Al
salir de Porto-Vecchio, con dirección noroeste, hacia el interior de
la isla, se ve rápidamente elevarse el terreno, y después de tres
horas de marcha por tortuosas sendas, obstruidas por grandes trozos
de rocas, y cortadas, a veces, por barrancos, uno se encuentra al
borde de un malezal
muy extenso. El malezal es el refugio de los pastores corsos y de
cuantos tienen algo e ver con la justicia. Es preciso que se sepa que
el labrador corso, para ahorrarse el trabajo de abonar su campo,
incendia una cierta extensión del bosque, y tanto peor si el fuego
se extiende más allá de lo que es necesario; ocurra lo que ocurra,
se puede estar seguro de recoger una buena cosecha, sembrando en la
tierra fertilizada por las cenizas de los árboles. Cortadas las
espigas, los tallos se dejan para evitarse el trabajo de recogerlos;
las raíces sobrantes, si no se han agostado, arrojan, a la siguiente
primavera, espesísimos retoños, que, en pocos años, alcanzan una
altura de siete u ocho pies. A esta especie de montuoso soto se le
llama malezal. Lo componen variadas clases de árboles y arbustos,
mezclados y confundidos a la buena de Dios. Sólo con un hacha en la
mano acertaría el hombre a abrirse paso por allí; y hay malezal tan
espeso y tupido, que ni aun a los mismos carneros montaraces les
seria dado penetrar en su interior. Si usted ha matado a alguien,
váyase al malezal de Porto-Vecchio, y allí vivirá seguro, con
pólvora, balas un buen fusil; no se olvide de una manta obscura, con
su capucha (1)
correspondiente, que sirve de tapa y de colchón. Los pastores le
proporcionan leche, queso y castañas, y nada tendrá que temer de la
justicia ni de los parientes del muerto, sino cuando le sea preciso
ir al pueblo para renovar las municiones.
Mateo
Falcone, cuando yo estaba en Córcega, en 18..., tenía su casa a una
media legua de ese malezal. Era un hombre lo bastante rico para el
país; vivía dignamente, esto es, sin hacer nada, del producto de
sus rebaños, que algunos pastores, especie de nómadas, llevaban a
pacer, de acá para allá, por los montes. Cuando le vi, dos años
antes del acontecimiento que motiva este relato, me pareció, sobre
poco más o menos, de unos cincuenta años de edad. Figúrate,
lector, un hombre pequeño, pero robusto, de encrespados cabellos,
negros como el azabache, nariz aquilina, labios delgados, ojos
grandes y vivos, y una tez color de cuero. Pasaba, aun en su misma
comarca, en la que tan buenos tiradores había, por ser un tirador
extraordinario. Mateo, por ejemplo, no disparaba nunca a un carnero
montaraz, con postas; pero lo derribaba, en cambio, a 120 pasos, de
un balazo en la cabeza o en la espalda, según su gusto. De noche, se
servía de sus armas tan fácilmente como de día, y de él se me ha
referido el siguiente rasgo de destreza, que acaso parecerá
increíble al que no haya viajado por Córcega. Se ponía, a ochenta
pasos, una vela encendida, detrás de un papel transparente del
tamaño de un plato. Mateo apuntaba, se apagaba la luz después, y,
al cabo de un minuto, en la obscuridad más completa, disparaba y
atravesaba el transparente, tres de cada cuatro veces.
Con
mérito de tal trascendencia, Mateo Falcone gozaba de una gran
reputación. Se le tenía por tan buen amigo como enemigo peligroso;
por lo demás, era servicial y caritativo, y vivía en paz con todo
el mundo en el distrito de Porto-Vecchio. Se contaba dé él que en
Corte, en donde se había casado, desembarazóse muy expeditivamente
de un rival, al que se tenía por tan temible en lances guerreros
como en lides amorosas; al menos se le atribuía a bateo un cierto
escopetazo que sorprendió a su rival en el instante de afeitarse,
frente a un espejo que pendía de su ventana. Se le echó tierra al
asunto y Mateo se casó. Su mujer, Giuseppa, le hizo padre,
primeramente, de tres hijas -lo que le hacía rabiar- y, por último,
de un hijo, llamado Fortunato: era la esperanza de la familia y el
heredero del nombre. Las hijas habían casado bien: en caso preciso,
su padre podría disponer de los puñales y las escopetas de los
respectivos maridos. Diez años tan sólo tenía el chico, poro
anunciaba ya felices disposiciones.
