Translate

martes, 2 de septiembre de 2014

Historia de alibeo persa

Schaj-Abbas, rey de Persia, se separó una vez de la corte con objeto de viajar por la campiña sin ser conocido y observar la vida de los pueblos en su es­tado natural. No llevaba consigo más que a uno de sus cortesanos. El rey le había dicho:
-Yo no tengo ningún conocimiento de las ver­daderas costumbres de los hombres; todo lo que nos llega viene disfrazado; es el arte y no la naturaleza tal cual lo que se nos enseña. Yo pretendo estudiar la vida rústica y tratar a esta clase de hombres tan menospreciada, siendo el verdadero sostén de la so­ciedad humana. Estoy ahíto de tener cortesanos que no hacen más que sorprenderme para lisonjearme; es preciso ir a ver a campesinos y a pastores que no me conocen.
Y así pasó con su confidente a través de muchas aldeas, donde se danzaba; y se encontró satisfecho hallando lejos de la corte placeres tan simples y poco dispendiosos.
Comió en una cabaña, y, sintiendo mucha ham­bre, los groseros alimentos que le ofrecieron le parecieron más agradables que los manjares más ex­quisitos de la real mesa.
Pasando por un prado cuajado de flores, bor­deado de un claro riachuelo, vio a un joven pastor que tocaba la flauta a la sombra de un olmo cor­pulento.
Llegó hasta él, lo examinó, quedando prendado de su agradable fisonomía y su talante, tan simple e ingenioso como noble y gracioso. Los harapos que le cubrían no menguaban su belleza. El rey creyó que se trataba de algún joven de familia ilustre venida a menos; pero el pastor le dijo que sus padres vivían en la vecina aldea, y que su nombre era Alibeo. A me­dida que el rey le hablaba, iba descubriendo en él un espíritu firme y juicioso. Tenía los ojos llenos de vi­vacidad, pero nada ardientes y terribles; su voz era dulce e insinuante y hería hasta lo hondo; sus fac­ciones eran finas, pero muy alejadas de la feminidad.
Este pastor tendría unos dieciséis años y se con­ceptuaba a sí mismo ni más ni menos que los demás pastores de la vecindad; sin haber sido educado, había aprendido lo que sabía de los demás. El rey le entretuvo familiarmente, quedando prendado de él; por él supo que los reyes tienen un conocimiento falso de los pueblos, por causa de los hombres li­sonjeadores que los rodean, y quedaba complacido de la honradez de aquel joven que nada le ocultaba al preguntarle. Y fue para el rey un gran descubri­miento oír hablar sin afectación ni engaño. Después hizo seña al cortesano que lo acompañaba para que no revelase su realeza; pues temió que Alibeo per­diera, al conocerlo, la libertad y la gracia. Y así dijo, reservada-mente, al cortesano:
-Veo perfectamente que la naturaleza no es menos hermosa en las gentes de baja condición que en los de posición elevada. Nunca me parecería me­jor el hijo del rey que este pastorcito que apacienta sus corderos. Y aún sería dichoso si mi hijo fuese tan hermoso, tan sensato y tan amable como éste, segu­ramente si este joven tuviese medios de ser educado llegaría a ser un gran hombre. Quiero educarlo.
El rey se llevó consigo a Alibeo, le hizo aprender a leer, a escribir y a contar, y le dio maestros en las ciencias y artes que adornan el espíritu. De pronto fue un poco maleado en la corte, cambiando un poco su corazón, porque la edad y la protección de la fortuna alteraron un poco su sabiduría y su mo­deración. En vez del cayado, la flauta y sus harapos, vestía de púrpura cuajada de oro y llevaba en la ca­beza un turbante lleno de pedrería. Su belleza eclipsaba cuanto de hermoso tenía la corte. Se hizo hábil para llevar los asuntos más delicados y mereció la confianza de su protector, el cual, conociendo el gusto exquisito por las magnificencias del Palacio, le dio un cargo muy respetable en Persia: guardar las pedrerías y muebles preciosos del príncipe.
Durante la larga vida del gran Schaj-Abbas, la privanza de Alibeo fue creciendo más y más. Y a medida que crecía en edad, más se acordaba de su antigua condición, y con frecuencia la deploraba.
-¡Oh, hermosos días -decía consigo mismo­- en que todo me era grato y gozaba de unos placeres puros y sin peligro! ¿No volveréis más? Quién me privó de ellos y me dio tantas riquezas me hizo des­graciado.
Quiso volver a ver su aldea, y se enterneció visi­tando aquellos lugares donde tantas veces había danzado, cantado y tocado la flauta con los demás zagales. Dejó bienes a todos sus parientes, y el mejor de todos, cual es el precioso consejo de no querer abandonar la vida campesina para sufrir las desven­turas de los cortesanos.
