Cierto
dragón guardaba un tesoro en una profunda caverna, velando día y noche en su
defensa. Dos zorras, de mucha picardía y muy pagadas de su oficio de ladrón, se
insinuaron, adulándole, y llegaron a ser sus confidentes. La gente más
complaciente y entrometida no suele ser la más segura. Le trataban como a un
gran personaje y todas sus fantasías causaban admiración; se ponían siempre a
sus órdenes y se burlaban mutuamente de su propia candidez. Cierto día el
dragón, estando ellas, se durmió, y entonces las zorras lo estrangularon y se
apoderaron del tesoro. Lo difícil fue partirlo, porque dos malvados no se ponen
de acuerdo más que para obrar el mal. Una de ellas quiso moralizar, diciendo:
-¿De
qué nos servirá tanta plata? Un poco de caza nos convendría más; porque el
metal no se come: los doblones son difíciles de digerir. Los hombres son unos
insensatos amando tanto a estas riquezas. No seamos nosotras tan insensatas
como ellos.
La
otra fingió haberle llegado muy adentro aquellas reflexiones y aseguró que
quería vivir tan filosóficamente como Bías, llevando siempre sobre sí su
tesoro.
Cada
una de ellas deseaba quitar el tesoro a la otra: ambas mintieron y ambas se
engañaron.
Muriendo,
una de ellas dijo a la otra que se hallaba tan mal parada como ella:
-¿Qué
harás de este dinero?
-Lo
mismo que harás tú -contestóle la otra. Cierto hombre que pasaba, comprendiendo la aventura,
entendió que no fueron cuerdas. Y con esto le dijo una de las zorras:
-No
lo eres tú menos que nosotras. Tampoco sabrías nutrirte de dinero como
nosotras, y en cambio, vosotros los hombres os matáis por conquistarlo.
Cuando menos nuestra raza ha sido hasta el presente más sabia que la vuestra,
puesto que no ha osado poner en uso la moneda. La habéis introducido en vuestras
costumbres para mayor comodidad y ha causado vuestra desgracia. Vosotros
perdéis los verdaderos bienes, buscando bienes imagina-rios.
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