Día de brisa en un paisaje soleado. Campo abierto
a derecha, a izquierda, hacia adelante; detrás, un bosque. En el linde del
bosque, frente al campo abierto pero temiendo aventurarse en él, largas líneas
de soldados que conversan; crujido de innumerables pasos sobre las hojas secas
que tapizan el suelo entre los árboles; voces roncas de los oficiales que dan
órdenes. Al frente de las tropas -pero no demasiado expuestos- apartados grupos
de soldados de caballería; muchos miran atentamente la cumbre de una colina
situada a una milla de distancia en la dirección del avance interrumpido.
Porque ese ejército poderoso, que se desplaza en orden de batalla a través de
un bosque, acaba de encontrar un obstáculo formidable: el campo abierto. La
cumbre de la suave colina a una milla de distancia tiene un aspecto siniestro.
Dice: ¡Cuidado! Está coronada por un largo muro de piedra que se extiende a
derecha e izquierda. Detrás del muro hay un cerco. Detrás del cerco se ven las
copas de algunos árboles dispuestos muy irregularmente. Entre los árboles,
¿qué? Es necesario saberlo.
Ayer, y muchos días y noches antes, combatíamos
en alguna parte; había un incesante cañoneo y de tiempo en tiempo el redoble
del vivo fuego de los fusiles al que se mezclaban vítores -nuestros o de
nuestro enemigo: rara vez lo sabíamos- atestiguando una ventaja transitoria.
Esta mañana, al romper el día, el enemigo había desaparecido. Avanzamos
cruzando sus fortalezas y terraplenes -¡tan a menudo lo habíamos intentado
vanamente!- a través de los desechos de sus campamentos abandonados, en medio
de las tumbas de sus caídos en el bosque.
¡Con qué curiosidad lo examinamos todo! ¡Cuán
extraño nos pareció todo! Nada nos era completamente familiar. Hasta los
objetos más comunes -una montura vieja, una rueda hecha pedazos, una
cantimplora olvidada- nos des-cubrían algún rasgo de la misteriosa personalidad
de aquellos desconocidos que habían estado matándonos. El soldado no se
representa jamás a sus adversarios como hombres semejantes a él; no puede
sacarse la idea de que son seres de otra especie, diferentemente condicionados,
en un medio que no es del todo el de esta tierra. Los menores vestigios dejados
por ellos detienen su atención y cautivan su interés. Los juzga inaccesibles y
cuando los vislumbra de improviso, en la lejanía se le aparecen más lejanos,
más considerables de lo que realmente están y son, como objetos en la niebla.
En cierto modo, le inspiran un temor reverencial.
Desde el linde del bosque hasta lo alto de la
colina se ven huellas de cascos de caballos y de ruedas, las ruedas del cañón.
La hierba amarilla está pisoteada por la infantería. Por ahí han pasado miles,
qué duda cabe. Pero no hay rastros en los caminos. Esto es significativo: es la
diferencia entre un repliegue y una retirada.
Esos hombres a caballo son nuestro general en
jefe, su estado mayor y su escolta. El general mira la colina distante. Con
ambas manos, levantando innecesariamente los codos, sostiene los prismáticos
contra sus ojos. Es una moda: confiere dignidad al ademán. Todos lo hacemos
así. De pronto, baja los prismáticos y dice unas pocas palabras a quienes lo
rodean. Dos o tres edecanes se apartan del grupo y a galope corto se internan
en el bosque, a lo largo de las líneas, cada cual en una dirección. Sin
haberlas oído, conocemos sus palabras:
-Díganle al general X que haga avanzar la
artillería.
Aquellos de nosotros que no están en su puesto,
se alejan apresurada-mente: los que descansaban, se yerguen, y las filas vuelven
a formarse sin que la orden haya sido impartida. Algunos de nosotros, oficiales
del estado mayor, nos apeamos para verificar la cincha de nuestras
cabalgaduras; los que se habían apeado, vuelven a subir.
Galopando rápidamente por la brilla del campo abierto,
llega un joven oficial en un caballo blanco como la nieve. El mandil de su
silla de montar es escarlata. ¡Imbécil! Cualquiera que haya oído silbar las
balas recuerda que todos los fusiles apuntan instintivamente al hombre qué
monta un caballo blanco; cualquiera que haya visto el fogonazo del obús no
ignora que un poco de rojo exaspera al toro de la batalla. Que esos colores se
hayan puesto de moda en la vida militar debe aceptarse como uno de los
fenómenos más sorprendentes de la vanidad humana. Se los diría calculados para
aumentar el índice de mortandad.
