Durante
el famoso reinado de Creso, había en Lidia un joven bien formado lleno de vigor
y muy virtuoso, llamado Calímaco, descendiente de reyes, pero tan pobre que
había tenido que hacerse pastor. Paseando, cierto día, por las apartadas
montañas donde llevaba su desventura guiando su rebaño se sentó al pie de un
árbol para descansar. Estando de esta suerte, divisó un hueco abierto en una
peña. La curiosidad le indujo a penetrar por él, hallando una caverna larga y
profunda. Al principio no vio nada, pero luego sus ojos se acostumbraron a la
oscuridad, y vio como una sombra de una urna de oro y luego una inscripción
labrada en ella, que decía:
«Aquí
hallarás el anillo de Giges, ¡oh, mortal, quienquiera que seas! Puesto que los
dioses te han destinado un bien tan grande, obra de modo que no seas ingrato, y
guárdate de enturbiar jamás la dicha de ningún hombre.»
Calímaco,
abriendo la urna, halló en ella un anillo; lo cogió en sus manos y, en un
transporte de alegría, dejó la urna, a pesar de ser tan pobre y ser de tanto
precio aquélla. Salió de la caverna, apresurándose a probar el anillo de que
había oído hablar en su infancia. Vio desde lejos al rey Creso que pasaba,
yendo a Sardes, con objeto de morar en una villa deliciosa, asentada en las
riberas del Páctolo. Vio que le precedían esclavos esparciendo perfumes por los
caminos por donde debía pasar, y Calímaco se mezcló con ellos, después de haber
dado vuelta a su anillo; nadie se apercibió de él. Hizo ruido a propó sito y
hasta pronunció algunas palabras; todos demostraron atención, y quedaron
admirados al escuchar una voz y no ver a nadie. Y se decían los unos a los
otros:
-¿Es
un sueño una realidad? ¿No habéis notado que alguien hablaba junto a nosotros?
Calímaco,
contento del resultado de esta experiencia, abandonó los esclavos y se acercó
al rey. Ya junto a él, sin ser descubierto, sube a su carro de plata adornado
de maravillosas esculturas. La reina y el rey hablaban sobre los más grandes
secretos del Estado que únicamente confiaba Creso a su esposa. Calímaco les
escuchó durante todo el camino.
Llegaron
a la casa, cuyos muros eran de jaspe, la techumbre de cobre fino y tan
brillante como el oro; los lechos eran de plata, lo mismo que los demás
muebles, y todo eran adornos con engastes de piedras preciosas. Sin cesar, los
más dulces perfumes llenaban aquel palacio, y para que siempre fuesen
agradables, se les cambiaba con frecuencia. Todo el servicio real era de oro.
Los jardineros habían logrado el arte de hacer brotar las flores cuando el rey
se paseaba por sus jardines; y la decoración de éstos se variaba con
frecuencia para que le fueran más agradables, como una decoración de teatro.
Con grandes máquinas se transportaban gruesos árboles con sus raíces para que,
cada mañana cuando el rey se levantaba, pudiera contem-plar jardines nuevos. Un
día contemplaba granados, olivos, mirtos, naranjos y un bosque de limoneros;
otro día era una selva espesa de pinos salvajes, grandes encinas y abetos tan
viejos como la tierra; otro día veía floridos céspedes y fina hierba esmaltada
de violetas, regada por las corrientes de claros arroyuelos; en la riberas de
éstos habían plantado jóvenes sauces de tierno verdor, erguidos álamos que
llegaban a las nubes, olmos frondosos y bienolientes tilos que, en orden,
encantaban con su irregularidad. Luego de golpe, habían desaparecido los
pequeños canales y se veía un gran río de aguas puras y transparentes. Era el
río Pactolo, cuyas aguas fluyen sobre arenas doradas. Navegaban por allí
bateles cuyos remeros iban ricamente vestidos con bordados de oro, los bancos
eran de marfil, los palos de ébano, la proa de plata, las cuerdas de seda, las
velas de púrpura y el casco de maderas odoríferas como el cedro. Las cuerdas estaban
festoneadas y las velas orladas de flores. Algunas veces se escurría por los
jardines, bajo las ventanas de Creso, un río de esencia, cuyo perfume invadía
el palacio. Creso tenía leones, tigres y leopardos con dientes y garras
limadas, que tiraban de pequeños carros de carey y plata. Estos feroces animales
eran guiados por riendas de seda. Servían al rey y a la corte en sus pasos por
los vastos caminos de una floresta que conservaba las sombras de una noche
impenetrable.
