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martes, 30 de septiembre de 2014

Lokis - Cap. III

Al día siguiente, después del desayuno, el conde me propuso dar un paseo. Se trataba de visitar un kapas -con tal nombre conocen los lituanos los túmulos a los que llaman hurgan los rusos- muy célebre en el país, porque, en otros tiempos, los poetas y los brujos, una misma cosa, se reunían allí en ciertas y solemnes ocasiones.
-Puedo ofrecerle -me dijo- un caballo muy manso; siento no poder llevarle en coche; pero, en verdad, el camino por el que vamos a arriesgarnos no lo permite en modo alguno.
Hubiera preferido quedar en la biblioteca tomando notas, mas no creí correcto oponerme al deseo de mi generoso huésped, y acepté. Los caballos nos aguardaban al pie de la escalinata; en el patio había un doméstico con un perro atado. El conde se detuvo un instante y, volviéndose a mí, dijo:
-Señor profesor: ¿entiende usted de perros?
-Muy poco, excelencia.
-El estaroste de Zorany, en donde tengo unas tierras, me envía ese sabueso, del que cuenta maravillas. ¿Quiere verlo?
Llamó al criado, que le trajo el perro. Era un hermosísimo animal. Familiarizado con aquel hombre, saltaba alegremente y parecía lleno de ardor; pero, al acercarse el conde, metió el rabo entre las piernas y reculó como herido de un terror súbito. Le acarició el conde, lo que le hizo aullar de un modo deplorable, y contemplándolo por algún tiempo, con mirada de perito, dijo:
-Creo que será bueno. Que se tenga cuidado con él.
Dicho esto, montó a caballo.
-Señor profesor -me dijo el conde; desde nuestra aparición en la avenida del castillo no habrá dejado de observar el miedo del perro. He querido que fuera usted testigo... Como sabio que es, debe explicar los enigmas... ¿Por qué los animales tienen miedo de mí?
-En verdad, señor conde, aunque honrándome mucho, me confunde con un Edipo. No soy más que un pobre profesor de lingüística comparada. Se podría...
-Tenga en cuenta -interrumpió- que yo no maltrato nunca a los caballos ni a los perros. Me es imposible dar un fustazo al pobre animal que comete una falta sin saberlo. Sin embargo, no puede figurarse la aversión que les inspiro a los caballos y a los perros. Para que se acostumbren a mí, necesito doble tiempo y trabajo que cualquier otro. Mire usted, el caballo que usted monta, he logrado reducirlo al cabo de mucho tiempo; ahora es manso como un cordero.
-Creo, señor conde, que los animales son fisonomistas, y que descubren inmediatamente si la persona que ven por vez primera siente o no simpatía por ellos. Supongo que no quiere a los animales sino por el servicio que le prestan; por el contrario, hay personas que sienten una natural inclinación por algunos de ellos, de lo que inmediatamente se aperciben. Yo, por ejemplo, tengo, desde mi infancia, una instintiva predilección por los gatos. Rara vez huyen de mí cuando me aproximo para acariciarlos: jamás me ha arañado un gato.
-Todo eso es muy posible -dijo el conde. En efecto: ignoro lo que sea sentir simpatía por los animales... Apenas si son mejores que los hombres... Le llevo, señor profesor, a una selva en la que, ahora mismo, existe floreciente el imperio de las bestias, la matecznik, la gran matriz, la gran fábrica de los seres. Si, según nuestras tradicio-nes, nadie ha sondeado las profundidades, nadie ha podido llegar al centro de esos bosques, de esos pantanos, si se exceptúa, claro está, a los señores poetas y brujos, que en dondequiera se meten. Allí viven en república los animales... o bajo un gobierno constitucional, no me atrevo a decirlo fijamente. Los leones, los osos, los antes, los yubrs -que son nuestros bisontes, todos viven juntos y en buena armonía. El mamut, que aun se conserva allí, goza de un gran predicamento. Es, según creo, mariscal de la asamblea. Tienen una policía severísima, y cuando encuentran a algún animal vicioso, lo juzgan y destierran. Cae entonces con fiebre, y se ve obligado a internarse en el país de los hombres, del que difícilmente escapa (1).
-Curiosísima leyenda -exclamé; pero, señor conde, usted habla del bisonte, ese noble animal que César ha descrito en sus Comentarios, y que los reyes merovingios cazaban en la selva de Compiègne; ¿existe aún, realmente, en Lituania, como he oído decir?