Ese joven oficial está de punto en blanco, como
en un desfile. Brilla con todas sus galas. Es una edición de lujo, con el canto
dorado, de la Poesía
de la guerra. Una onda de risas burlonas corre por las filas a medida que
avanza. ¡Pero qué apuesto es! ¡Con qué gracia indolente monta a caballo!
Se para a respetuosa distancia del general en
jefe y saluda. El viejo soldado, inclinando la cabeza, responde a su saludo con
familiaridad. Lo conoce, evidentemente. El joven da la impresión de hacer un
pedido que el general no está dispuesto a conceder. Acerquémonos un poco.
¡Demasiado tarde! ¡Ya han terminado! El joven oficial saluda de nuevo, da media
vuelta en su caballo y toma derecho hacia la cumbre de la colina. Está
mortalmente pálido.
Unos cuantos tiradores, a seis pasos de
distancia, salen ahora del bosque y avanzan por el campo abierto. El comandante
dice unas palabras al clarín, que pega su instrumento a los labios. ¡Tralalá!
¡Tralalá! Los tiradores se detienen.
Mientras tanto, el joven jinete ha recorrido cien
yardas. Sube al paso la prolongada colina, erguido, sin volver jamás la cabeza.
¡Es admirable! ¡Dios mío, qué no daríamos nosotros por estar en su lugar, por
tener su presencia de ánimo! No ha sacado el sable de la vaina; su mano derecha
cuelga indolentemente. La brisa sopla sobre el penacho de su sombrero y lo hace
flamear con elegancia. La luz del sol descansa en sus charreteras tierna-mente,
como una visible bendición. Cabalga en línea recta. Diez mil pares de ojos
están fijos en él con una intensidad que no puede dejar de sentir; diez mil
corazones palpitan al ritmo rápido de los inaudibles pasos de su corcel blanco
como la nieve. No está solo: nuestras almas lo acompañan. Todos no somos sino
"hombres muertos". Pero recordamos habernos reído. Sigue y sigue
cabalgando, en línea recta hacia la muralla que bordea el cerco. Ni una mirada
hacia atrás. ¡Ah, si consintiera en volverse una sola vez, si pudiera sentir
ese amor, esa adoración, esa reparación!
Nadie habla. En las profundidades del bosque se
oye aún el murmullo de las multitudes que lo pueblan, invisibles y ciegas, pero
en la orilla, allí donde comienza el campo abierto, el silencio es absoluto. El
general corpulento se ha transformado en una estatua ecuestre. Los oficiales a
caballo del estado mayor, mirando por los prismáticos, están inmóviles. La
línea de batalla en el linde del bosque observa una nueva clase de
"atención" porque cada soldado se mantiene en la actitud que tenía cuando
adquirió bruscamente conciencia de lo que está sucediendo. Todos esos duros e
impenitentes matadores de hombres para quienes la muerte en la más atroz de sus
formas es algo familiar que pueden observar día tras día, que duermen en las
colinas sacudidas por el tronar de los cañones, que comen bajo una lluvia de
proyectiles y que juegan a los naipes entre los rostros muertos de sus amigos
más queridos, todos ellos, con el corazón palpitante, conteniendo el aliento,
acechan el resultado de un acto que compromete la vida de un solo hombre. Tal
es el magnetismo del valor y de la devoción.
Si ahora volvieran ustedes la cabeza, observarían
un movimiento simultáneo entre los espectadores, un sobresalto semejante al que
produce una corriente eléctrica; después, mirando de nuevo hacia adelante,
hacia el jinete lejano, verían que en ese momento mismo ha cambiado de
dirección y se desvía en ángulo recto de la ruta precedente.
Los soldados suponen que ese desvío ha sido
causado por un disparo, quizá por una herida, pero tomen ustedes los
prismáticos y observarán que se dirige hacia una brecha en el muro y en el
cerco. Intenta franquearlos, si no lo matan, para examinar la comarca que se
extiende más allá.
