Hace
unos años hicimos un viaje hermosísimo que os será grato conocer
detalladamente. Partimos de Marsella con dirección a Sicilia y con objeto de
visitar el Egipto. Llegamos a Damietta y desde allí pasamos al Gran Cairo.
Bordeando
el Nilo, nos remontamos hacia el sur, empeñados en llegar al Mar Rojo. En éste
hallamos un navío que se dirigía a ciertas islas que aseguraban ser más
deliciosas que las Afortunadas. La curiosidad de conocer tales maravillas nos
decidió a embarcarnos; navegamos durante treinta días y por fin vislumbramos la costa. A medida que nos
aproximábamos a ella sentíamos con mayor intensidad los perfumes que aquellas
islas difundían sobre el mar.
En
cuanto desembarcamos nos apercibimos de que los árboles de aquella isla
formaban un bosque con olor a cedro. Se hallaban al mismo tiempo cubiertos de
frutos deliciosos y de flores de un olor exquisito. La misma tierra, muy negra,
sabía a chocolate y con ella se hacían pastillas. Las fuentes eran de licores helados:
una ofrecía jugo de grosellas; otra agua de azahar; otras, licores deliciosos
de todas clases. En aquellas islas no había casas, porque el aire no era
demasiado frío, ni demasiado caliente. Bajo los árboles extendíase lechos de
flores donde se podía dormir blandamente; durante el sueño se soñaban nuevos placeres
y salían de la tierra unos vapores que representaban a la imaginación objetos
aún más encantadores que los que veían los ojos; y así, más se dormía por
placer que por necesidad. Todos los arroyos de la campiña eran musicales y
daban sus conciertos.
Los
céfiros no agitaban las hojas de los árboles, sino con norma a fin de producir
dulces armonías. En todo aquel hermoso país había cascadas naturales, cuyas
aguas, al caer sobre roquedales, producían una memoria semejante a la de los
mejores instrumentos de música. No había pintores en todo el país; pero cuando
se quería tener el retrato de un amigo, un hermoso paisaje o la representación
de cualquier objeto, se ponía agua en los grandes estanques de oro o de plata,
situando junto a ellos lo que se deseaba retratar, retratando en ellos la
imagen deseada. No había necesidad de levantar edificios; pero se los construía
sin trabajo. Había montañas cubiertas de césped florido debajo del cual aparecía
un mármol más sólido que el nuestro y tan tierno como la mantequilla, que se
podía transportar más fácilmente que el corcho, y así no había más que cortarlo
con un cuchillo para construir las montañas y palacios o templos de
arquitectura magnífica, que luego los niños podían transportar a la plaza o
donde se quisiera.
Los
hombres eran sobrios, nutriéndose de olores exquisitos. Los que deseaban un
manjar más fuerte, comían pastillas de chocolate hechas de tierra y bebían los
licores que manaban helados de las fuentes. Los que empezaban a envejecer
entraban en una profunda caverna, donde durante ocho días tenían sueños
agradables; en esta caverna no era permitido entrar luz alguna. Al cabo de los
ocho días se despertaban con un vigor nuevo; los cabellos se habían dorado;
habían huido las arrugas y caído la barba; recobraban, en una palabra, la más
tierna juventud. En este país todos los hombres tenían talento, pero nunca se
usaba de él. Hacían venir esclavos de países extranjeros y estos pensaban por
ellos, porque creían que no era digno de ellos tomarse la pena de pensar. Cada
uno quería tener pensadores de alquiler, como aquí se alquilan palafreneros
para evitarse el trabajo de caminar.
Los
hombres que vivían en medio de tantas delicias y magni-ficencias eran muy
libres; en todo el país no había nada hediondo, ni menos propio que la
porquería de sus narices, no sintiendo horror más que a la comida. Allí no había
elegancia, ni cultura. Se amaban a ellos solos; tenían un aire salvaje y feroz;
cantaban bárbaras canciones sin sentido alguno. ¿Abrían la boca? Era para decir
un despropósito. Cuando escribían no trazaban rectamente como nosotros, sino en
curva. Lo que más me sorprendió fue que, cuando bailaban, lo hacían con los
pies para dentro; se tiraban de la lengua y hacían mil monerías que no se ven
en Europa, en Asia ni en la misma África, donde hay tantos monstruos. Eran
fríos, timidos y vergonzosos delante de los extranjeros y atrevidos y
arrebatados entre sus familiares.
A
pesar de ser el clima tan dulce y el cielo tan inconstante, el humor de
aquellos hombres era inconstante y rudo. He aquí un remedio muy bueno para
endulzarles. En estas islas, ciertos árboles dan un fruto de forma alargada.
Cuando este fruto es cogido, se le quita lo que es bueno y delicioso y queda
una corteza dura en forma de cruz, como una figura de loto con filamentos duros
y firmes que van de una parte a otra. Al pulsar estas cuerdas se producen los
sones que uno quiere. No hay más que pronunciar el nombre del aire que quiere
sobre las cuerdas y enseguida queda éste impreso. Esta armonía endulza un poco
los espíritus feroces y violentos. Pero, a pesar de la alegría de la música,
retornan pronto al humor sombrío e incompatible.
Preguntamos
cuidadosamente si en aquel país había leones, osos, tigres y panteras, y
supimos que allí sólo los hombres eran feroces. Con gusto nos hubiéramos
quedado, pero el humor insoportable de sus habitantes nos hizo renunciar a
ello. Para librarnos nos reembarcamos y retornamos por el mar Rojo a Egipto y
desde allí a Sicilia, adonde llegamos a los pocos días, y después a Palermo y a
Marsella, siempre empujados por un viento favorable.
Renuncio
a contaros muchas otras circunstancias maravillosas de aquel país y de las
costumbres de sus habitantes. Si sentís curiosidad de conocerlas, fácil me será
complaceros. Pero ¿qué tendríais más con ello? Pensaríais que no es un cielo
hermoso, ni una tierra fértil y risueña lo que cansa a los sentidos. ¿Por
ventura no es esto lo que nos degrada, lo que nos hace olvidar que tenemos un
alma razonable y nos obliga a ser negligentes en el cuidado de vencer nuestras
inclinaciones perversas y de trabajar para ser más virtuosos?
1.092.5 Fenelon (Salignac de la Mothe-Fenelon, François de) - 041
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