-Seguramente. Mi mismo padre mató un yubr, con permiso, claro está, de las autoridades. En el salón ha podido verlo. Yo nunca los he visto por aquí, y creo que son rarísimos. Por el contrario, hay lobos y osos un abundancia. Por la posibilidad de un encuentro con alguno de esos señores, traigo este instrumento -señalándome un tchekhol (2) circasiano que llevaba a la bandolera- y una carabina de dos cañones, mi criado.
Comenzamos a introducirnos en la selva. A poco desapareció el estre-chísimo sendero que nos conducía, viéndonos obligados de continuo a soslayar los enormes árboles de ramaje tan a ras de tierra que nos cerraban el paso. Algunos, derribados y secos de antiguos que eran, se nos ofrecían como una especie de baluarte coronado por una fila de caballos de frisa, imposible de franquear. También vimos charcas profundas cubiertas de nenúfares y lentículas acuáticas, y más lejos algunos claros que daban a la hierba un brillo como de esmeraldas; pero desgraciado del que por allí se aventurase, pues esa rica y engañosa vegetación oculta con frecuencia abismos de lodo en los que caballo y caballero desaparecerían para siempre. Las dificultades del camino interrumpieron nuestra conversación. Por mi parte, me limitaba a seguir con gran cuidado al conde, admirando su imperturbable sagacidad, que le permitía guiarse sin brújula y dar con el camino que más derechamente y a propósito condujera al kapas. Sin duda, había cazado con frecuencia en aquellos bosques salvajes.
Descubrimos, al fin, el túmulo en el centro de un extenso claro del bosque. Era de gran elevación y lo rodeaba un foso, fácilmente perceptible aun a pesar de las malezas y de los hundimientos. A lo que parecía, había sido objeto de excavaciones. En la cumbre vi los restos de una construcción de piedra, en parte calcinada. Una mezcla, en gran cantidad, de cenizas y carbón, y algunos restos de cacharros ordinarios esparcidos acá y allá, demostraban que se había encendido fuego en la cima del túmulo durante un tiempo considerable. Si damos fe a las tradiciones corrientes, en tal sitio y en una cierta época se hicieron sacrificios humanos; pero no hay apenas religión extinguida a la que no se le haya imputado la celebración de tan abominables ritos, y dudo que pudiera justificarse, con testimonios históricos, esa tradición acerca de los antiguos lituanos.
Al descender del túmulo el conde y yo, en busca de nuestros caballos, que aguardaban del lado allá del foso, vimos avanzar hacia nosotros, apoyándose en un bastón y con una cesta en la mano, a una vieja.
-Mis buenos señores -dijo acercándose a nosotros, tengan caridad de mí, por el amor de Dios, y denme con qué comprar un vaso de aguardiente que reanime mi desfallecido cuerpo.
El conde, arrojándole una moneda de plata, le preguntó qué hacía en el bosque, tan alejada de todo paraje habitado. Y ella, en lugar de responderle, le enseñó su cesto abarrotado de setas. Aunque mis conocimientos botánicos son limitadísimos, se me antojó que la mayoría de aquellas setas eran venenosas.
-Buena mujer -le dije, supongo que no intentará comerse eso.
-Mi buen señor -respondió la vieja con una triste sonrisa, los pobres comen cuanto Dios les da.
-Usted no conoce los estómagos lituanos -repuso el conde; son de hierro. Nuestros campesinos se comen todas las setas que encuentran, y hasta les sientan bien.
-Al menos, impediré que se tome el agaricus necator, que veo en su cesta -exclamé.
-Y alargué la mano para coger una seta de las más venenosas; pero la anciana retiró vivamente el cesto.
-Cuidado -dijo con acento de terror- que tienen un guardián... ¡Pirkuns ¡Pirkuns!
Pirkuns, dicho sea de paso, es el nombre samojitico de la divinidad que los rusos llaman Perun, o sea el Júpiter tonans de los eslavos. Si con gran sorpresa oí a la anciana invocar a un dios del paganismo, con mayor aún vi a las setas elevarse. La negra cabeza de una serpiente surgió de entre ellas y se elevó un pie, por lo menos, fuera del cesto. Di un salto atrás y el conde escupió por encima del hombro, conforme a la supersticiosa costumbre de los eslavos, que creen, de esta manera, desviar el maleficio, como los antiguos romanos. La anciana dejó el cesto en tierra, se puso en cuclillas a un lado y después, con la mano extendida hacia la serpiente, pronunció algunas palabras ininteligibles, con apariencias de sortilegio. La serpiente, por un momento, quedó inmóvil; después, enroscándose alrededor del descarnado brazo de la vieja, desapareció por la manga de su gabán de piel de carnero, que era, al parecer, con una mala camisa, toda la indumentaria de aquella Circe lituana. La vieja nos miraba con una risita de triunfo, como un escamoteador que acaba de ejecutar un juego de manos difícil. Había en su rostro esa mezcla de astucia y estupidez que no es rara entre los que se las dan de brujos, en su mayoría, y a la vez, ingenuos y sagaces.