Un
cierto día de otoño, muy de mañana, salió Mateo con su mujer para
visitar uno de sus rebaños, en un claro del malezal. Fortunato quiso
acompañarles; pero el claro aquel estaba muy lejos, y, además, era
preciso que alguien se quedara guardando la casa; por lo tanto, el
padre se opuso; ya se verá si tuvo por qué arrepentirse de ello.
Algunas
horas después, Fortunato, tranquilamente tendido al sol, contemplaba
las montañas azules, y penaba en su visita al pueblo, el próximo
domingo, para comer en casa de su tío el caporal (2),
cuando fué interrumpido de pronto en sus meditaciones por el disparo
de un arma de fuego. Se puso en pie y miró a la parte de la llanura
de donde vino aquel ruido. Otros disparos se oyeron, con intervalos
diferentes y cada vez más próximos; a poco, en la senda que
conducía desde la llanura a la casa de Mateo, apareció un hombre,
tocado con un gorro puntiagudo, como el que usan los montañeses,
barbudo, harapiento, y arrastrándose trabajosamente apoyado en su
escopeta. Acababa de recibir un balazo en el muslo.
Aquel
hombre era un bandido (3)
que había salido de noche para comprar pólvora en la ciudad,
cayendo, a su vuelta, en la emboscada que le prepararon los tiradores
corsos (4).
Después de una vigorosa defensa, vióse obligado a buscar la
retirada, tiroteado de roca en roca y perseguido de cerca; pero los
soldados le iban al alcance, y su herida le imposibilitaba de llegar
al malezal antes de ser atrapado.
Acercóse
a Fortunato y le dijo:
-¿Eres
el hijo de Mateo Falcone?
-Sí.
-Pues
bien: yo soy Gianetto Sanapiero y me persiguen los cuellos amarillos
(5).
Escóndeme, pues ya no puedo andar más.
-¿Y
qué dirá mi padre si te escondo sin su permiso?
-Dirá
que has hecho bien.
-¡Quién
sabe!
-Escóndeme
pronto, que se acercan.
-Espera
a que regrese mi padre.
-¿Que
espere? ¡Maldición! Dentro de cinco minutos estarán aquí, ¡Vamos,
escóndeme, o te mato!
Fortunato
repuso con la mayor sangre fría:
-Pero
tengo mi puñal.
-Mas,
¿correrás tanto como yo?
Y
de un salto se puso fuera de su alcance.
-¿Tú
no eres el hijo de Mateo Falcone? ¿Dejarás que me prendan delante
de tu casa?
El
muchacho pareció conmoverse.
-¿Qué
me darás si te escondo? -le dijo aproximándose.
El
bandido buscó en un bolsillo de cuero que pendía de su cintura, y
sacó de él una moneda de cinco francos, acaso reservada para
comprar pólvora. Al ver la moneda de plata, Fortunato sonrió, y
apoderándose de ella, dijo a Gianetto:
-No
temas nada.
En
seguida abrió un gran boquete en un montón de heno colocado cerca
de la casa. Agazapóse en él Gianetto, y el muchacho lo cubrió de
modo que pudiera respirar sin que motivara la sospecha, no obstante,
de que aquel heno ocultaba a un hombre. Ocurriósele, además, una
astucia bastante ingeniosa y propia de salvaje. Cogió a una gata con
sus hijuelos y los puso encima del montón de heno, para hacer creer
que no se la removido poco antes. Y como obser-vara que en cercanías
de la casa había rastros de sangre, se apresuró a cubrirlos con
arena muy cuidadosamente, hecho esto, se tumbó otra vez al sol con
la mayor tranquilidad.
