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martes, 2 de septiembre de 2014

Un viaje supuesto en 1690

Hace unos años hicimos un viaje hermosísimo que os será grato conocer detalladamente. Partimos de Marsella con dirección a Sicilia y con objeto de visitar el Egipto. Llegamos a Damietta y desde allí pasamos al Gran Cairo.
Bordeando el Nilo, nos remontamos hacia el sur, empeñados en llegar al Mar Rojo. En éste hallamos un navío que se dirigía a ciertas islas que aseguraban ser más deliciosas que las Afortunadas. La curiosidad de conocer tales maravillas nos decidió a embarcar­nos; navegamos durante treinta días y por fin vis­lumbramos la costa. A medida que nos aproximá­bamos a ella sentíamos con mayor intensidad los perfumes que aquellas islas difundían sobre el mar.
En cuanto desembarcamos nos apercibimos de que los árboles de aquella isla formaban un bosque con olor a cedro. Se hallaban al mismo tiempo cu­biertos de frutos deliciosos y de flores de un olor exquisito. La misma tierra, muy negra, sabía a cho­colate y con ella se hacían pastillas. Las fuentes eran de licores helados: una ofrecía jugo de grosellas; otra agua de azahar; otras, licores deliciosos de todas clases. En aquellas islas no había casas, porque el aire no era demasiado frío, ni demasiado caliente. Bajo los árboles extendíase lechos de flores donde se podía dormir blandamente; durante el sueño se soñaban nuevos placeres y salían de la tierra unos vapores que representaban a la imaginación objetos aún más encantadores que los que veían los ojos; y así, más se dormía por placer que por necesidad. Todos los arroyos de la campiña eran musicales y daban sus conciertos.
Los céfiros no agitaban las hojas de los árboles, sino con norma a fin de producir dulces armonías. En todo aquel hermoso país había cascadas natura­les, cuyas aguas, al caer sobre roquedales, producían una memoria semejante a la de los mejores instru­mentos de música. No había pintores en todo el país; pero cuando se quería tener el retrato de un amigo, un hermoso paisaje o la representación de cualquier objeto, se ponía agua en los grandes es­tanques de oro o de plata, situando junto a ellos lo que se deseaba retratar, retratando en ellos la imagen deseada. No había necesidad de levantar edificios; pero se los construía sin trabajo. Había montañas cubiertas de césped florido debajo del cual aparecía un mármol más sólido que el nuestro y tan tierno como la mantequilla, que se podía transportar más fácilmente que el corcho, y así no había más que cortarlo con un cuchillo para construir las montañas y palacios o templos de arquitectura magnífica, que luego los niños podían transportar a la plaza o donde se quisiera.
Los hombres eran sobrios, nutriéndose de olores exquisitos. Los que deseaban un manjar más fuerte, comían pastillas de chocolate hechas de tierra y be­bían los licores que manaban helados de las fuentes. Los que empezaban a envejecer entraban en una profunda caverna, donde durante ocho días tenían sueños agradables; en esta caverna no era permitido entrar luz alguna. Al cabo de los ocho días se des­pertaban con un vigor nuevo; los cabellos se habían dorado; habían huido las arrugas y caído la barba; recobraban, en una palabra, la más tierna juventud. En este país todos los hombres tenían talento, pero nunca se usaba de él. Hacían venir esclavos de países extranjeros y estos pensaban por ellos, porque creían que no era digno de ellos tomarse la pena de pensar. Cada uno quería tener pensadores de alquiler, como aquí se alquilan palafreneros para evitarse el trabajo de caminar.
Los hombres que vivían en medio de tantas de­licias y magni-ficencias eran muy libres; en todo el país no había nada hediondo, ni menos propio que la porquería de sus narices, no sintiendo horror más que a la comida. Allí no había elegancia, ni cultura. Se amaban a ellos solos; tenían un aire salvaje y fe­roz; cantaban bárbaras canciones sin sentido alguno. ¿Abrían la boca? Era para decir un despropósito. Cuando escribían no trazaban rectamente como nosotros, sino en curva. Lo que más me sorprendió fue que, cuando bailaban, lo hacían con los pies para dentro; se tiraban de la lengua y hacían mil monerías que no se ven en Europa, en Asia ni en la misma África, donde hay tantos monstruos. Eran fríos, timidos y vergonzosos delante de los extranjeros y atrevidos y arrebatados entre sus familiares.
A pesar de ser el clima tan dulce y el cielo tan inconstante, el humor de aquellos hombres era in­constante y rudo. He aquí un remedio muy bueno para endulzarles. En estas islas, ciertos árboles dan un fruto de forma alargada. Cuando este fruto es cogido, se le quita lo que es bueno y delicioso y queda una corteza dura en forma de cruz, como una figura de loto con filamentos duros y firmes que van de una parte a otra. Al pulsar estas cuerdas se pro­ducen los sones que uno quiere. No hay más que pronunciar el nombre del aire que quiere sobre las cuerdas y enseguida queda éste impreso. Esta ar­monía endulza un poco los espíritus feroces y vio­lentos. Pero, a pesar de la alegría de la música, re­tornan pronto al humor sombrío e incompatible.
Preguntamos cuidadosamente si en aquel país había leones, osos, tigres y panteras, y supimos que allí sólo los hombres eran feroces. Con gusto nos hubiéramos quedado, pero el humor insoportable de sus habitantes nos hizo renunciar a ello. Para li­brarnos nos reembarcamos y retornamos por el mar Rojo a Egipto y desde allí a Sicilia, adonde llegamos a los pocos días, y después a Palermo y a Marsella, siempre empujados por un viento favorable.
Renuncio a contaros muchas otras circunstancias maravillosas de aquel país y de las costumbres de sus habitantes. Si sentís curiosidad de conocerlas, fácil me será complaceros. Pero ¿qué tendríais más con ello? Pensaríais que no es un cielo hermoso, ni una tierra fértil y risueña lo que cansa a los sentidos. ¿Por ventura no es esto lo que nos degrada, lo que nos hace olvidar que tenemos un alma razonable y nos obliga a ser negligentes en el cuidado de vencer nuestras inclinaciones perversas y de trabajar para ser más virtuosos?

1.092.5 Fenelon (Salignac de la Mothe-Fenelon, François de) - 041

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