No deben ustedes olvidar la naturaleza del acto
de este hombre; en el hecho en sí no pueden ver una bravata, ni un sacrificio
inútil. Si el enemigo no se ha batido en retirada, acumula todas sus fuerzas
detrás de la colina. El explorador encontrará nada menos que una línea de
batalla; no se necesitan puestos de avanzada, centinelas en vista, tiradores
para anunciar nuestro avance. Nuestras líneas de ataque serán visibles,
conspicuas, estarán expuestas a un fuego de artillería que arrasará la tierra
en el preciso instante en que salgan del linde del bosque, a media distancia de
una lluvia de balas que hará perecer a todos nuestros soldados. En suma, si el
enemigo está allí, sería una locura atacarlo de frente; habrá que desbordarlo
siguiendo el plan inmemorial que consiste en amenazar sus líneas de
comunicación, tan necesarias a su existencia como lo es su tubo de aire para el
buzo sumergido en el fondo del mar. ¿Pero cómo saber a ciencia cierta que el
enemigo está allí? Sólo hay un medio: alguien que vaya y vea. Por lo común, se
acostumbra mandar una línea de tiradores. Pero en este caso todos pagarían con
sus vidas una respuesta afirmativa. El enemigo, agazapado en doble fila tras el
muro de piedra, y a cubierto por el cerco, aguardará hasta que le sea posible
contar los dientes de cada asaltante. La mitad de ellos caerá a la primera
salva, y la otra mitad sufrirá igual destino antes de poder batirse en
retirada. ¡Qué caro cuesta satisfacer una curiosidad! ¡A qué alto precio debe a
veces un ejército comprar sus informes! "Déjenme pagar por todos", ha
dicho ese galante caballero, ese Cristo soldado. No hay ninguna esperanza,
excepto la esperanza contra toda esperanza de que la colina esté despejada. En
verdad, el caballero podría preferir el cautiverio a la muerte. Mientras
avance, los soldados enemigos no dispararán. ¿Por qué dispararían?
Puede entrar sano y salvo en las filas hostiles y
convertirse en un prisionero de guerra. Pero esto haría fracasar su propósito.
Es preciso que regrese sano y salvo a nuestras líneas, o que lo maten ante
nuestros ojos. Sólo así sabremos cómo proceder. Porque su captura puede muy
bien ser la obra de media docena de rezagados.
Ahora comienza una extraña justa de inteligencia
entre un hombre y un ejército. Nuestro caballero, a un cuarto de milla de la
cumbre, dobla de pronto hacia la izquierda y galopa en dirección paralela a la
colina. Ha visto a su adversario: lo sabe todo. Una configuración del terreno
ligeramente favorable le ha permitido distinguir parte de las tropas enemigas.
Ahora estaría en condiciones de comunicarnos lo que sabe. Si estuviera aquí,
podría decírnoslo, pero ya no debemos esperar su vuelta: ha de hacer el mejor
uso de los pocos minutos que le quedan por vivir para obligar al adversario
mismo a que nos dé aquellos informes claramente, francamente, cosa que repugna,
desde luego, a esa discreta potencia. No hay un solo tirador en esas filas de
hombres agazapados, no hay un solo artillero junto a esos cañones disimulados y
prontos a disparar, que ignore las exigencias de la situación, el imperativo
debe de ser paciente. Por lo demás, sus jefes tuvieron tiempo de sobra para
prohibirles que dispararan. En realidad, una sola bala podría abatirlo sin
revelar gran cosa. Pero un disparo es contagioso... Y vean ustedes cuán
rápidamente se desplaza sin detenerse nunca, excepto para hacer girar su
caballo antes de tomar una nueva dirección, sin volverse nunca hacia sus
ejecutores. Lo distinguimos todo a través de los prismáticos, nos parece que
todo sucede a la distancia de un balazo. Sí, lo distinguimos todo excepto al
enemigo, cuya presencia, cuyos pensamientos, cuyos motivos inferimos. A simple
vista sólo hay una silueta negra sobre un caballo blanco, dibujando zigzags
sobre una colina distante, tan lentamente que casi parece que serpenteara.