Algunos
minutos después, seis hombres con uniforme oscuro y cuello amarillo,
mandados por un sargento, se tenían ante la puerta de Mateo. El
sargento era pariente lejano de Falcone. (Sabido es que en Córcega
los grados de parentesco se extienden mucho más que otros sitios).
Se llamaba Tiodoro Gamba, y era un hombre activo, a quien temían
mucho los bandidos por los perseguía sin descanso.
-Buenos
días, primito -dijo, acercándose a Fortunato, ¡qué alto estás!
¿Has visto pasar por aquí a hombre, hace poco?
¿Oh,
aun no soy tan alto como usted, primo! -respondió el muchacho
haciéndose el tonto.
-Ya
lo serás. Pero, dime, ¿no has visto pasar a un hombre?
-¿Que
si he visto pasar a un hombre?
-Sí,
un hombre con un gorro puntiagudo de terciopelo negro y una chaqueta
adornada de rojo y amarillo.
-¿Un
hombre con un gorro puntiagudo y una chaqueta adornada de rojo y
amarillo?
--Sí,
responde pronto, y no repitas mis preguntas.
-Esta
mañana cruzó por nuestra puerta, montado en su caballo Piero,
el señor cura, y me preguntó cómo le iba a papá, y yo le
respondí.. .
-¡Ah,
granujilla, eres un pillastrón! Dime pronto por dónde ha tirado
Gianetto, que es a quien buscamos; estoy seguro que ha cruzado por
este camino.
-¡Quién
sabe!
-¿Quién
sabe? Yo sé que tú lo has visto.
-¿Se
ve, acaso, a los que pasan, cuando se duerme?
-No
dormías, tunantuelo; los disparos te han despertado.
-¿Cree
usted, primo, que sus fusiles hacen tanto ruido? Mucho más hace la
escopeta de mi padre.
-¡Que
el diablo te lleve, maldito bribón! Estoy segurísimo de que has
visto a Gianetto y hasta es posible que lo tengas escondido. Vamos,
camaradas, entren en esta casa y vean si nuestro hombre anda por ahí.
Sólo disponía de una pierna, y el pillastrón tiene demasiado buen
sentido para dirigirse, cojeando, al malezal. Además, los rastros de
sangre se detienen aquí.
-¿Y
qué dirá papá? -preguntó Fortunato con una risita burlona; ¿qué
dirá cuando se entere que han entrado en su casa durante su
ausencia?
-¡Bribón!
-dijo el ayudante cogiéndole por una oreja; ¿sabes que me siento
tentado de hacerte hablar por otros medios? Es posible que con una
veintena de sablazos de plano hablaras al fin.
Y
Fortunato seguía riendo con su risita burlona.
-¡Mi
padre es Mateo Falcone!! – dijo con énfasis.
-Bien
sabes, granujilla, que te puedo conducir a Corte o a Bastia, y
hacerte encerrar en un calabozo, para que duermas en la paja, con
grillos en los pies, y guillotinarte si no dices en dónde está
Gianetto Sampiero.
Ante
tan ridícula amenaza, el muchacho lanzó una carcajada y repitió:
-Mi
padre es Mateo Falcone.
-Sargento
-dijo con voz baja uno de los tirado, no nos indispon-gamos con
Mateo.
Gamba
parecía evidentemente turbado. Con voz que hablaba con sus
compañeros, que habían hecho ya la casa un cuidadoso registro. La
operación fué breve pues la cabaña de un corso no consiste más
que en una pieza cuadrada. El ajuar se reduce a una mesa, algunos
bancos, cofres y utensilios de caza y domésticos. Mientras,
Fortunato acariciaba a la gata y parecía divertirse con la confusión
de los tiradores y de su primo.
Un
soldado se aproximó al montón de heno. Vió a la gata, y dió, con
negligencia, un bayonetazo en el heno, encogiéndose de hombros, como
si comprendiera que la precaución era ridícula. Nada se movió; el
rostro del muchacho permaneció impasible.
