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martes, 2 de septiembre de 2014

El anillo de giges

Durante el famoso reinado de Creso, había en Lidia un joven bien formado lleno de vigor y muy virtuoso, llamado Calímaco, descendiente de reyes, pero tan pobre que había tenido que hacerse pastor. Paseando, cierto día, por las apartadas montañas donde llevaba su desventura guiando su rebaño se sentó al pie de un árbol para descansar. Estando de esta suerte, divisó un hueco abierto en una peña. La curiosidad le indujo a penetrar por él, hallando una caverna larga y profunda. Al principio no vio nada, pero luego sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, y vio como una sombra de una urna de oro y luego una inscripción labrada en ella, que decía:
«Aquí hallarás el anillo de Giges, ¡oh, mortal, quienquiera que seas! Puesto que los dioses te han destinado un bien tan grande, obra de modo que no seas ingrato, y guárdate de enturbiar jamás la dicha de ningún hombre.»
Calímaco, abriendo la urna, halló en ella un ani­llo; lo cogió en sus manos y, en un transporte de ale­gría, dejó la urna, a pesar de ser tan pobre y ser de tanto precio aquélla. Salió de la caverna, apresurán­dose a probar el anillo de que había oído hablar en su infancia. Vio desde lejos al rey Creso que pasaba, yendo a Sardes, con objeto de morar en una villa deliciosa, asentada en las riberas del Páctolo. Vio que le precedían esclavos esparciendo perfumes por los caminos por donde debía pasar, y Calímaco se mezcló con ellos, después de haber dado vuelta a su anillo; nadie se apercibió de él. Hizo ruido a propó sito y hasta pronunció algunas palabras; todos de­mostraron atención, y quedaron admirados al escu­char una voz y no ver a nadie. Y se decían los unos a los otros:
-¿Es un sueño una realidad? ¿No habéis notado que alguien hablaba junto a nosotros?
Calímaco, contento del resultado de esta expe­riencia, abandonó los esclavos y se acercó al rey. Ya junto a él, sin ser descubierto, sube a su carro de plata adornado de maravillosas esculturas. La reina y el rey hablaban sobre los más grandes secretos del Estado que únicamente confiaba Creso a su esposa. Calímaco les escuchó durante todo el camino.
Llegaron a la casa, cuyos muros eran de jaspe, la techumbre de cobre fino y tan brillante como el oro; los lechos eran de plata, lo mismo que los demás muebles, y todo eran adornos con engastes de pie­dras preciosas. Sin cesar, los más dulces perfumes llenaban aquel palacio, y para que siempre fuesen agradables, se les cambiaba con frecuencia. Todo el servicio real era de oro. Los jardineros habían lo­grado el arte de hacer brotar las flores cuando el rey se paseaba por sus jardines; y la decoración de és­tos se variaba con frecuencia para que le fueran más agradables, como una decoración de teatro. Con grandes máquinas se transportaban gruesos árboles con sus raíces para que, cada mañana cuando el rey se levantaba, pudiera contem-plar jardines nuevos. Un día contemplaba granados, olivos, mirtos, na­ranjos y un bosque de limoneros; otro día era una selva espesa de pinos salvajes, grandes encinas y abetos tan viejos como la tierra; otro día veía floridos céspedes y fina hierba esmaltada de violetas, regada por las corrientes de claros arroyuelos; en la riberas de éstos habían plantado jóvenes sauces de tierno verdor, erguidos álamos que llegaban a las nubes, olmos frondosos y bienolientes tilos que, en orden, encantaban con su irregularidad. Luego de golpe, habían desaparecido los pequeños canales y se veía un gran río de aguas puras y transparentes. Era el río Pactolo, cuyas aguas fluyen sobre arenas do­radas. Navegaban por allí bateles cuyos remeros iban ricamente vestidos con bordados de oro, los bancos eran de marfil, los palos de ébano, la proa de plata, las cuerdas de seda, las velas de púrpura y el casco de maderas odoríferas como el cedro. Las cuerdas es­taban festoneadas y las velas orladas de flores. Al­gunas veces se escurría por los jardines, bajo las ventanas de Creso, un río de esencia, cuyo perfume invadía el palacio. Creso tenía leones, tigres y leo­pardos con dientes y garras limadas, que tiraban de pequeños carros de carey y plata. Estos feroces ani­males eran guiados por riendas de seda. Servían al rey y a la corte en sus pasos por los vastos caminos de una floresta que conservaba las sombras de una noche impenetrable.
