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martes, 2 de septiembre de 2014

Historia del rey alfarote y clarifila

Había un rey llamado Alfarote que era temido de sus vecinos y amado de sus súbditos. Era sabio, bueno, justo, bienhechor y amable; nada le faltaba. Un día le apareció un hada para decirle que sería muy desgraciado si no usaba la sortija que ella mis­ma puso en su dedo. Entonces el rey vio que con el diamante puesto debajo del dedo se hacía invisible y aparecía de nuevo, cuando le daba la vuelta al dedo. Esta sortija le gustó mucho y la llevaba con gran placer. Cuando desconfiaba de alguien ponía la sortija de modo que no se viera el brillante, y sin que nadie se apercibiera descubría entonces todos los secretos de la casa. Cuando temía los designios ad­versos de alguno de los reyes vecinos, podía penetrar hasta su palacio y el salón de los consejos sin ser apercibido de nadie; y así preveníase contra todo lo que se tramaba contra él, descubriendo muchas con­juraciones contra su persona y desconcertando de continuo a sus enemigos. Y no contento con la sor­tija, solicitó del hada poder trasladarse en un ins­tante a cualquier parte, a fin de hacer más útil el poder de la sortija, que le hacía invisible. Pero el hada contestó, suspirando:
-Me pides demasiado. Temo que este don que pides te sea funesto.
Pero el rey no la escuchó, sino que continuó ro­gándole que le concediera su pedido. Por fin ella dijo:
-Está bien. Puesto que lo quieres, te lo conce­deré, a pesar de que no quisiera concedértelo; y te arrepentirás de haberlo conseguido.
Entonces le frotó las espaldas con un licor oloroso y él sintió que le nacían alas en la espalda. Debajo del vestido no eran notadas, pero cuando quería volar bastaba tocarlas para que alcanzasen grandes proporciones, de modo que su vuelo era más raudo que el del águila. Por este medio el rey podía trasla­darse rápidamente a los lugares más lejanos; todo lo sabía y nadie podía descubrir cómo adquiría tantos conocimientos; porque permanecía siempre, al pa­recer, en sus aposentos, sin dejar que se le acercase persona alguna. Estando encerrado en él, volvía el anillo y se hacía invisible: luego tocaba las alas y estas crecían y emprendía el vuelo y recorría países inmensos. Emprendía grandes guerras y conseguía siempre la victoria: y como llegó a conocer a todos los hombres los vio tan mezquinos y disimuladores, que ya no se fiaba de nadie: y cuanto más se volvía poderoso e invencible, menos era amado de los hombres, aun de aquellos sobre los cuales había de­rramado grandes bienes. Para consolarse hizo el propósito de recorrer todos los países del mundo, con el fin de hallar la mujer perfecta con quien contraer matrimonio y ser dichoso. Recorrió todos los caminos; halló gran número de mujeres que di­simulaban demasiado su amor propio, incapaces de amar verdaderamente a su marido. Entró en las casas particulares y en unas vio mujeres ligeras e incons­tantes; en otras, mujeres artificiosas, altaneras, falsas, vanas, idólatras de sí mismas. Bajó hasta las más humildes moradas y por fin encontró la hija de un pobre labriego, bella como el día, simple e ingenua en su belleza, que tenía un espíritu y una virtud que sobresalían a las gracias de su persona. Toda la ju­ventud de la vecindad la admiraba al pasar, y todos los jóvenes pretendían casarse con ella para hallar la felicidad. En cuanto la vio el rey Alfarote quedó enamorado. La pidió a su padre y éste se sintió venturoso, aceptando el trono para su hija. Clarifila (éste era su nombre) pasó de la cabaña de sus padres a un gran palacio donde la recibió una corte fas­tuosa. Pero ella no se envaneció demasiado; conti­nuó siendo modesta, humilde, virtuosa, y no olvidó en medio de sus grandezas el modesto hogar donde había nacido. El rey redobló su ternura para con ella y por fin creyó que había llegado a la felicidad; pero no lo fue, por no confiarse al corazón de la reina. A todas horas se hacía invisible para observarla y sor­prenderla, aunque nunca descubría la más leve som­bra de infidelidad. Tenía, no obstante, un resto de celos y de desconfianza que le turbaba la paz. El hada que le había predicho las funestas consecuen­cias de su don, le advertía con frecuencia: por esto él comenzó a cansarse de ella, y dio orden de que no se la dejase entrar más en palacio y ordenó también a la reina que se guardase de recibirla. Con mucha pena lo prometió la reina, porque amaba al hada. Un día el hada, queriendo instruir a la reina acerca del porvenir, entró en sus habitaciones en forma de un oficial, declarándole que era ella, y con esto la reina la abrazó tiernamente. El rey, entonces invisible, lo vio y sintió de nuevo los celos y empuñando la es­pada atravesó a la reina. En este momento el hada recobró su verdadera figura y el rey reconoció el error, comprendió la inocencia de la reina y quiso matarse. El hada paró el golpe y quiso consolarle. Entretanto la reina, a punto de expirar, dijo:
-Aun cuando muera en vuestras manos, yo muero amándoos.
Alfarote deploró su desventura queriendo, a pesar de los inconvenientes manifestados oportunamente por el hada, el don que le había sido tan funesto. Y le devolvió la sortija y le rogó que le quitase las alas. Y pasó amargamente sus últimos días. Su único consuelo fue llorar sobre la tumba de Clarifila.

1.092.5 Fenelon (Salignac de la Mothe-Fenelon, François de) - 041

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