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martes, 2 de septiembre de 2014

Aristeo y virgilio

Cuando Virgilio bajó a los infiernos, penetró en las afortunadas campiñas donde los héroes y los hombres, inspirados por los dioses, pasan una vida deliciosa en las praderas cubiertas de musgo y tapi­zadas de flores, cruzadas de mil arroyuelos. Cuando el pastor Aristeo, que estaba entre ellos, divisó a Virgilio, fue a su encuentro diciendo:
-¡Grande es mi alegría, pudiendo ver a tan grande poeta! Vuestros versos se escurren más dul­cemente que el rosicler sobre la hierba tierna y pro­ducen una armonía tan dulce que enternece el corazón y arranca lágrimas de los ojos. Habéis hecho tanto por mí y por mis abejas, que Homero pudiera sentir celos. Os debo tanto la gloria de que gozo, como al Sol y a Cirene. No hace aún mucho tiem­po, vuestros versos, tan tiernos y graciosos, eran re­citados por mí a Lino, a Hesíodo y a Homero; y habiéndolos oído, fueron los tres a beber de las aguas del río Leteo para olvidarlos; tanto les disgustó re­cordar en su memoria unos poemas dignos de ellos y que ellos no habían compuesto. Bien sabéis que los celos reinan entre los poetas. Pero venid ya a tomar sitio entre ellos.
-¡Asiento poco grato ha de ser -contestó- si están tan celosos! Así opino que lo pasaré muy mal en su compañía. Sé bien que no tan fácilmente irri­tarían las abejas el corazón de estos poetas como mis versos.
-Es cierto -contestó Aristeo; ellos zumban como las abejas; y como ellas, tienen el duro aguijón para hundirlo cuando se les irrita.
-Todavía -dijo Virgilio- existe un hombre de más cuidado; me refiero al divino Orfeo. ¿Cómo podéis vivir juntos?
-Muy mal -contestó Aristeo. Todavía tiene celos de su esposa, como aquellos tres de la gloria de vuestros versos; mas, por lo que a vos toca, os recibi­rá bien, puesto que habéis tratado con más sabidu­ría que Olvido, de su lucha con las mujeres de la Tracia, que lo destrozaron. Pero no perdáis tiempo; penetremos en este pequeño bosque sagrado, regado por fuentes de aguas más claras que el cristal. Veréis cómo toda la sagrada muchedumbre se levantará para honraros... ¿No oís, por ventura, la lira de Or­feo? Escuchad a Lino que canta los combates de los Dioses con los Gigantes. Homero se prepara para cantar a Aquiles, cuando vengó la muerte de Patro­cles con la de Héctor. Hesíodo es más de temer; porque su mal humor no le dejará mirar bien a quien tuvo la osadía de cantar con tanta elegancia las cosas rústicas que formaron su porción elegida.
Hablando de esta suerte llegaron a la fresca som­bra donde un eterno entusiasmo posee a los hombres divinos. Todos se levantaron y convidaron a Virgilio a tomar asiento entre ellos y rogáronle que cantara sus versos. Los cantó, primero con gran modestia y luego transportado. Los más celosos, a pesar de los celos, sintieron una dulzura que les arrebataba. La lira de Orfeo, que había encantado las rocas y los bosques, vibró en sus manos, y lágrimas amargas fluyeron de sus ojos. Homero olvidó por un mo­mento las rápidas magnificencias de la Iliada y la variedad agradable de la Odisea. Lino creyó que aquellos hermosos versos habían sido compuestos por su padre Apolo, y permanecía inmóvil, embar­gado y suspendido por el dulce canto. Hesíodo, conmovido, no podía resistir a los encantos. Por fin, acercándose a él pronunció las siguientes palabras, llenas de celos y de indignación:

-¡Oh, Virgilio! Has compuesto versos más du­raderos que la piedra y el bronce. Mas yo te auguro que ha de venir un niño que los traducirá a su len­gua, compartiendo contigo la gloria de haber can­tado a las abejas.

1.092.5 Fenelon (Salignac de la Mothe-Fenelon, François de) - 041

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