Él los probó bien. Después de la muerte de su protector, el hijo de éste, Schaj-Sefi, subió al trono. Los cortesanos, llenos de envidia y siempre halaga­dores, le previnieron contra Alibeo.
-Abusaba -dijéronle- de la confianza del rey; amasó grandes riquezas y distrajo cosas de gran valor, de las cuales era sólo depositario.
Schaj-Sefi era un joven príncipe bastante crédulo, inaplicado y poco discreto; su afán consistía en des­hacer lo hecho por su padre, pretendiendo hacerlo mejor. Con el fin de hallar un pretexto para despo­seer a Alibeo de su cargo, siguiendo el consejo de sus cortesanos, le mandó que entregase una cimitarra ornada de diamantes, de un valor inmenso, que el rey acostumbraba llevar en los combates. Schaj-Abhas había hecho quitar de la cimitarra los brillantes, y Alibeo pudo demostrar, con testigos, que esto suce­dió antes que Alibeo obtuviera el cargo. Cuando los enemigos vieron que con aquel pretexto Schaj-Sefi no había conseguido nada, aconsejá-ronle que le ordenase un inventario exacto de los muebles en el término de quince días, al cabo de los cuales el rey mismo quiso pasar revista a sus tesoros. Alibeo abrió todas las puertas y le enseñó cuanto había sido confiado a su custodia. Nada faltaba; todo estaba en orden, limpio y bien conservado. El rey, asombrado al encontrar tanto oro y tanta exactitud en todas partes, se hallaba casi en favor de Alibeo, cuando observó, en el fondo de una gran galería llena de muebles preciosos, una caja de hierro cerrada con grandes cerrojos.
-Allí es -dijéronle reservadamente los corte­sanos- donde Alibeo guarda las cosas preciosas que os ha robado.
Entonces el rey, encolerizado, gritó:
-¡Quiero lo que hay detrás de esta puerta! ¿Qué has puesto aquí? ¡Ábrela!
Alibeo se echó a sus pies y le conjuró en nombre de Dios que le permitiese no enseñar lo que tenía de más precioso en la tierra.
-No es justo -díjole- que yo pierda en un momento lo único que me queda, después de haber trabajado tantos años al servicio del rey, vuestro padre. Quitadme, si os place, todas las riquezas, pero dejadme que conserve esto.
El rey ya no dudó más que aquella caja de hierro contenía el tesoro adquirido por Alibeo con sus ma­las artes; y alzando la voz, le ordenó que la abriera en­seguida. Cogió las llaves y abrió la caja. Pero, ante el estupor de todos, no se halló en ella otra cosa que el sombrero, la flauta y el vestido de pastor que en otro tiempo había usado Alibeo; objetos que guar­daba con cariño, porque no quiso nunca echar en olvido su primitiva condición.
-He aquí -dijo, ¡oh, gran rey!, los preciosos tesoros de mi antigua felicidad; ni la fortuna, ni vuestro poder me los pueden quitar. Este es el teso­ro que yo conservo para enriquecerme cuando vos me hagáis pobre. Quitadme todo lo demás; dejadme tan sólo estos recuerdos de mis buenos tiempos. Ved que estas riquezas son tan simples e inocentes como dulces, para los que se contentan con lo necesario, sin dejarse atormentar por lo superfluo. Los frutos de estos bienes son la libertad y la seguridad; bienes que nunca embarazan. ¡Oh, bienes queridos de una vida modesta y feliz, cuánto os aprecio! Con ellos quiero vivir y morir. Los demás bienes vinieron para engañarme y turbar mi descanso. Yo os lo devuelvo, ¡oh, gran rey!, puesto que me vinieron por vuestra liberalidad. No deseo sino que me dejéis este tesoro que tenía en mi poder cuando me llamó vuestro padre para ser tan desgraciado.
El rey, después de escuchar estas palabras, com­prendió la inocencia de Alibeo, e indignado contra
los cortesanos que le habían querido perder, los echó lejos de sí. Nombró a Alibeo primer oficial de la corte y le encargó los asuntos más secretos; pero Alibeo no abandonó por ello su antiguo vestido, pensando que a lo mejor tendría que usarlo de nue­vo si la fortuna, inconstante, se le ponía adversa. Murió extremadamente viejo, sin vengarse de sus enemigos, sin amasar riquezas y sin dejar a los pa­rientes más que lo suficiente para que pudiesen vivir bien, en sus condiciones de pastores, cuyo oficio creyó siempre el más feliz de cuantos pueden de­searse.

1.092.5 Fenelon (Salignac de la Mothe-Fenelon, François de) - 041

No hay comentarios:

Publicar un comentario