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martes, 2 de septiembre de 2014

Historia de florisa

Cierta campesina encontróse con un hada en su aldea, y le rogó que fuese a sus yacijas, donde tenía a una hija. El hada cogió a la pequeña entre sus bra­zos, y dijo a la madre:
-Escoged: si queréis, esta niña será hermosa como el día, tendrá un espíritu más hermoso que su misma belleza y será reina de una gran nación, pero muy desgraciada; o bien será menos agraciada y tan campesina como vos, pero contenta en su aldea.
En seguida la campesina escogió para su hija la belleza, el gran espíritu y la corona, aun descontan­do algún dolor. Y he aquí que desde aquel día la niña comenzó a admirar por su gran hermosura a las mismas bellezas. Tenía un alma dulce, fina, insi­nuante; aprendía cuanto se le antojaba y lo sabía mejor que cuantos la habían instruido. Los días de fiesta bailaba sobre la hierba y ella misma componía las canciones que cantaba. Hasta entonces no supo que era tan hermosa, pero llegando un día con sus compañeras a la orilla de un arroyo claro se miró en sus aguas, hallándose más bella que las demás, y se admiró mucho. Su madre, que contaba con las pre­dicciones del hada, contemplábala ya reina y gozaba complacida. La joven ya no quería hilar, ni coser, ni guardar los corderillos; se avergonzaba de coger flo­res y de adornarse los cabellos, de cantar y de bailar a la sombra de los abetos. El rey de aquel país, que era muy poderoso, tenía un hijo llamado Rosimun­do, que debía casarse. Éste no se resolvía oyendo hablar de las princesas de las naciones vecinas, por­que un hada le había vaticinado que encontraría una aldeana más bella y más perfecta que todas las princesas del mundo... Por esto ordenó reunir a todas las doncellas menores de dieciocho años de su reino, a fin de poder escoger. Desecharon a una in­finidad de muchachas que sólo tenían una belleza imperfecta y escogieron las treinta más bellas en una sala o anfiteatro, a fin de que el rey y su hijo pudie­sen escoger más fácilmente. Desde un principio F1o­risa apareció entre todas las jóvenes reunidas corno ia hermosa anémona rodeada de botones de oro, o como sobresale el naranjo florido en medio de las zarzas salvajes. El rey opinó que debía ser la escogi­da, y Rosimundo se encontró dichoso poseyendo a Florisa. Le quitaron los pobres vestidos de la aldea y le pusieron otros bordados de oro. En un instante se vio cubierta de perlas y diamantes. Una multitud de damas se hallaban prontas a servirla, y bastaba que desease cualquier cosa para ser enseguida complaci­da. Alojábase en un piso magnífico del palacio, que tenía, en lugar de tapices, grandes espejos, cubriendo las paredes de las cámaras y gabinetes, para que pu­diese contemplar su belleza multiplicada y para que el príncipe pudiese admirarla por donde volviese los ojos. Rosimundo había abandonado la caza, el jue­go, los ejercicios corporales, con el fin de hallarse siempre a su lado; y como muriera su padre poco después de celebrado el matrimonio, la sabia Flori­sa, siendo reina, decidía por su consejo todos los negocios del Estado. La reina madre, llamada Gro­niponte, tuvo celos de su nuera y mostrábase artifi­ciosa, maligna y cruel. La vejez había unido a su natural fealdad una deformidad desagradable y pa­recía una furia. La belleza de Florisa hacía que to­davía pareciese más fea; lo cual causaba a la reina una continua irritación, porque no podía sufrir que una joven tan bella la desfigurase de tal modo.
Así atormentaba su corazón y se abandonaba a los furores de la envidia.
-No tenéis corazón -decía con frecuencia a su hijo, os habéis casado con esa aldeana y todavía cometéis la bajeza de hacerla vuestro ídolo; y ella va tan encopetada como si hubiese nacido en el palacio que habita. Cuando el rey, vuestro padre, quiso ca­sarse, me prefirió a todas las demás jóvenes porque era hija de un rey tan poderoso como él. Esto es lo que debiérais haber hecho. Devolved la pobre pas­tora a su aldea y escoged una joven princesa, cuya cuna sea parecida a la vuestra.
Rosimundo resistía a su madre; pero cierto día Groniponte hurtó una carta que Florisa tenía escri­ta para el rey y la entregó a un joven cortesano con el mandato de llevarla al rey, para que éste creyera que Florisa había contraído una amistad que debía reservar para el rey. Rosimundo, cegado por los celos y por los malévolos consejos de su madre, hizo en­cerrar, para todos los días de su vida, a la joven Florisa en un alto torreón erguido sobre un escollo batido por las olas del mar. Allí Florisa lloraba de noche y de día, no comprendiendo la razón de la justicia del rey que tan indignamente la trataba. No le era permitido ver más que a una vieja, a quien Groniponte le había confiado, que la insultaba con­tinuamente. Entonces Florisa se acordaba de su ca­baña y de los perdidos placeres del campo. Cierto día, pensando que acabarían sus males, y lamen­tando que su madre hubiese preferido que fuese hermosa y reina desgraciada, en vez de pastorcita modesta y feliz, la vieja carcelera la dijo que el rey le enviaba el verdugo para que le cortase la cabeza y por lo tanto que se preparase para morir. En efecto, entró el verdugo con un gran cuchillo en la mano para la ejecución, enviado por el rey, por consejo de Groniponte; pero al mismo tiempo apareció una mujer diciendo que venía de parte de la reina para decir dos palabras en secreto a Florisa, antes de morir. La vieja la dejó hablar con ella, por creerla una de las damas de la Corte: pero era el hada que había predicho las desventuras de Florisa. La recién llegada, después de alejar a todos, dijo a Florisa:
-¿Queréis renunciar a la belleza que os ha sido tan funesta? ¿Queréis perder el título de reina, re­cobrar vuestros pobres vestidos y retornar a vuestra aldea?
Florisa aceptó enseguida lo que el hada le pro­ponía y ésta aplicó a su cara una máscara encantada, de modo que sus facciones resultaron groseras y volvióse de repente más fea que cuanto había sido hermosa y agradable. En este estado, en el cual no sería reconocida por nadie, pasó ante sus verdugos y, guiada por el hada, retornó a su país. Después bus­caron en balde a Florisa por todos los rincones de la torre; y tampoco la hubiesen conocido si aquélla no les hubiera dicho quién era. Florisa estuvo feliz en adelante, viviendo en su aldea, pobre y desconocida, guardando su rebaño. Y todos los días recordaba sus aventuras y deploraba sus males. Compuso cancio­nes que hacían llorar a todo el mundo; pero ella fue dichosa guardando sus ovejas y jamás descubrió a nadie lo que había sido.

1.092.5 Fenelon (Salignac de la Mothe-Fenelon, François de) - 041

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