El zorro estaba enamorado
del silbo de la perdiz.
Trataba de imitarlo en toda
forma, pero sólo le salía un soplido ridículo, y en cuanto se descuidaba, se le
escapaba su grosero ¡cuac!, ¡cuac!
Resolvió pedirle a ella
misma que se lo enseñara. ¿Cómo haría, con el miedo que le tienen las perdices
al zorro?
Un día se encontraron en un
caminito del campo. La sorpresa de la perdiz, que ya se veía en los dientes del
zorro, fue grande cuando oyó que le decía:
-Comadrita, ¡qué bien silba
Ud.! ¿Cómo podría hacer yo para aprender su silbido?
-Puede coserse la boca,
compadre -le contestó tímidamente.
-Estoy dispuesto a hacer lo
que sea necesario. ¿No podría hacerme el favor de cosérmela Ud. misma?
-Trataré de complacerlo,
compadre.
La perdiz, aunque llena de
desconfianza, se sacó una pluma del ala, y con una raíces muy fuertes le fue
cosiendo la boca. El
zorro soportaba, feliz, el sacrificio.
Cuando le quedó un
agujerito muy pequeño, la perdiz le hizo probar. Le salió un silbo bastante
fino que lo puso muy contento.
-Compadre, debe ensayar así
muchas veces al día hasta que le salga en forma perfecta, -le aconsejó la
perdiz.
-A mí me costó mucho
aprenderlo.
El zorro, que no podía
hablar, asintió con la cabeza.
Ya se despedían, cuando de
pronto, la perdiz, como suele hacerlo, voló con su vuelo pesado y pasó rozando
la cabeza del zorro. Este no pudo con su instinto; sin querer hizo su natural
movimiento de abrir la boca para atraparla, y se le rasgó de oreja a oreja.
El pobre zorro no sólo
perdió su única oportunidad de aprender a silbar, sino que, por mucho tiempo,
no pudo comer perdices.
Tomado del libro: Antología Folklórica Argentina para las
Escuelas de Adultos -Consejo Nacional de Educación. (1940)
0.015.5 anonimo (argentina),
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