Cierto
día el joven Baco, instruido por Sileno, llamaba a las Musas en cierto bosque
donde el silencio no era turbado sino por el murmullo de las fuentecillas y el
canto de los pájaros. El Sol, con sus ardientes rayos, no podía penetrar el
umbroso verde.
El
hijo de Semele, con el fin de estudiar el lenguaje de los dioses, sentóse
sobre una piedra, a la sombra de una vieja encina de cuyo tronco nacieran
muchos hombres en la edad de oro. En otro tiempo había producido oráculos y la
guadaña tajante del Tiempo jamás había osado herirla.
Junto
a esta sagrada encina se echó un joven fauno abriendo los oídos, atento a los
versos que cantaba el niño, mientras Sileno, con una sonrisa burlona, anotaba
las faltas de su discípulo. Las Náyades y las otras ninfas del bosque también
sonreían. Baco era joven, gracioso y retozón; llevaba la cabeza coronada de
hiedra y de pámpanos, y pendiendo de éstos, a cada lado, unos dulces racimos de
uvas; por su hermosa espalda se escurría un festón de hiedra; pues el joven
Baco complacíase mucho viendo aquellas hojas consagradas a su divinidad.
El
fauno iba cubierto desde la cintura con una piel suave de una leona que había
degollado en la selva. En
sus manos tenía el cayado torvo y nudoso. Su cola levantábase por detrás sobre
el dorso. Baco, no pudiendo sufrir aquella risa maligna con que se burlaba el
Fauno de sus expresiones tan puras y elegantes, díjole con tono fiero e
impaciente:
-¿Cómo
tienes la osadía de burlarte del hijo de Júpiter?
El
Fauno entonces contestó sin inmutarse:
-¿Cómo?
Y ¿cómo el hijo de Júpiter tiene la osadía de caer en alguna falta?
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