Había
un rey llamado Alfarote que era temido de sus vecinos y amado de sus súbditos.
Era sabio, bueno, justo, bienhechor y amable; nada le faltaba. Un día le
apareció un hada para decirle que sería muy desgraciado si no usaba la sortija
que ella misma puso en su dedo. Entonces el rey vio que con el diamante puesto
debajo del dedo se hacía invisible y aparecía de nuevo, cuando le daba la
vuelta al dedo. Esta sortija le gustó mucho y la llevaba con gran placer. Cuando
desconfiaba de alguien ponía la sortija de modo que no se viera el brillante, y
sin que nadie se apercibiera descubría entonces todos los secretos de la casa. Cuando temía
los designios adversos de alguno de los reyes vecinos, podía penetrar hasta su
palacio y el salón de los consejos sin ser apercibido de nadie; y así
preveníase contra todo lo que se tramaba contra él, descubriendo muchas conjuraciones
contra su persona y desconcertando de continuo a sus enemigos. Y no contento
con la sortija, solicitó del hada poder trasladarse en un instante a
cualquier parte, a fin de hacer más útil el poder de la sortija, que le hacía
invisible. Pero el hada contestó, suspirando:
-Me
pides demasiado. Temo que este don que pides te sea funesto.
Pero
el rey no la escuchó, sino que continuó rogándole que le concediera su pedido.
Por fin ella dijo:
-Está
bien. Puesto que lo quieres, te lo concederé, a pesar de que no quisiera
concedértelo; y te arrepentirás de haberlo conseguido.
Entonces
le frotó las espaldas con un licor oloroso y él sintió que le nacían alas en la espalda. Debajo
del vestido no eran notadas, pero cuando quería volar bastaba tocarlas para que
alcanzasen grandes proporciones, de modo que su vuelo era más raudo que el del
águila. Por este medio el rey podía trasladarse rápidamente a los lugares más
lejanos; todo lo sabía y nadie podía descubrir cómo adquiría tantos
conocimientos; porque permanecía siempre, al parecer, en sus aposentos, sin
dejar que se le acercase persona alguna. Estando encerrado en él, volvía el
anillo y se hacía invisible: luego tocaba las alas y estas crecían y emprendía
el vuelo y recorría países inmensos. Emprendía grandes guerras y conseguía
siempre la victoria: y como llegó a conocer a todos los hombres los vio tan
mezquinos y disimuladores, que ya no se fiaba de nadie: y cuanto más se volvía
poderoso e invencible, menos era amado de los hombres, aun de aquellos sobre
los cuales había derramado grandes bienes. Para consolarse hizo el propósito
de recorrer todos los países del mundo, con el fin de hallar la mujer perfecta
con quien contraer matrimonio y ser dichoso. Recorrió todos los caminos; halló
gran número de mujeres que disimulaban demasiado su amor propio, incapaces de
amar verdaderamente a su marido. Entró en las casas particulares y en unas vio
mujeres ligeras e inconstantes; en otras, mujeres artificiosas, altaneras,
falsas, vanas, idólatras de sí mismas. Bajó hasta las más humildes moradas y
por fin encontró la hija de un pobre labriego, bella como el día, simple e
ingenua en su belleza, que tenía un espíritu y una virtud que sobresalían a las
gracias de su persona. Toda la juventud de la vecindad la admiraba al pasar, y
todos los jóvenes pretendían casarse con ella para hallar la felicidad. En cuanto
la vio el rey Alfarote quedó enamorado. La pidió a su padre y éste se sintió
venturoso, aceptando el trono para su hija. Clarifila (éste era su nombre) pasó
de la cabaña de sus padres a un gran palacio donde la recibió una corte fastuosa.
Pero ella no se envaneció demasiado; continuó siendo modesta, humilde,
virtuosa, y no olvidó en medio de sus grandezas el modesto hogar donde había
nacido. El rey redobló su ternura para con ella y por fin creyó que había
llegado a la felicidad; pero no lo fue, por no confiarse al corazón de la reina. A todas horas se
hacía invisible para observarla y sorprenderla, aunque nunca descubría la más
leve sombra de infidelidad. Tenía, no obstante, un resto de celos y de
desconfianza que le turbaba la
paz. El hada que le había predicho las funestas consecuencias
de su don, le advertía con frecuencia: por esto él comenzó a cansarse de ella,
y dio orden de que no se la dejase entrar más en palacio y ordenó también a la
reina que se guardase de recibirla. Con mucha pena lo prometió la reina, porque
amaba al hada. Un día el hada, queriendo instruir a la reina acerca del
porvenir, entró en sus habitaciones en forma de un oficial, declarándole que
era ella, y con esto la reina la abrazó tiernamente. El rey, entonces
invisible, lo vio y sintió de nuevo los celos y empuñando la espada atravesó a
la reina. En
este momento el hada recobró su verdadera figura y el rey reconoció el error,
comprendió la inocencia de la reina y quiso matarse. El hada paró el golpe y
quiso consolarle. Entretanto la reina, a punto de expirar, dijo:
-Aun
cuando muera en vuestras manos, yo muero amándoos.
Alfarote
deploró su desventura queriendo, a pesar de los inconvenientes manifestados
oportunamente por el hada, el don que le había sido tan funesto. Y le devolvió
la sortija y le rogó que le quitase las alas. Y pasó amargamente sus últimos
días. Su único consuelo fue llorar sobre la tumba de Clarifila.
No hay comentarios:
Publicar un comentario