-He aquí -me dijo el conde en alemán- una muestra de color local; una bruja que encanta a una serpiente, al pie de un kapas, en presencia de un sabio profesor y de un ignorante hidalgo lituano. Precioso asunto de cuadro de género para su compatriota Knaus... ¿Tiene usted deseos de que le digan la buenaventura? Se le ofrece aquí la gran ocasión.
Le respondí que me guardaría mucho de fomentar semejantes artes.
-Prefiero –añadí -preguntarle si sabe algo nuevo de esa curiosa tradición que usted me ha referido. Buena mujer -le dije a la vieja, ¿no has oído hablar de un cantón de esta selva, en el que los animales viven en comunidad, desconocedores del imperio del hombre?
La vieja hizo con la cabeza un signo afirmativo, y, con su risita, medio boba medio maliciosa, repuso:
-De ahí vengo. Los animales se han quedado sin rey. Noble, el león, ha muerto, y van a elegir otro en su lugar. Ve allí y acaso te hagan rey.
-¿Qué dices, mujer? -exclamó el conde estallando de risa. ¿Sabes tú a quién le hablas? Por lo visto ignoras que este caballero es... (¿Cómo diablo se dice un profesor en ymud?) El señor es un gran erudito, un sabio, un vaidelote (3).
La vieja le miró con atención.
-Me he equivocado -dijo; eres tú quien debe ir allá abajo. Tú serás el rey de ellos, no ése; eres alto y fuerte, y tienes dientes y ganas...
-¿Qué dice usted de los epigramas que nos dispara? -me dijo el conde.
-¿Sabes el camino, viejecita mía? -le preguntó.
La vieja señaló con la mano una parte del bosque.
-Sí, ¿eh? -repuso el conde; y ¿cómo te arreglas para atravesar el pantano? Ha de saber usted, señor profesor, que del lado que ella indica hay un pantano infranqueable, un lago de lodo líquido recubierto de hierba. El año último un ciervo herido por mí se arrojó en ese demonio de lodazal. Le vi hundirse poco a poco... Al cabo de dos minutos no veía más que las astas; poco después desapareció del todo y dos de mis perros con él.
-Pero yo no soy pesada -dijo la vieja riéndose burlonamente.
-Yo creo que atraviesas el pantano con facilidad a horcajadas sobre una escoba.
Un resplandor colérico brilló en los ojos de la vieja.
-Mi buen señor -dijo recuperando la humilde y gangosa voz de los mendigos: ¿no tuvieras un poco de tabaco para una pobre mujer? Mejor harías -añadió bajando la voz- en buscar el camino del pantano que en ir a Dowghielly.
-¡Dowghielly! -exclamó el conde enrojeciendo...
-¿Qué quieres decir?
No pude por menos que observar el efecto extraño que aquella palabra le producía. Evidentemente estaba turbado; bajó la cabeza, y, para ocultar su turbación, se tomó la molestia de abrir el bolso del tabaco, suspendido de la empuñadura de su cuchillo de caza.
-No, no vayas a Dowghielly -repuso la vieja. La palomita blanca no es para ti. ¿Verdad, Pirkuns?
En aquel momento la cabeza de la serpiente asomó por el cuello del viejo gabán alargándose hasta la oreja de su ama. El reptil, amaestrado sin duda de esta suerte, movió las mandíbulas como si hablara.
-Dice que tengo razón -añadió la vieja.
El conde le puso en la mano un puñado de tabaco.
-¿Me conoces? -le preguntó.
-No, mi buen señor.
-Soy el propietario de Medintiltas. Ve a verme uno de estos días. Te daré tabaco y aguardiente.
La vieja le besó la mano y se alejó a zancajadas. En un instante la perdimos de vista. El conde quedó pensativo, atando y desatando las cintas del bolso, sin darse mucha cuenta de lo que hacía.