El
sargento y sus gentes se daban al diablo; contemplaban la llanura
cómo dispuestos a volver por donde habían venido, cuando el jefe,
convencido de que las amenazas no hacían efecto alguno en el hijo de
Falcone, quiso hacer un último esfuerzo y probar el poder de las
caricias y de los obsequios.
-Primito
-dijo, me pareces un muchacho muy despierto. Tú harás carrera. Pero
conmigo te portas muy mal. Si no temiera darle un disgusto a mi primo
Mateo, te llevaba conmigo.
-iBah!
-Pero
cuando mi primo vuelva le contaré lo que ha pasado y te zurrará de
lo lindo por haber mentido de ese modo.
-¿De
veras?
-Ya
lo verás... En fin, sé buen muchacho y te daré cualquier cosa.
-Y
yo, primo, le daré un consejo, y es que, si tarda mucho en
marcharse, Gianetto llegará al malezal, y entonces será preciso más
de un hurón como usted para buscarlo por allí.
El
ayudante sacó de su bolsillo un reloj de plata que podría valer
unos diez escudos, y como observara que se iban tras él los ojos de
Fortunato, le dijo suspendiendo el reloj de su cadena de acero.
-¡Picaronazo!
¿Tú quisieras tener un reloj como éste colgado del cuello, para
pasearte por las calles de Porto-Vecchio, orgulloso como un pavo
real, y que las gentes te preguntaran: «¿Qué hora es?» Y tú les
dijeras: «Mírelo en mi reloj»?
-Cuando
sea más hombre, mi tío el caporal me dará uno.
-Sí;
pero el hijo de tu tío ya lo tiene... no tan bonito como éste, a la
verdad... No obstante, él es más joven que tú.
El
muchacho suspiró.
-Bueno,
primo, ¿quieres este reloj?
Fortunato,
mirando al reloj con el rabillo del ojo, parecía un gato al que se
le ofrece un pollo entero. Como comprende que se están burlando de
él, no se atreve a echarle mano, y de tiempo en tiempo aparta los
ojos para no sucumbir a la tentación; pero a cada paso se relame los
hocicos y parece como si le dijera a su dueño:«¡Qué cruel es la
bromita que me das!»
Sin
embargo, el sargento Gamba parecía ofrecerle el reloj de buena fe.
Fortunato no alargó la mano, pero dijo con amarga sonrisa:
-¿Por
qué se burla de mí?
-¡Vive
Dios, que no me burlo! Dime únicamente en dónde está Gianetto, y
el reloj es tuyo.
Fortunato
dejó escapar una incrédula sonrisa, y, fijando sus negros ojos en
los del ayudante, trató de descubrir lo que de verdad hubiera en sus
palabras.
-Qué
pierda mis charreteras -dijo Gamba- si no te entrego el reloj con esa
condición. Mis compañeros son testigos: no puedo arrepentirme.
Mientras
hablaba así, seguía aproximando el reloj tanto, que casi tocaba ya
la pálida mejilla del niño, que mostraba claramente la lucha que en
su interior sostenían la codicia y el respeto debido a la
hospitalidad. Su desnudo pecho se elevaba con fuerza y parecía
próximo a estallar. El reloj, en tanto, oscilaba y giraba,
rozándole, a veces, la punta de la nariz. Por último, poco a poco,
su mano derecha hasta el reloj; lo tocó con la punta de los dedos;
lo sintió en su mano, mas sin que el sargento soltara la cadena...
La esfera era azulada..., recién bruñida la tapa...; a la luz del
sol, parecía de fuego... La tentación era demasiado fuerte.
Fortunato
levantó su mano izquierda también, e indicó con el pulgar, por
encima de su hombro, el montón de heno junto al que estaba. Gamba lo
comprendió en seguida y abandonó el extremo de la cadena. Fortunato
se vió único propietario del reloj. Se levantó con la agilidad de
un gamo y se alejó diez pasos del montón de heno, que los tiradores
comenzaron a revolver en seguida.