Con frecuencia organizaban carreras de carros, a los largo del jardín, una pradera extensa como un verde tapiz. Aquellos fieros animales que corría con tanta ligereza y con tanta rapidez, que no señalaban las pisadas sobre la hierba ni dejaban señal de las ruedas que arrastraban. Todos los días inventaban nuevas clases de carreras para ejercitar la fuerza y la agilidad de los jóvenes. Creso premiaba espléndida­mente al vencedor. Así los días se escurrían entre delicias y agradables espectáculos.
Calímaco resolvió sorprender a los de Lidia me­diante un anillo. Muchos jóvenes de la más en­cumbrada cuna habían comenzado a correr en pre­sencia del rey, el cual había bajado de su carro en la pradera para verlos. Cuando los aspirantes al premio hubieron emprendido la carrera y Creso pensaba quién ganaría el premio, Calímaco se puso junto al rey, subió al carro y cogiendo las riendas, los leones emprendieron veloz carrera. Parecía el carro de Aqui­les arrastrando por corsos inmortales tales; o el de Febo cuando, después de recorrer la inmensa bóve­da del cielo, precipita sus caballos inflamados en el seno de las ondas.
Pensó la gente que los leones se habían desbocado y huían a la ventura, mas pronto vieron que iban guiados con mucho arte y auguraron que ganarían a los demás en la carrera; no obstante, el carro parecía vacío y todos se admiraban de ello. Como ganase el premio no se supo a quién entregarlo. Unos creyeron que había sido guiado por algún dios que se burlaba de los hombres; pero otros aseguraban que había si­do su auriga, cierto hombre llamado Orodes, recién llegado de Persia, que conocía el arte de los encan­tamientos y, evocando las sombras de los infiernos, tenía en sus manos todo el poder de Hécate y en­viaba las discordias y las furias al alma de sus ene­migos. Decían también que hacía oír durante la no­che los ladridos de Cerbero, y los profundos gemidos de Erebo, y, por fin, que podía soplar a la Luna y hacerla caer sobre la tierra. Creso creyó también que Orodes había guiado su carro y así le hizo llamar, hallándosele cuando tenía en su seno unas serpientes ensortijadas y pronunciaba entre dientes palabras desconocidas y misteriosas, conjurando a las divini­dades infernales. No le hubiera costado mucho tra­bajo a Orodes persuadir al rey de que, en efecto, había sido el auriga, pero manifestó que no lo era, aunque el rey no pudo creerlo. Calímaco era ene­migo de Orodes, porque éste había predicho a Creso que cierto joven le causaría contratiempos y sería la causa de la completa ruina de su estado. Este augurio obligó a Creso a tener a Calímaco lejos de todos, en un desierto, reducido a la extrema pobreza. Calímaco sentía deseos de venganza y se alegró viendo emba­razado a su enemigo. Creso no pudo lograr que Oro­des le confesase que en efecto era él quien había guiado el carro durante las carreras. Y como el rey le amenazara con castigarle, sus amigos le aconsejaron que lo afirmase, dándose importancia. Entonces pasó de un extremo al otro. La vanidad lo cegó, y se va­naglorió de haber logrado la carrera maravillosa por medio de encantamientos. Pero cuando hablaba, quedó sorprendido viendo que de nuevo el carro emprendía la misma carrera. Entonces el rey oyó que alguien le decía al oído:
-Orodes se burla de ti, pues se vanagloria de lo que no hizo.
El rey, irritado contra Orodes, le cargó de cadenas y le echó en un calabozo.