-Señor profesor -me dijo después de un muy largo silencio, ¿se va usted a burlar de mí? Esta vieja tunantona me conoce mejor de lo que dice, y el camino que acaba de indicarme... Después de todo, nada hay de sorprendente en esto. En la comarca se me conoce por el lobo blanco. La muy bribona me ha visto más de una vez camino del castillo de Dowghielly... Hay en éste una señorita casadera, y de aquí ha deducido que estoy enamorado... Después, algún lechuguino le habrá untado la mano para que me profetice una mala noticia... Todo esto salta a la vista; sin embarga... a pesar mío sus palabras me inquietan y casi me producen espanto... Ríase, sí, que tiene razón... Lo cierto es que tenía proyectado ir al castillo de Dowghielly para que nos invitaran a comer, y ahora dudo... ¡Soy un grandísimo loco! En fin, señor profesor, decida usted. ¿Vamos?
-Me guardaré mucho de dar mi opinión -respondí riendo. En materia de casamiento no aconsejo jamás.
Nos acercamos a los caballos. El conde montó ágilmente de un salto, y abandonando las bridas dijo:
-¡Que el caballo decida por nosotros!
El caballo no dudó; penetró al momento por una vereda que nos dejó, después de muchos rodeos, en un camino de herradura que conducía a Dowghielly. Media hora más tarde nos deteníamos ante la escalinata del castillo.
Al ruido de nuestros caballos, una linda cabeza rubia apareció en la ventana entre las cortinas. Reconocí a la pérfida traductora de Mickiewicz.
-iBienvenido! -dijo. No podía llegar más a tiempo, conde Szémioth. Acabo de recibir un vestido de París. Estaré tan bella con él, que no me reconocerá.
Cayeron las cortinas. Mientras subía la escalinata, el conde murmuraba entre dientes:
-No es por mí, seguramente, por quien estrena este vestido...
Me presentó a la señora Dowghiello, la tía de la panna Iwinska, que me recibió atentamente y me habló de mis últimos artículos en la Gaceta Científica y Literaria, de Koenigsberg.
-El señor profesor -dijo el conde- viene a quejarse a usted de la señorita Juliana, que le ha jugado una mala partida.
-Es una chiquilla, señor profesor, y no hay más remedio que perdonarla. Sus locuras me desesperan con frecuencia. A los dieciséis años yo era más razonable que ella lo es a los veinte; pero, en el fondo, es una buena muchacha, adornada de sólidas cualidades. Sabe música, pinta flores admirablemente, habla de igual modo el francés, el alemán y el italiano... También borda.
-¡Y hace versos ymudes! -añadió riendo el conde.
-¡De eso es incapaz! -exclamó la señora Dowghiello, a quien fué necesario explicarle la travesura de su sobrina.
La señora Dowghiello era instruida y conocedora de las antigüedades de su país. Su conversación me fué muy agradable. Leía con frecuencia nuestras revistas alemanas, y sus nociones lingüísticas eran certeras.
Confieso que no me di cuenta del tiempo que tardaba en arreglarse la señorita Iwinska; pero al conde le pareció excesivo, porque se levantaba, volvía a sentarse, miraba a la ventana y tamborileaba en los cristales como el hombre que pierde la paciencia.
Por fin, al cabo de tres cuartos de hora apareció, seguida de su institutriz francesa, la señorita Juliana, llevando con gracia y arrogancia un vestido que exigiría para describirlo conocimientos muy superiores a los que en tal materia poseo.
-¿No estoy bella? -preguntó al conde, girando lentamente sobre ella misma para que la pudiera ver por todos lados.
No miraba al conde ni a mi: sólo miraba a su vestido.
-¿Cómo, Iulka -dijo la señora Dowghiello, no saludas al señor profesor, que está quejoso de ti?
-¡Ah, señor profesor! -exclamó con una encantadora mueca. ¿Qué le he hecho yo? ¿Acaso va a imponerme una penitencia?
-No haré yo tal cosa, señorita -le respondí, pues sería privarnos de su presencia. Estoy muy lejos de quejarme. Me felicito, al contrario, por haber sabido, gracias a usted, que la musa lituana renace más brillante que nunca.
Bajó la cabeza, y cubrióse el rostro con las manos muy cuidadosamente para no desarreglarse sus cabellos:
-¡Perdóneme, no lo haré más! -dijo con esa voz del niño que acaba de robar unos dulces.
-La perdonaré, querida Pan¡ -le dije cuando me cumpla cierta promesa que tuvo a bien hacerme en Wilna, en casa de la princesa Katazyna Paç.
-¿Qué promesa? -dijo levantando la cabeza y riendo.
-¿Se le ha olvidado ya? Me prometió que, si volvíamos a encontrarnos en Samojicia, me haría conocer una cierta danza del país, de la que usted cuenta maravillas.