A
poco el heno se agitaba, y un hombre ensangrentado, con un puñal en
la mano, surgía de él; pero, como trataba de levantarse, su herida,
enfriada, no le permitió tenerse en pie y cayó al suelo. El
ayudante, abalanzandose sobre él, le arrebató el puñal. En
seguida, y a pesar de su resistencia, le ataron fuertemente.
Gianetto,
derribado en tierra, y atado como un haz de leña, volvió la cabeza
hacia Fortunato, que se había aproximado.
-¡Hijo
de...! -le dijo con más desprecio que cólera.
El
niño le arrojó la moneda de plata que había recibido de aquél,
como comprendiendo que ya no era merecedor de ella, pero el proscrito
ni siquiera aparentó fijarse en aquel movimiento. Con mucha sangre
fría le dijo al sargento:
-Mi
querido Gamba, no puedo andar; no tendrá más remedio que
trans-portarme al pueblo.
-Hace
poco corrías con más ligereza que un corzo repuso cruelmente el
vencedor; mas tranquilízate; estoy tan contento de haberte cogido,
que te llevaría una legua a cuestas fatigarme. Además, camarada,
vamos a hacerte unas angarillas con ramas y tu capote; en la granja
de Créspoli encontraremos caballos.
-Perfectamente
-dijo el prisionero; pongan también un poco de paja en las
angarillas para que vaya con más comodidad.
Mientras
los tiradores se ocupaban, unos, en hacer una especie de parihuelas
con ramas de castaños, y oros, en curar la herida de Gianetto, Mateo
Falcone y su mujer aparecieron súbitamente en un recodo de la senda
que conducía al malezal. Avanzaba la mujer penosamente, encorvada
bajo el peso de un enorme saco de castañas, en tanto que su marido
se pavoneaba con un fusil en la mano y otro en bandolera, pues es
indigno de un hombre conducir una carga que no sea la de las armas.
Al
ver a los soldados, lo primero que se le ocurrió a Mateo fué que
vendrían a prenderle. Pero ¿por qué tal idea? ¿Acaso Mateo tenía
cuentas pendientes con la justicia? No. Gozaba de una buena
reputación. Era, como se dice vulgarmente, un
particular de buena fama;
pero era corso y montañés, y hay pocos corsos montañeses que,
registrando en su memoria, no encuentren en ella algún pecadillo,
tal como un disparo, una puñalada, o cualquiera otra bagatela por el
estilo. Mateo, más que otro, tenía la conciencia tranquila, pues
hacía más de diez años que no apuntaba a nadie con su fusil; no
obstante, como era prudente, se puso en guisa de hacer una buena
defensa, si ello era necesario.
-Mujer
-dijo a Giuseppa, descárgate el saco y está pronta a ayudarme.
Ella
obedeció al punto; le dió el fusil que llevaba terciado, y que
hubiera podido molestarle; cargó el que llevaba en la mano y
adelantó lentamente hacia su casa, pegado a los árboles que
bordeaban el camino y dispuesto, a la menor demostración hostil, a
ocultarse en el más grueso tronco, desde donde podría hacer fuego
impunemente. Pisándole los talones iba su mujer con el otro fusil y
la cartuchera. La ocupación de una buena mujer de su casa, en caso
de lucha, es cargar las armas del marido.
El
ayudante, por su parte, se alarmó mucho al ver a Mateo avanzar de
tan sigilosa manera, con la escopeta en alto y el dedo en el gatillo,
-¡Si
por casualidad -pensó- Mateo fuera pariente de Gianetto o amigo, y
se le antojara defenderlo, los tacos de sus dos fusiles llegarían a
dos de nosotros tan seguro como las cartas al correo, y si me
encañonase pesar del parentesco!...
En
tal perplejidad, tomó el valeroso partido de dirigirse solo hacia
Mateo para contarle el asunto, abordándole como un antiguo conocido;
pero el corto espacio que le separaba de Mateo le pareció
terriblemente largo.
-¡Hola,
antiguo compañero! -gritó. ¿Cómo te? Soy yo, Gamba, tu primo.