Calímaco, satisfecho de haber calmado sus pa­siones por medio del poder de su anillo, olvidó los sentimientos de moderación y de virtud que había adquirido en la soledad y en la desgracia y concibió el propósito de introducirse en la cámara del rey para matarle en su lecho, pero sintió horror a tan negra acción y no tuvo fuerzas para ello. Partió entonces para Persia, con el fin de ver a Ciro, manifes-tándole los secretos que había oído de labios de Creso y el plan de los lidios de formar una liga contra los per­sas, con los habitantes de las colonias griegas de Asia Menor, y explicándole también los prepa-rativos de Creso y la manera de prevenirlos. Con esto Ciro partió por las riberas del Tigris, donde navegaba una armada numerosa, llegan-do al río Halis, donde Creso se presentó con unas tropas más elegantes que valerosas, porque los lidios vivían demasiado deli­ciosamente para poder dejar de sentir el pavor de la muerte. Llevaban uniformes bordados de oro, como las mujeres más vanidosas; sus armas eran doradas e iban seguidos de un número considerable de carros: el oro, la plata y las piedras preciosas brillaban por doquiera en sus tiendas, en sus vasos y en sus escla­vas. El fausto y la molicie de este ejército no podían menos de hacer esperar la imprudencia y la pereza, por más que fuesen infinitamente más numerosos que los del ejército de Persia. Éstos, al contrario, mostraban tanta pobreza como valor; iban vestidos ligeramente; vivían con poco, nutriéndose de raíces y de legumbres, no bebiendo más que agua, dur­miendo sobre el suelo y expuestos a las inclemencias del tiempo; ejercitaban sin cesar el cuerpo, fortale­ciéndolo con el trabajo; su único adorno era el hie­rro y al formar parecía un bosque erizado de picas, dardos y espadas. Sentían, además, un profundo desprecio hacia los enemigos, que nadaban en deli­cias. Apenas puede llamarse combate a la batalla li­brada; los lidios retrocedieron al primer choque, cayendo los unos sobre los otros. Los persas no hi­cieron sino matar, y pronto nadaron en sangre. Cre­so huyó hacia Sardes. Ciro le persiguió sin perder un momento. Pronto sentó sus reales en la capital, que había sucumbido después de un largo asedio; la tomó y la desoló; en esta ocasión Calímaco pro­nunció el nombre de Dolón, y Ciro quiso conocer sus sabios consejos, aprendiendo que Creso deplo­raba la desgracia de no haber creído al griego cuan­do le aconsejaba, y entonces Ciro perdonó la vida de Craso.
La fortuna comenzaba a disgustar a Calímaco. Ciro le había elevado al rango de los Sátrapas, col­mándole de riquezas, otro se hubiera sentido satis­fecho; pero el de Lidia, poseyendo el anillo, aspiraba a más. No consentía verse reducido a una condición en la cual tenía iguales y se hallaba sujeto a un amo. No podía tampoco resolverse a matar a Ciro, que le había hecho tanto bien, y al mismo tiempo sentía haber hecho perder el trono de Creso. Cuando vio que se le conducía al suplicio, el dolor lo abatió. Ya no podía vivir más en un país al que había causado tantos daños y donde no había podido podido col­mar sus ambiciones. Partió, pues, buscando un país desconocido, atravesando inmensos territorios, probando por todas partes el poder mágico y mara­villoso del anillo. Abatiendo y levantando reyes y estados, amasó grandes riquezas, conquistó muchos honores y se sintió devorado por los deseos. El ta­lismán todo lo proporcionaba, a excepción de la paz y de la dicha. Es lo que no se encuentra más que en sí mismo, con independencia de todas las ventajas exteriores, a las que damos tanto valor. En la opu­lencia y en la grandeza se pierde la modestia, la inocencia y la moderación y, por último, el corazón y la conciencia, que constituyen las verdaderas fuentes de la felicidad; haciéndose esclavos de la fe­licidad, se hacen víctimas de las discordias, de la inquietud, de la vergüenza y de los remordimientos.

1.092.5 Fenelon (Salignac de la Mothe-Fenelon, François de) - 041



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