Con
frecuencia organizaban carreras de carros, a los largo del jardín, una pradera
extensa como un verde tapiz. Aquellos fieros animales que corría con tanta
ligereza y con tanta rapidez, que no señalaban las pisadas sobre la hierba ni
dejaban señal de las ruedas que arrastraban. Todos los días inventaban nuevas
clases de carreras para ejercitar la fuerza y la agilidad de los jóvenes. Creso
premiaba espléndidamente al vencedor. Así los días se escurrían entre delicias
y agradables espectáculos.
Calímaco
resolvió sorprender a los de Lidia mediante un anillo. Muchos jóvenes de la
más encumbrada cuna habían comenzado a correr en presencia del rey, el cual
había bajado de su carro en la pradera para verlos. Cuando los aspirantes al
premio hubieron emprendido la carrera y Creso pensaba quién ganaría el premio,
Calímaco se puso junto al rey, subió al carro y cogiendo las riendas, los
leones emprendieron veloz carrera. Parecía el carro de Aquiles arrastrando por
corsos inmortales tales; o el de Febo cuando, después de recorrer la inmensa
bóveda del cielo, precipita sus caballos inflamados en el seno de las ondas.
Pensó
la gente que los leones se habían desbocado y huían a la ventura, mas pronto
vieron que iban guiados con mucho arte y auguraron que ganarían a los demás en
la carrera; no obstante, el carro parecía vacío y todos se admiraban de ello.
Como ganase el premio no se supo a quién entregarlo. Unos creyeron que había
sido guiado por algún dios que se burlaba de los hombres; pero otros aseguraban
que había sido su auriga, cierto hombre llamado Orodes, recién llegado de
Persia, que conocía el arte de los encantamientos y, evocando las sombras de
los infiernos, tenía en sus manos todo el poder de Hécate y enviaba las
discordias y las furias al alma de sus enemigos. Decían también que hacía oír
durante la noche los ladridos de Cerbero, y los profundos gemidos de Erebo, y,
por fin, que podía soplar a la Luna y hacerla caer sobre la tierra. Creso creyó
también que Orodes había guiado su carro y así le hizo llamar, hallándosele
cuando tenía en su seno unas serpientes ensortijadas y pronunciaba entre
dientes palabras desconocidas y misteriosas, conjurando a las divinidades
infernales. No le hubiera costado mucho trabajo a Orodes persuadir al rey de
que, en efecto, había sido el auriga, pero manifestó que no lo era, aunque el
rey no pudo creerlo. Calímaco era enemigo de Orodes, porque éste había
predicho a Creso que cierto joven le causaría contratiempos y sería la causa de
la completa ruina de su estado. Este augurio obligó a Creso a tener a Calímaco
lejos de todos, en un desierto, reducido a la extrema pobreza. Calímaco sentía
deseos de venganza y se alegró viendo embarazado a su enemigo. Creso no pudo
lograr que Orodes le confesase que en efecto era él quien había guiado el
carro durante las carreras. Y como el rey le amenazara con castigarle, sus
amigos le aconsejaron que lo afirmase, dándose importancia. Entonces pasó de un
extremo al otro. La vanidad lo cegó, y se vanaglorió de haber logrado la
carrera maravillosa por medio de encantamientos. Pero cuando hablaba, quedó
sorprendido viendo que de nuevo el carro emprendía la misma carrera. Entonces
el rey oyó que alguien le decía al oído:
-Orodes
se burla de ti, pues se vanagloria de lo que no hizo.
El
rey, irritado contra Orodes, le cargó de cadenas y le echó en un calabozo.
