien­to; aparecía ungida de gracia, demostrando fuerza y vigor. Neleo, impresionado por la divinidad, se pros­ternó en tierra: Un violento temblor agitaba sus miembros, la sangre se helaba en sus venas; la lengua se le pegaba al paladar, no podía pronunciar palabra alguna y permanecía arrobado, inmóvil y casi sin vida. Entonces Palas le devolvió la fuerza que le había abandonado, diciéndole:
-No temas; he bajado de lo alto del Olimpo para testimoniarte el amor que manifesté a tu abuelo Néstor; yo pongo tu felicidad en mis manos; escu­charé tus votos; mas antes piensa discretamente lo que me hayas de pedir.
Entonces Neleo, volviendo de su éxtasis y anima­do con la dulzura de las palabras de la diosa, sintió en su corazón que no se hallaba en presencia de un ser mortal. Acababa de entrar en la juventud; en aquella edad en que los placeres se comienzan a sen­tir y ocupan y distraen el alma entera y en que no es conocida la amargura siempre inseparable de los placeres, y, por tanto, cuando aún la experiencia no lo había instruido.
-¡Oh, diosa! -exclamó: Si puedo gustar siempre la dulzura de la voluptuosi-dad, todos mis deseos serán cumplidos.
La diosa, antes hermosa y complaciente, tomó a estas palabras un aire frío y serio, contestando:
-Tú no aprecias lo que causan los sentidos. ¡Bien! Ahora serás colmado de los placeres que tu corazón desea.
La diosa desapareció; Neleo abandonó el altar y tomó el camino de Pilos. A su paso vio que nacían y se abrían unas flores de un perfume tan delicioso como los hombres jamás han olido. El país se em­belleció alegrando los ojos de Neleo. La belleza de las Gracias, compañeras de Venus, aparecía en todas las hembras que pasaban junto a él. Todo lo que bebía sabía a néctar, y cuanto comía era am­brosía. Su alma se anegó en un mar de placeres. La voluptuosidad se apoderó del corazón de Neleo; ya no vivió más que para ella; ya no se ocupó más que de las diversiones, que se sucedían las unas a las otras, sin cesar, ni existía un momento en que sus sentidos no fueran satisfechos. Y cuanto más gustaba de los placeres, más ardiente-mente los deseaba. Su espíritu fue dominado por la molicie y perdió el vigor: los negocios le fueron horriblemente pesados y todo lo que exigía seriedad le causaba un tedio mortal. Alejó de su presencia a los sabios consejeros formados por Néstor, que habían sido conser-vados como la más preciosa herencia que aquel príncipe dejara a su hijo menor. La razón, las útiles adver­tencias causaban en él una total aversión y rugía cuando alguien abría los labios con el fin de darle un sabio consejo. Hizo edificar un magnífico palacio donde brillaron el oro, el mármol y la plata, prodi­gándolo todo para contentar a los ojos y aumentar el placer. El fruto de tantos desvelos produjo el enojo y la inquietud. En cuanto deseaba algo, perdía el gusto de ello; fue preciso cambiar de morada: cam­biaba sin cesar de palacio en palacio: los demolía y reedificaba seguidamente.
Ya no le afectaba lo hermoso, ni lo agradable, ni lo singular, ni lo curioso, ni lo extraordinario: lo natural y lo simple le resultaba insípido, cayendo en tal entorpecimiento que ya no veía ni sentía nada si no era a fuerza de sacudidas y de sobresaltos. Pilos, su capital, cambió completamente. Allí antes se tra­bajaba y honraba a los dioses: la buena fe reinaba en el comercio: todo estaba en orden, y el mismo pue­blo encontraba en las ocupaciones útiles, que se su­cedían sin cesar, la comodidad y la paz. Un lujo desenfrenado tomó el lugar de la decencia y las ver­daderas riquezas; se prodigaron las diversiones y todo se dio a la molicie rebuscada. La casa, los jar­dines y los edificios públicos cambiaron de forma; todo resulto a propósito. La grandeza y la majestad, que son cosas modestas, desaparecieron. Y lo más lamentable fue que sus habitantes, siguiendo el ejemplo de Neleo, no amaban ni estimaban, ni de­seaban otra cosa que la voluptuosidad, persiguién­dola a costa de la inocencia y de la virtud. Se agita­ban y se atormentaban para obtener una sombra vana y fugitiva de dicha, perdiendo la tranquilidad y el reposo. Nadie estaba contento, porque el que quiere ser demasiado feliz llega a no poder sufrir nada, ni atender a nada; se envilecieron la agricul­tura y las artes útiles; solamente se apreciaban las que proporcionaban molicie, honores o riquezas.
Los tesoros que Néstor y Pisístrato habían ama­sado pronto fueron disipados, las rentas del Estado fueron presa de la usura y de la codicia. El pueblo murmuraba, los grandes se lamentaban y solamente los sabios guardaban silencio. Por fin, éstos hablaron y su voz respetuosa se hizo escuchar de Neleo. Por fin sus ojos se abrieron y su corazón se enterneció. Buscó el auxilio de Minerva, lamentándose de que la diosa hubiese atendido a sus temerarios votos, con­jurándole a que retirase tan pérfidos dones y le concediera la sabiduría y la justicia.
-¡Qué ciego he sido! -exclamaba; ahora co­nozco mi error, detesto mi falta y la quiero reparar aplicándome a mis deberes, con el fin de aliviar a mi pueblo y encontrar en la inocencia y en la pureza de las costumbres el descanso y la felicidad que vana­mente he buscado en el placer de los sentidos.

1.092.5 Fenelon (Salignac de la Mothe-Fenelon, François de) - 041

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