En
las riberas siempre verdes del río Alfeo existe un bosque sagrado donde tres
náyades esparcen ruidosamente sus aguas claras, regando las flores nacientes:
allí van con frecuencia las Gracias para bañarse. Los árboles de este bosque
nunca son agitados por los vientos: tan sólo los besa el dulce soplo de los
céfiros. Las ninfas y los faunos pasan allí las noches, danzando al compás del
caramillo del dios Pan. El sol no lograría jamás atravesar con sus rayos la
sombra que forman las ramas entrelazadas de su arboleda. El silencio, la
oscuridad y una deliciosa frescura reinan allí de día y de noche. Bajo este follaje
óyese a Filomela[1]
cantando con voz suave y melodiosa sus antiguas penas, porque aún no ha sido
consolada. Una joven curruca, al contrario, cantaba su dicha, anunciando a los
pastores la proximidad de la primavera. Filomela está celosa de las tiernas
canciones de su compañera. Cierto día apercibieron a un joven pastor
desconocido en aquel bosque y les pareció gracioso, noble y amante de las Musas
y la armonía; creyeron que sería Apolo que en otro tiempo estuvo en la mansión
del rey Admeto, o cuando menos algún joven héroe de la sangre de aquel dios.
Los
dos pajaritos, inspirados por las Musas, comenzaron a cantar de esta suerte:
-¿Quién es ese pastor o este dios
desconocido que honra nuestros bosques?
-Es sensible a nuestras canciones
y ama a la Poesía. Ella
endulzará su corazón y lo tornará tan amable cuanto ahora es fiero.
Y
Filomela continuó sola:
¡Que este joven crezca en virtud
como la flor que abre la primavera! ¡Que las Gracias besen sus pupilas y
Minerva reine en su corazón!
Y
luego cantó la curruca:
-¡Que iguale a Orfeo con su
melodiosa voz y a Hércules en los grandes hechos!¡ Que lleve en su corazón la
audacia de Aquiles sin tener su ferocidad! ¡Que sea bueno; que sea sabio
bienhechor y tierno para con los hombres; y sea amado de ellos! ¡Que las Musas
hagan que nazcan en él todas las virtudes!
Luego
los dos pajarillos, llenos de inspiración cantaron juntos:
-Él ama nuestros dulces cantos; y
entran en su corazón como el rocío en los cálices sedientos después de
caldearlos el sol.
-¡Que los dioses cuiden de él y le
hagan siempre afortunado!
-¡Que tenga en sus manos el Cuerno
de la Abundancia!
-¡Que la Edad dorada retorne para
él!
-¡Que la sabiduría anide en su
corazón y cobije a los mortales y que nazcan las flores bajo las plantas de sus
pies!
Mientras
cantaron, los Céfiros retuvieron su aliento; abriéronse las flores del bosque,
los ríos que formaban las tres fuentes suspen-dieron su curso; los sátiros y
los faunos, a fin de escucharles mejor, levantaron sus agudas orejas; Eco
envió sus bellas palabras a los más lejanos acantilados, y todas las Dríades
salieron del seno de los verdes árboles para admirar al que Filomela y su
compañera acababan de cantar.
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