Tomemos nuevamente los prismáticos: se ha cansado
de su fracaso, o ha visto su error, o ha enloquecido: ¡ahora se lanza en línea
recta contra el muro de piedra como si quisiera saltarlo junto con el cerco! Un
instante después da media vuelta y desciende la colina, rápido como el viento,
hacia sus amigos, hacia la muerte. En seguida, abarcando centenares de yardas a
derecha e izquierda, impetuosas columnas de humo aparecen tras el muro de
piedra. En seguida el viento las disipa y antes de que hayamos oído el crepitar
de los fusiles, el jinete cae. No, vuelve a incorporarse en su silla; se ha
contentado con hacer plegar su caballo sobre las patas de atrás. ¡De nuevo el
caballo está sobre sus cuatro patas, y ambos se alejan! Rompemos en formidables
vítores que nos liberan de la insoportable tensión de nuestros sentimientos. ¿Y
el caballo y su caballero? Sí, ambos se alejan. Se alejan de verdad. Vienen
directamente hacia nuestra izquierda, en línea paralela al muro que ahora
escupe sin tregua llama y fuego. Los fusiles crepitan de modo constante y ese
corazón valeroso sirve de blanco a cada bala.
De pronto, una gran sábana de humo se levanta
detrás del muro. Una y otra la suceden y suben antes de que alcance a nuestros
oídos el tronar de las explosiones y el zumbido de los proyectiles que llegan y
brincan hasta donde estamos, a través de nubes de polvo, haciendo caer de vez
en cuando a un hombre, causando una distracción momentánea., suscitando un
egoísta pensamiento fugaz.
El polvo se dispersa. ¡Increíble!... Ese caballo
y ese caballero hechizados han franqueado un barranco y suben otra colina para
descubrir otra conspiración de silencio y frustrar el designio de otras huestes
armadas. Un instante más, y también aquella cumbre entra en erupción. El
caballo se encabrita y golpea el aire con sus patas delanteras. Por fin cae.
Pero... ¡quién diría! El hombre se ha desprendido del animal muerto. Se yergue,
inmóvil, y con la mano derecha levanta el sable por encima de la cabeza. Nos
mira de frente. Luego baja la mano a la altura del rostro, extiende el brazo,
la hoja del sable describe una curva hacia el suelo. Es una señal a nosotros,
al mundo, a la posteridad. Es el saludo de un héroe a la muerte y a la
historia.
De nuevo se ha roto el hechizo. Nuestros hombres
tratan de lanzar vítores: la emoción los ahoga: articulan gritos roncos,
discordantes, aferran sus armas y se precipitan tumultuosamente en el campo
abierto. Los tiradores, sin haber recibido órdenes, en contra de las órdenes,
avanzan a todo correr como sabuesos sueltos. Nuestros cañones hablan y los del
enemigo contestan a coro. De izquierda a derecha, hasta donde la vista alcanza,
erige sus torres de humo la distante colina, que ahora parece tan cerca, y los
gruesos proyectiles se abaten gruñendo sobre la masa hormigueante de nuestras
tropas. Uno después de otro, nuestros estandartes emergen del bosque, nuestras
filas se adelantan impetuo-samente, y las armas bruñidas centellean al sol.
Sólo los últimos batallones, dando pruebas de obediencia, permanecen a la
distancia prescrita del frente rebelde.
El general en jefe no se ha movido. Baja ahora
sus prismáticos y echa una ojeada a derecha e izquierda. Ve la corriente humana
que avanza a ambos lados del grupo formado por él y por su escolta, como un
remolino de olas partido en dos por un peñasco. Ni el menor signo de emoción en
su rostro: está pensando. De nuevo mira hacia adelante: examina en toda su
extensión esa colina terrible y maléfica. Dice una palabra en voz baja a su
clarín. ¡Tralalá! ¡Tralalá! Tan imperiosa es la orden que se hace obedecer. La
repiten los clarines de todos los destacamentos subordinados. Las notas
breves, metálicas, se afirman por encima del zumbido del ataque y atraviesan el
ruido de cañón. Detenerse es batirse en retirada. Los estandartes se repliegan
lentamente, las filas dan media vuelta, melancólicas, cargando a los heridos.
Los tiradores recogen los muertos.
¡Ah, esos muchos, muchos muertos inútiles! A esa
gran alma cuyo hermoso cuerpo yace allí, tan nítidamente recortado sobre el
flanco árido de la colina, ¿no hubieran podido ahorrarle la amarga conciencia
de un sacrificio vano? ¿Es que una sola excepción habría herido demasiado
gravemente la implacable perfección del plan eterno, ineluctable, divino?
1.007.5 Briece (Ambrose)
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