Mateo, sin responder una palabra, se había detenido, a medida que el
otro hablaba, iba poco a poco levantando el cañón de su escopeta,
de suerte que se dirigía al cielo cuando el ayudante se le acercó.
-Buenos
días, hermano (7)
-dijo Gamba, tendióle la mano -hace mucho tiempo que no te veo.
-Buenos
días, hermano.
-Habla
venido para saludarte, al pasar, como asimismo a mi prima Pepa. Hoy
hemos andado mucho; pero hay que compadecer nuestra fatiga, porque
hemos hecho una captura importante: acabamos de coger a Gianetto
Sampiero.
-¡Alabado
sea Dios! -exclamó Giuseppa. La semana pasada nos robó una cabra.
Estas
palabras regocijaron a Gamba.
-¡Pobre
diablo! -dijo Mateo. Tendría hambre.
-El
granuja -prosiguió Gamba un poco mortificado- se ha defendido como
un león; me ha matado a uno de los míos, y, no contento aun con
esto, le ha roto un brazo al cabo Chardon; pero esto no tiene
importancia: se trata de un francés... Luego se ocultó tan
diestramente, que ni el demonio hubiera dado con él. Sin la ayuda de
Fortunato es seguro que no lo encuentro.
-¡Fortunato!
-exclamó Mateo.
-¡Fortunato!
-repitió Giuseppa.
-Si;
Gianetto estaba escondido bajo aquel montón de heno; pero el primito
me descubrió el escondite. También se lo diré a su tío el caporal
para que le envíe un buen regalito por su ayuda. Su nombre y el
tuyo, figurarán en el parte que envíe al juez.
-¡Maldición!
-murmuró Mateo.
Se
reunieron con el destacamento. Gianetto estaba tendido en la
parihuela y dispuesto para partir. Cuando vió a Mateo acompañado de
Gamba, sonrió de un modo extraño; después, volviendo el rostro
hacia la puerta de la casa, escupió en el umbral y dijo:
-¡Es
la casa de un traidor!
Sólo
un hombre dispuesto a morir se hubiera atrevido a pronunciar la
palabra traidor, dirigiéndose a Falcone: una certera puñalada, que
no necesitaría ser secundada, pagaría inmediatamente el insulto.
Sin embargo, Mateo limitose a llevar su mano a la frente, como un
hombre abrumado.
Fortunato
había entrado en la casa al ver llegar a su padre. A poco reapareció
con un jarro de leche, que ofreció, con los ojos bajos, a Gianetto.
-¡No
te acerques a mi! -gritó el proscripto con voz terrible.
Después,
volviéndose a uno de los tiradores, le dijo:
-Camarada,
dame de beber.
El
soldado le puso entre las manos su cantimplora, y el bandido bebió
el agua que le daba un hombre con el que acababa de tirotearse. A
continuación pidió que le atasen las manos sobre el pecho, y no a
la espalda, como las llevaba.
-Me
agrada -decía- ir tendido a gusto.
Se
procuró complacerle; después, ayudante dió la orden de partida;
saludó a Mateo, que no le respondió, y encaminóse aceleradamente
hacía el llano.
Cerca
de diez minutos transcurrieron sin que Mateo abriese la boca. El niño
miraba con inquietud, ya a su madre, ya a su padre, que, apoyado en
el fusil, le contemplaba con contenida cólera.
-¡Comienzas
bien! -dijo Mateo con voz tranquila pero espantosa para el que le
conociera.
-¡Padre
mío! -exclamó el muchacho, dirigiéndose a él, con las lágrimas
en los ojos y como para arrojarse a sus plantas.
Pero
Mateo le gritó:
-¡No
te acerques a mí!
El
niño permaneció inmóvil y sollozando, a pocos pasos de su padre.
Aproximóse
Giuseppa. Acababa de percibir, asomando por entre la camisa de su
hijo, un extremo de la cadena del reloj.
-¿Quién
te ha dado ese reloj? -le preguntó con severidad.
-Mi
primo el sargento.
Apoderóse
del reloj Falcone, y arrojándolo contra una piedra, lo hizo mil
pedazos.
