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martes, 2 de septiembre de 2014

Viaje a la isla de los placeres

Después de haber viajado largo tiempo por el Pacífico, vimos desde lejos una isla de azúcar, con montañas de compota, rocas de azúcar cande y cara­melo y arroyos de jarabe, que fluían por la campiña. Los habitantes, que por cierto eran muy golosos, lamían los caminos y chupábanse los dedos, después de haberlos hundido en las corrientes. Había allí bosques de regaliz y grandes árboles que destilaban la miel de los panales, cayendo en la boca de los viajeros, si tenían gusto de abrirla. Como todas estas dulzuras nos parecieron insípidas, quisimos visitar otros países de gusto más refinado. Se nos aseguró que, en efecto, a diez leguas de allí existía un lugar con minas de jamón, de embutidos y de guisado sazonado con pimienta. Se ahondaba en estas mi­nas lo mismo que en las de oro del Perú. También se hallaban allí ríos de salsa con cebollino. Los mu­ros de las casas eran de carne de pato. Llovía vino tinto, cuando el cielo se cargaba; y en los días bue­nos el rocío de la mañana era como el vino blanco de Grecia o de la Provenza. Para ir a esta isla fuimos al puerto, donde doce hombres de estatura colosal y de fuerza prodigiosa soplaron tan fuertemente, que nos hincharon nuestras velas y nos dieron viento favorable; apenas llegamos a la otra isla encontramos mercaderes que vendían apetito, porque éste falta con frecuencia a causa de tantos guisos. Otros ven­dían sueño. El precio estaba regulado por el tiempo, de modo que se pagaba más por los sueños largos que por los cortos. Los sueños hermosos eran los más caros.
Yo, con mi dinero, compré los más agradables y, como estaba muy cansado, me fui a dormir. Pero en cuanto estuve echado, oí un gran ruido; tuve miedo y comencé a pedir socorro. Dijéronme que era la tierra que se abría. Yo me creía perdido; pero se me aseguró que se abría todas las noches, a una hora determinada, para vomitar con gran esfuerzo ríos hirvientes de chocolate espumoso y licores helados de todas clases. Me levanté en seguida para probar­los y, a fe, que estaban deliciosos. Seguidamente volví al lecho y quedé dormido; soñé que el mundo era de cristal; que los hombres se mantenían de los más agradables perfumes, y no podían caminar si no era danzando, ni hablar, sin cantar; que usaban alas para hendir los aires y aletas para cruzar los mares. Estos hombres eran como el pedernal de los fusiles, pues no se les podía tocar sin que echase chispas. Se inflaban como una mecha, y no podía menos de sonreírme viendo viendo cuán fácilmente se les im­presionaba. Pregunté a uno de ellos cómo se halla­ban tan animados, y para contestarme que nunca se dejaban llevar de la cólera, me lo dijo enseñándome el puño.
Apenas desperté cuando vino hacia mí un ven­dedor de apetito preguntán-dome de qué quería tener hambre; y quise que me vendiera relajamiento de estómago. A cambio de mi dinero me dio doce sa­quitos de tafetán, que, puestos sobre mí hacían las veces de doce estómagos, consintiendo comer du­rante el día y digerir fácilmente y cada día, doce banquetes. En cuanto hube comprado los doce sa­quitos comencé a sentir un hambre voraz. Pase el día gozando los doce deliciosos festines. Al terminar uno ya comenzaba a sentir hambre y comenzaba el otro. Mas, como tenía más avidez que hambre, en reali­dad no comía sino que devoraba; al contrario de las gentes de aquel país, que eran de una delicadeza y corrección exquisita. Al llegar la tarde estuve aver­gonzado de haberme pasado el día sentado a la mesa, como un caballo atado a su pesebre. Por esto tomé la resolución de pasar el día siguiente nutriéndome de buenos olores. Me dieron para desayunar perfume de naranja. Para comer me dieron una alimentación más fuerte: me sirvieron nardos y después piel de España. Para la colación me dieron solamente jun­quillos. A la hora de cenar me ofrecieron grandes ramos, donde aparecían toda clase de flores olorosas, y buen número de pomos con toda suerte de per­fumes. Por la noche tuve una indigestión por haber