Una
vez vivía una reina tan vieja, tan vieja, que no tenía dientes ni cabellos; su
cabeza movíase como hojas al viento; ni veía nada, ni aun calándose las gafas;
la punta de su nariz uníanse con la punta de su barbilla, e iba tan encorvada
desde la cintura, que bien parecía contrahecha. El hada que la había asistido
en su nacimiento le salió al encuentro cierto día, y le dijo:
-¿Queréis
rejuvenecer?
-¡De
buena gana! -contestó la reina. ¡Diera de buena gana todas mis alhajas por
tener veinte años!
-Para
esto -contestó el hada- será preciso que deis vuestra vejez a otro ser, a fin
de que obtengáis su juventud y su salud. ¿A quién daremos vuestros cien años?
Entonces
la reina mandó hacer pregones, buscando a alguien que quisiera ser viejo para
rejuvenecerla a ella. Y acudieron muchos pordioseros deseosos de envejecer
con el fin de enriquecerse; pero cuando veían a la reina que tosía, escupía y
roncaba, asmática, viviendo de gachas, que estaba sucia, maloliente y que
chocheaba un poco, no le quisieron cambiar los años, porque preferían mendigar
y vestir harapos. Se llegaron también ambiciosos que veían en perspectiva
títulos y honores; pero cuando la veían, decían:
-¿A
qué los títulos y honores? Ni siquiera podríamos ostentarlos, siendo tan
antipáticos y horribles.
Por
último se presentó una jovencita aldeana, hermosa como el día, pidiendo la
corona a cambio de su juventud; llamábase Petronila. La reina se indignó ante
tanta ambición. Mas ¿qué hacer? ¿De qué le serviría enfadarse? ¿No quería
rejuvenecer?
-Dividamos
-le dijo- nuestro reino; una mitad será tuya y la otra mía; con medio reino ha
de tener bastante una modesta aldeana.
-No
-contestó la jovencita.
Una parte no me basta; lo quiero todo. Dejadme pues, mi
corpiño teñido de flores; yo os dejaré vuestros cien años, vuestros achaques
y la muerte que ya os pisa los talones.
-Pero
¿qué haría yo sin mi reino?
-Podríais
reír, cantar, bailar, como yo -le dijo la jovencita. Y hablando
de esta suerte comenzó a reírse, a danzar y a cantar. La reina, que no podía
hacer otro tanto, le dijo:
-¿Qué
harías si estuvieras en mi lugar? Porque ahora no estás en la vejez como yo.
-Yo
no sé lo que haría -contestó ella; pero quisiera probar; porque siempre he oído
decir que es gran cosa ser reina.
Estando
hablando de esta suerte, compareció el hada, diciendo a la aldeana:
-¿Quieres
probarlo para saber si este empleo te ha de gustar o no?
-¿Por
qué no? -contestó la
aldeanita. Y dicho esto las arrugas surcaron su frente, los
cabellos encanecieron y se tornó malhumo-rada y ceñuda; su cabeza temblaba lo
mismo que sus dientes; era como una que tuviese cien años. El hada abrió un
pequeño bote y salieron de él una multitud de oficiales y cortesanos ricamente
vestidos, que se inclinaban ante ella a medida que salían, rindiendo homenaje a
la nueva reina. Se le sirvió un gran festín; pero como había perdido el
apetito, no acertaba a comer; estaba horrible y asquerosa; no sabía qué decir
ni qué hacer; tosía roncamente; la baba se escurría por la barbilla; de sus
narices pendía una gotita temblorosa que se enjugaba de tanto en tanto con la
manga; se miró en un espejo y se encontró más fea que una mona vieja.
Entretanto,
la verdadera reina se hallaba en un rincón, riéndose y alegrándose:
rejuvenecieron sus cabellos y se fortalecieron sus dientes y recobró su
semblante el color fresa y bermellón, y se movía de mil maneras; pero se
hallaba mugrienta y vestida de corto; pero no estaba acostumbrada a este
estado; los guardias, tomándola por una fregaplatos de la cocina, la quisieron
echar de palacio. Entonces Petronila dijo:
-Estáis
bien apurada desde que no sois reina, y yo aún más de serlo; tomad vuestra
corona y devolvedme mi toca gris.
En
seguida hicieron el cambio y las dos retornaron a su estado primitivo; la
reina envejeció y rejuveneció la aldeana. El hada luego las condenó a vivir cada
una en su condición. La reina lloraba de continuo.
-¡Ay
de mí! -decía. Si ahora fuese Petronila, hallaríame lejos de aquí, en una casa
de campo, viviendo alegre y danzando con los pastores, al son de la flauta.
¿De qué me sirve tener una buena cama si no hago más que sufrir? ¿De qué me
sirven tantos cortesanos si ninguno de ellos me puede consolar?
Y
estas consideraciones aumentaron sus males; los doce médicos que tenía de
continuo alrededor de su lecho, no podían con ellos. Y al fin murió, al cabo de
dos meses de sufrimientos. Petronila rondaba con sus compañeras por las orillas
de un arroyo cuando supo la noticia de la muerte de la reina; entonces
reconoció que había sido más feliz despreciando la corona. Apareciendo ,
el hada le dijo que escogiera entre tres maridos: el uno era viejo, despechado,
desagradable, celoso y cruel, pero rico, poderoso, gran señor y muy amante, que
no la dejaría nunca, ni de día ni de noche; el otro era guapo, amable,
obsequioso y bien nacido, pero pobre y siempre desgraciado; el tercero era un
aldeano como ella, ni guapo ni feo, que ni la amaría demasiado, ni demasiado
poco; ni rico ni pobre. Petronila no sabía qué partido tomar; porque amaba los
vestidos ricos, el bagaje suntuoso y los grandes honores. Mas el hada le dijo:
-¡Ala
allá! ¡Eres una tonta! ¿Ves al aldeano? Éste es el marido que te conviene.
Porque amarías demasiado al segundo; serías demasiado amada del primero, y con
cualquiera de los dos serías desgraciada. No te gusta tanto el tercero. Pero
es preferible danzar sobre la hierba o alrededor de una hoguera, que en un
palacio; y ser Petronila en la aldea, que una dama desgraciada en medio del
gran mundo. Si no tienes apego a las grandezas, serás feliz toda la vida con
este aldeano.
1.092.5 Fenelon (Salignac de la Mothe-Fenelon, François de) - 041
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