Calímaco,
satisfecho de haber calmado sus pasiones por medio del poder de su anillo,
olvidó los sentimientos de moderación y de virtud que había adquirido en la
soledad y en la desgracia y concibió el propósito de introducirse en la cámara
del rey para matarle en su lecho, pero sintió horror a tan negra acción y no
tuvo fuerzas para ello. Partió entonces para Persia, con el fin de ver a Ciro,
manifes-tándole los secretos que había oído de labios de Creso y el plan de los
lidios de formar una liga contra los persas, con los habitantes de las
colonias griegas de Asia Menor, y explicándole también los prepa-rativos de
Creso y la manera de prevenirlos. Con esto Ciro partió por las riberas del
Tigris, donde navegaba una armada numerosa, llegan-do al río Halis, donde Creso
se presentó con unas tropas más elegantes que valerosas, porque los lidios
vivían demasiado deliciosamente para poder dejar de sentir el pavor de la muerte. Llevaban
uniformes bordados de oro, como las mujeres más vanidosas; sus armas eran
doradas e iban seguidos de un número considerable de carros: el oro, la plata y
las piedras preciosas brillaban por doquiera en sus tiendas, en sus vasos y en
sus esclavas. El fausto y la molicie de este ejército no podían menos de hacer
esperar la imprudencia y la pereza, por más que fuesen infinitamente más
numerosos que los del ejército de Persia. Éstos, al contrario, mostraban tanta
pobreza como valor; iban vestidos ligeramente; vivían con poco, nutriéndose de
raíces y de legumbres, no bebiendo más que agua, durmiendo sobre el suelo y
expuestos a las inclemencias del tiempo; ejercitaban sin cesar el cuerpo,
fortaleciéndolo con el trabajo; su único adorno era el hierro y al formar
parecía un bosque erizado de picas, dardos y espadas. Sentían, además, un
profundo desprecio hacia los enemigos, que nadaban en delicias. Apenas puede
llamarse combate a la batalla librada; los lidios retrocedieron al primer
choque, cayendo los unos sobre los otros. Los persas no hicieron sino matar, y
pronto nadaron en sangre. Creso huyó hacia Sardes. Ciro le persiguió sin
perder un momento. Pronto sentó sus reales en la capital, que había sucumbido
después de un largo asedio; la tomó y la desoló; en esta ocasión Calímaco pronunció
el nombre de Dolón, y Ciro quiso conocer sus sabios consejos, aprendiendo que
Creso deploraba la desgracia de no haber creído al griego cuando le
aconsejaba, y entonces Ciro perdonó la vida de Craso.
La
fortuna comenzaba a disgustar a Calímaco. Ciro le había elevado al rango de los
Sátrapas, colmándole de riquezas, otro se hubiera sentido satisfecho; pero el
de Lidia, poseyendo el anillo, aspiraba a más. No consentía verse reducido a
una condición en la cual tenía iguales y se hallaba sujeto a un amo. No podía
tampoco resolverse a matar a Ciro, que le había hecho tanto bien, y al mismo
tiempo sentía haber hecho perder el trono de Creso. Cuando vio que se le
conducía al suplicio, el dolor lo abatió. Ya no podía vivir más en un país al
que había causado tantos daños y donde no había podido podido colmar sus
ambiciones. Partió, pues, buscando un país desconocido, atravesando inmensos
territorios, probando por todas partes el poder mágico y maravilloso del
anillo. Abatiendo y levantando reyes y estados, amasó grandes riquezas, conquistó
muchos honores y se sintió devorado por los deseos. El talismán todo lo
proporcionaba, a excepción de la paz y de la dicha. Es lo que no se
encuentra más que en sí mismo, con independencia de todas las ventajas
exteriores, a las que damos tanto valor. En la opulencia y en la grandeza se
pierde la modestia, la inocencia y la moderación y, por último, el corazón y la
conciencia, que constituyen las verdaderas fuentes de la felicidad; haciéndose
esclavos de la felicidad, se hacen víctimas de las discordias, de la
inquietud, de la vergüenza y de los remordimientos.
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