sentido durante todo el día tantos olores nutritivos. Al día siguiente ayuné para desquitarme de la fatiga de los días anteriores. Me dijeron que en aquel país existía una villa muy singular, a la cual me llevarían en un carruaje completamente desconocido. Y, en efecto, se me hizo entrar en una pequeña cesta de madera muy ligera, toda cubierta de grandes plumas. Cuatro aves, grandes como avestruces de inmensas alas, tiraban de la cesta por medio de cuerdas de seda. Estos pájaros tomaron en seguida el vuelo y yo les dirigí hacia oriente, por la ruta que me habían señalado, empuñando las riendas. Veía a mis pies las altas montañas, y tan rápidamente volábamos, que casi me faltaba el aliento. En una hora llegamos a la renombrarla villa. Era toda ella de mármol y tres veces más grande que París; toda ella no era sino una sola casa. Tenía 24 patios, cada uno de los cuales era más grande que el mayor palacio del mundo; en medio de estos 24 patios, abríase otro, que hacía el número veinticinco, seis veces mayor que los demás. Todos los pisos de esta casa eran iguales, porque en aquella ciudad reinaba una igualdad absoluta para todos los habitantes. Allí no hay criados ni gente baja; cada cual se sirve a sí mismo; nadie era servidor de nadie; solamente hay allí ayudas, que son unos pequeños gnomos espirituales y vertiginosos que proporcionan a todos cuanto desean.
Cuando llegué fui recibido por uno de estos es­píritus, el cual, juntándose conmigo, hizo que al instante de desear algo lo consiguiera seguidamen­te. Como estos pedidos se iban realizando, pronto me cansé de desear; comencé, por experiencia, a en­tender que es mejor pasar, sin las cosas superfluas, que ir alimentando siempre nuevos deseos, sin po­der jamás detenerse en el goce tranquilo de algún placer.
Los habitantes de esta ciudad iban pulquérrimos; eran dulces y educa-dísimos. Me recibieron como si yo fuera uno de ellos. Cuando quería pedirles algo, se adelantaban a mis deseos y los corres-pondían, sin necesidad de que les explicase nada. Me sorprendió que jamás hablaban entre sí; leían en los ojos de los demás lo que pensaban, como se lee en un libro; cuando querían guardar sus pensamientos no hacían más que cerrarlos. Me llevaron a un salón donde se hacía música, de perfumes; pues para ellos los per­fumes son armoniosos, como para nosotros los so­nidos. Así, un conjunto de perfumes dulces y fuer­tes, en diferentes grados, combinándose, producían una armonía soberana, hiriendo el olfato, a la ma­nera que la música hiere el oído. En aquel país las mujeres gobiernan a los hombres; son jueces, maestros y guerreros. Los hombres se acicalan y arreglan todo el día; hilan, cosen y bordan, y sufren los gol­pes de las mujeres, cuando ellas les castigan por ha­ber sido desobedientes. Dicen que esto sucede de algún tiempo a esta parte porque los hombres afe­minados, volviéronse lacios, preciosos e ignorantes, llegando a dejarse gobernar por las hembras. Y así ellas se aprestaron a poner remedio a los males que habían sobrevenido a la república. Abrieron escuelas públicas donde aprendían y se perfeccionaban las mujeres mejor dispuestas. 
Desarmaron a sus mari­dos. Los separaron de la carrera judicial; se encar­garon del orden público, decretaron nuevas leyes y las hicieron observar, salvando la cosa pública de la ruina total que habían ido preparando la poca apli­cación, la ligereza y la molicie de los hombres.
Después de ensayar este orden de cosas, y fatiga­do con tantos festines y delicadezas, llegué a la con­clusión de que los placeres de los sentidos, aun va­riados y fáciles de adquirir, envilecen y quitan la felicidad de los hombres. Y así me alejé de aquellas tierras, aparentemente tan deliciosas, y de retorno a mi casa hallé un camino sobrio, un trabajo mode­rado y unas costumbres puras; y en la práctica de la virtud, la salud y la dicha que no me había podido procurar la continuidad de los buenos manjares ni la variedad de los placeres.

1.092.5 Fenelon (Salignac de la Mothe-Fenelon, François de) - 041

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