-iOh, la rusalka! Estoy encantadora en ella. Y aquí, justamente, tenemos al hombre que me hace falta.
Corrió a una mesa, en la que había algunos cuadernos de música, hojeó uno precipitadamente, lo puso en el piano, y, dirigiéndose a su institutriz:
-Vamos, querida mía, allegro presto.
Y tocó ella misma, sin sentarse, el ritornello para indicar el compás.
-Llegue aquí, conde Miguel; es usted demasiado lituano para que no baile bien la rusalka..., pero tiene que bailarla como un campesino, ¿sabe usted?
La señora Dowghiello trató de amonestarla, aunque en vano. El conde y yo insistíamos. Tenía aquél sus razones, pues su papel en el dicho baile era agradabilísimo, como se verá muy pronto. La institutriz, tras algunos ensayos, dijo que podía tocar aquella especie de vals, por extraño que fuese, y la señorita Iwinska, después de apartar algunas sillas y una mesa, por si estorbaban, cogió por la solapa a su caballero y lo condujo al centro del salón.
-Sabrá, señor profesor, que soy una rusalka, para servirle.
E hizo una reverencia.
-Una rusalka es una ninfa de las aguas. En todas esas charcas de negra superficie que embellecen nuestros bosques, hay una. ¡ No se aproxime a ellas! La rusalka, más hermosa aun que yo, si es posible, surge, le lleva al fondo, y allí, a lo que parece, se lo engulle...
-¡Una verdadera sirena! -exclamé.
-Él -continuó la señorita Iwinska, señalando al conde Szémioth - es un joven pescador bastante bobo, que se expone a mis garras, y yo, para que el placer se alargue, pretendo fascinarle danzando un momento alrededor de él... ¡Ah, pero, para que resulte bien, necesi-taba un sarafán (4). ¡Qué lástima... Pero usted disculpará la indu-mentaria, que no tiene carácter ni color local... ¡Oh, y llevo zapatos! ¡Imposible danzar la rusalka con zapatos!... ¡Y con tacones, que es lo peor!
Se levantó la falda, y, sacudiendo con suma gracia su lindo y pequeño pie, aun a riesgo de enseñar la pierna, lanzó el zapato a un extremo del salón. Siguió al primero el otro, y quedó sobre el pavimento con sus medias de seda.
-Ya estoy lista -dijo a la institutriz.
Y comenzó la danza.
La rusalka gira una y otra vez en torno de su caballero. Éste extiende los brazos para cogerla, pero ella pasa por debajo y escapa. Todo esto es muy gracioso, y la música tiene movimiento y originalidad. Termina el baile en el momento mismo en que el caballero, creyendo coger a la rusalka para darle un beso, da un salto ella, le golpea en el hombro, y él cae a sus pies como muerto... Pero el conde introdujo una variante, que fué sujetar a la locuela entre sus brazos y besarla cuanto quiso. La señorita Iwinska lanzó un grito, en-rojeció hasta los ojos, y fué a caer en un sofá, un poco enfadada, quejándose de que la hubiera oprimido, como un oso que era. Corno pudo ver, la comparación no satisfizo al conde, pues le recordaba una desgracia de familia: su frente se oscureció. Por mi parte, di las gracias a la señorita Iwinska, y elogié su danza, en la que me pareció descubrir un marcado carácter de antigüedad, que me recordaba las sagradas danzas de los griegos. Un doméstico me interrumpió, anunciando al general y a la princesa Veliaminof. La señorita Iwinska saltó desde el sofá a los zapatos, metió en ellos apresuradamente sus diminutos pies, y corrió al encuentro de la princesa, a la que hizo, una tras otra, dos profundas reverencias, que aprovechó, como pude notar, para encajarse del todo, y diestramente, los zapatos. Acompañaban al general dos ayudantes de campo, y, como nosotros, venían a comer lo que hubiera. En cualquier otro país, a lo que pienso, se hubiera visto un poco apurada la dueña al recibir a la vez seis huéspedes inesperados y con buen apetito; pero tal es la abundancia y la hospitalidad de las casas lituanas, que la comida no se hizo esperar más de media hora, aunque pecaba por la abundancia de empanadas de todas clases.

1Véase Messire Tkaddé, de Milkizwicz, y la Pologne captive, de M. Charles Edmond.
2 Estuche de fusil circasiano.
3 Mala traducción de la palabra profesor. Los vaidelotes eran bardos lituanos. (N. del A.)

4 Traje sin corpiño que usan las campesinas.

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