-Mujer
-dijo, ¿este niño es mío?
Las
morenas mejillas de Giuseppa enrojecieron con un rojo de ladrillo.
-¿Qué
dices, Mateo? ¿Sabes a quién hablas?
-Sin
embargo, es el primero de los míos que ha cometido una traición.
Redoblaron
los sollozos y gimoteos de Fortunato, del que ni por un momento
apartaba Falcone sus ojos de lince. Por último, golpeó el suelo con
la culata de su escopeta, se la echó al hombro después y dirigióse
al malezal, gritándole a Fortunato que le siguiera. El niño
obedeció.
Giuseppa
corrió tras de Mateo y lo cogió por el brazo.
-¡Es
tu hijo! -dijo con trémula voz, clavando sus negros ojos en los de
su marido, como si quisiera leer en su alma.
-Déjame
-repuso Mateo; soy su padre.
Giuseppa
abrazó a su hijo y se entró en la casa llorando. Se arrodilló ante
una imagen de la Virgen y oró fervorosamente. Mientras tanto,
Falcone anduvo como unos doscientos pasos por el camino, deteniéndose
ante un pequeño barranco, en el que descendió. Con la culata de su
fusil removió la tierra, encontrándola suelta y fácil de cavar. El
sitio le pareció bien para su propósito.
-Fortunato,
colócate junto a esta peña.
El
niño hizo lo que se le pedía, arrodillándose después.
-Di
tus oraciones.
-¡Padre
mío, padre mío, no me mates!
-iDi
tus oraciones! -repitió Mateo con voz terrible.
El
niño, entre balbuceos y sollozos, recitó el Padrenuestro y el
Credo. Al final de cada oración, el padre, con voz fuerte, decía:
Amén.
-¿Son
esas todas las oraciones que sabes?
-Padre,
también sé el Avemaría y la letanía que mi tía me ha enseñado.
-Es
muy larga; mas no importa.
El
niño terminó la letanía con voz apagada.
-¿Has
concluido?
-iOh,
padre mío, perdón! iPerdón! iNo lo haré más! ¡Tanto le rogaré
a mi tío, el caporal, que indultarán a Gianetto!
Siguió
hablando; Mateo, tras de cargar la escopeta y echársela a la cara,
dijo:
-¡Que
Dios te perdone!
El
niño hizo un esfuerzo desesperado para levantarse y abrazar las
rodillas de su padre; no tuvo tiempo. Mateo disparó, y Fortunato
rodó muerto.
Sin
dirigir una mirada al cadáver, tomó de nuevo el camino de su casa,
en busca de un azadón para enterrar a su, hijo. Apenas había dado
algunos pasos, cuando encontró a Giuseppa, que acudía alarmada por
el disparo.
-¿Qué
has hecho? -exclamó.
-Justicia.
-¿En
dónde está?
-En
el barranco; voy a enterrarle. Ha muerto cristianamente; se le dirá
una misa. Que le avisen a mi yerno, Teodoro Bianchi, para que venga a
vivir con nosotros.
1.078.5 Merimee (Prospero) - 046
1
Pilone.
2
Los
caporales fueron, otras veces, los jefes de los concejos os cuando
se insurreccionaron contra los señores feudales. Aún hoy se llama
así, algunas veces, a todo el que por sus propiedades, familia o
clientela, ejerce influencia o una especie de magistratura efectiva
en una pieve
(parroquia) o cantón. Los os se dividen, según vieja costumbre, en
cinco castas: los hidalgos -que se subdividen en magníficos y en
signori, los caporali, los ciudadanos, los plebeyos y los
extranjeros.
3
Esta
palabra se emplea aqui como sinónima de proscrito.
4Era
éste un cuerpo creado hacía pocos años por el gobierno para
prestar, con los gendarmes, servicios de policia.
5El
uniforme de los tiradores era entonces una guerrera oscura con
cuello amarillo.
6Cinturón
e cuero que sirve de cartuchera y cartera.
7Buen
giorno, fratello, saludo corriente entre los corsos.
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